Mes: agosto 2007

Murmuraciones en Little Town

Murmuraciones en Little Town

Mi abuela se quedó embarazada al mismo tiempo que mi madre, de manera que mi tío Edgar y yo teníamos la misma edad, crecimos juntos y nadie hubiera dicho que no éramos hermanos gemelos, excepto, claro, todos los habitantes de Little Town, que nos conocían desde siempre, como a mi madre y a mi abuela y a mi abuelo y a todos: Ventajas y desventajas de las poblaciones pequeñas.Así que fuimos durante toda la niñez como un espectáculo: como íbamos siempre juntos cualquier vecino que nos miraba ponía cara de asombro. Después de pensarlo mucho creí que debía ser por la fertilidad de mi abuela o la potencia de mi abuelo, aunque cuando nació Edgar no eran tan mayores; claro que lo de mi madre era más normal, o así se lo parecía a ellos, a pesar de que creo que nadie conoció a mi padre, que se fue a la guerra antes de nacer yo y del que nunca nadie decía nada: ¡Hacía tanto tiempo! (más…)

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VAMPIROS

La chica volvió a entrar en la pensión de mala muerte donde se refugiaban desde hacia una semana, trayendo consigo el frío de la noche, la intemperie, la ruina de un barrio que iba a venirse abajo. Apenas saludó con una mueca: lo siento, me han dado el palo, nada más que he podido conseguir esto…; sacó de una bolsa de plástico las cervezas, más tabaco y la pipa que pronto iba a estar repleta de polvos y cristales. El chico estaba contento de volver a verla porque regresaba viva, impetuosa, más bella que nunca: se había quitado las dos cazadoras que llevaba encima, la gorra de lana beis, el bolígrafo azul con que liaba el moño, el pelo en mechas derramándose denso, ondulante hasta casi las caderas, y le había enseñado entonces el dedo malamente torcido, con desgarrones, todavía echando sangre y algo amoratado. Esto tiene mala pinta, le dijo el chico soplándole la uña, no quiero que te metas en más líos o acabarás perdiendo al niño. Se tocó la barriga asegurándose de que aún seguía ahí, sonrió después de varios días, dejó las cosas en la mesa carcomida, cajetillas, los mecheros, la pipa, las bolsitas en forma de canicas, botes de cerveza y se sentaron sobre la cama para fumar mirando la ventana.

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El campo

El campo

Así era “el campo” para mí: De lunes a sábado diurna soledad deliciosa. No había niños de ninguna edad. Sólo yo y, raras veces, alguien pasajero. Por las mañanas vagaba por el pinar. Llevaba siempre la carabina Flobert, siempre que la tenía, claro, y disparaba desde el costado a los árboles delgados como si fueran mis peores enemigos, pistoleros famosos en el oeste de la provincia de Huelva. Montaba en burro, hacía pequeños hornos de carbón y administraba justicia repartiendo la fruta de mi terreno a mi capricho con gran enfado de la familia lejana, que solía cosecharla a su antojo: Era de mi finca, era mía.A mediodía calor; no recuerdo las comidas. Después la siesta forzosa con lectura apretada, a veces de textos prohibidos, y merodeo cerca de la casa. Visita sigilosa a los frutales ajenos y postre de la merienda. (más…)

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Cuentos largos

Cuentos 2
 

(Especialmente dedicado a Thel)

 

Ahora publico el cuarto cuento de la serie niños-adolescentes. Es largo. Lo preparo después de haber leído “Bisonte”, de P. hablador, que es sumamente breve. La brevedad es una virtud que predicaba Gracián, pero que no debía aplicarse a lo bueno. Pocas veces he sentido pena de que acabara el relato que leía, pero la he sentido. Me gustan las buenas novelas kilométricas. Me dejan con hambre los buenos cuentos largos. Son como estar en compañía de un amigo viviendo momentos intensos, o reviviéndolos. Los relatos demasiado breves me dejan la sensación de una estafa: el autor no quiere trabajar más, quiere que yo ponga de mi parte toda la enjundia, cuando lo que yo quiero es que me lleven a lugares desconocidos, a otro tiempo y otro espacio, que sólo son posibles en la mente de otro. Y coleccionar esas impresiones que comparten conmigo.

 

La anécdota, la pequeña historia que se relata es lo menos importante. Si en el XIX  y principios del XX estuvo de moda la literatura descriptiva, que retrataba lo social como denuncia o lo puramente físico como un ejercicio académico. Ahora dicen que se lleva “la idea” como fundamento, pero creo que si lo que el lector busca es captar una idea no debe leer ficción, debe leer idearios, ensayos que contengan ideas. La ficción, que durante mucho tiempo yo mismo he considerado “de segunda”, me parece ahora otra forma de lenguaje. Alessandro Baricco dice que cuando alguien tiene algo que decir y no sabe como, escribe una historia.

 

La ficción contiene el paisaje interior del autor y sus personajes. Si el autor es alguien de quien deseamos conocer más la lectura de sus textos puede ayudarnos a formar una idea, hecho atractivo, pero no debemos creer que hemos conquistado lo más profundo de su ser. Los autores son personas complejas de las que sólo conocemos lo que se relata.

 

Otro tema es lo mal escrito. La mala literatura si es extensa es insoportable. Rebelémonos contra los malos libros y los malos relatos devolviéndolos sin acabar a la estantería o al cajón del papel reciclado. Y no importa si el relato es mío. Pido perdón por haber escrito lo que no ha gustado, y ruego a los que son amigos de verdad que me lo digan, porque sólo contando con la imagen refleja del error puede intentarse corregirlo.

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Comportamiento animal

 

Me gustaría escribir periódicamente en una sección que se titulase el comportamiento humano o algo así. Quizás se debiera titular “Comportamiento Animal”, pues somos animales, ¿quién lo duda? Una sección que se basase en noticias publicadas en la prensa española. Noticias sobre el comportamiento humano. Vistas por un marciano. Pero no me voy a hacer ni el loco ni el marciano. Noticias sobre el comportamiento de mis semejantes desde un punto perplejamente humano. Bochornosamente humano. Signos mercuriales que colocan el termómetro moral de la humanidad por debajo del cero, con el corazón helado y a punto del paro cardíaco. Noticias que colocan a especimenes humanos por debajo de nuestra escala humana, apenas un minúsculo palmo por encima de las otras especies, gusanos incluidos. ¿Qué culpa tendrán los pobres gusanos de que algunos hombres se les parezcan? Para no escurrir el bulto, diré que yo muchas veces me miro al espejo y me encuentro un enorme parecido con esos bichitos.

 

La sección se me ocurrió hace tres semanas, aproximadamente, con motivo de una noticia ocurrida en un pueblo dormitorio de Madrid, ya no me acuerdo de qué pueblo y se me han olvidado los detalles de la noticia. Más o menos, sucedió así: Un hombre cae al suelo mientras va paseando por un parque. Le ha dado un infarto. Afortunadamente no está sólo. Afortunadamente hay un ambulatorio cerca. Afortunadamente un familiar corre al ambulatorio para que algún médico vaya a socorrerlo. Pero desgraciadamente para el infartado, los médicos tienen otras ocupaciones. No pueden dejar su trabajo, que es atender enfermos. Su obligación profesional es atender enfermos dentro del  ambulatorio. En resumidas cuentas, los médicos siguen con su trabajo muy profesionalmente y ningún médico quiere dejar su consulta ambulatoria, ningún quiere ambular por los parques de Madrid salvando vidas cuando es necesario salvarlas. Y los médicos siguieron con su trabajo. Tal vez porque no había médicos hipocráticos sino médicos hipócritas que dicen llamarse médicos. Se debió montar un trifostio y, al final, alguno de los que se llaman  médicos pensó que tenía que dar su limosna diaria, hizo de médico de familia y fue a visitar a nuestro enfermo, que a la sazón era ya cadáver. Porque ya había pasado más de una hora.  Aquí no voy a hacer más comentarios.

 

La sección que quería inaugurar con esta noticia debía ser semanal. Pero llegué a dudar de que la actualidad nos pudiera abastecer de esos ejemplos de comportamiento animal con tal periodicidad. La verdad es otra. La verdad es que me engaño, porque no tengo ganas de comprometerme con una sección semanal. No tengo ganas de trabajar. La pereza que da escribir. Pero no nos engañemos. La sección podría ser diaria. Tal vez una tirada matutina y otra vespertina, con distintas noticias. No tendría que buscar mucho. El hombre da para mucho. Más que otros animales. No tiene desperdicio. Hoy, por ejemplo, sin ir más lejos. Imagínese que va en un trasatlántico, que usted el domingo día 5 monta en el trasatlántico que zarpa de Barcelona y que se lo está pasando en grande, con tanto daikiri y cocoloco y con tanta baño en la piscina olímpica, tanto horizonte marino y tantas compras por Alicante, Túnez y Trípoli, y tanto escala portuaria que nos acaba mareando  como si fuese un tiovivo. Y de repente, a la altura de Malta, la tragedia para el turista que se tiene que levantar de la tumbona porque a alguien se le ha ocurrido desgarrar el sacrosanto silencio con el grito escandaloso de “hombre al agua”. Al principio, el hombre duda: un hombre al agua da para una aventura. Y una aventura es el destino utópico que todo turista anda deseando en su imaginario. Pero llega hay un momento en que la aventura se vuelve desventura: “se veían a lo lejos puntitos naranja en el mar, que desparecían y volvían a aparecer entre las olas”. Eran negritos de Eritrea a los que muchos les hemos estado mandando el dinero del domund. Muchas aventuras se pueden transformar en  una gran desventura. Sobre todo cuando la desventura ajena puede ser tu desventura. “Una cosa es verlo en la televisión y otra, en la realidad. Levantaban las manos pidiendo auxilio y no podíamos hacer nada. Rescatamos a 12, a algunos ya no pudimos salvarlos”. A los otros náufragos, dice la crónica de hoy en el país, se los trago el mar. No pretendo ser duro. Sólo quiero hacer un juego de palabras: Yo pienso que el mar tal vez se debió haber tragado a alguno de los pasajeros; tal vez alguno de esos náufragos que se tragó el mar se merecía estar en una tumbona. Tal vez el mar no se los tragó. A veces las apariencias nos engañan. Tal vez quien se tragó a aquellos náufragos fue alguno de los pasajeros que los miraban con desprecio. “Perlas del mediterráneo”. Así se llama el itinerario ideado por la  compañía naviera. ¿Pero qué ocurre cuando uno de esos turistas que andan buscando perlas encuentra unos garbanzos negros?  Naturalmente, la pataleta. Naturalmente a uno le han vendido que sólo debe tener contacto con perlas y no debe comerse los marrones de los garbanzos negros. Me gustaría verlos, quedarme con las caras de esos turistas típicos que estaban molestos por perder tiempo, me gustaría observar sus modales y memorizarlos, ver las caras que se les quedó cuando se enteraron de que el trasatlántico ya no hacía escala en Cerdeña porque el viaje había dejado de ser de placer, me gustaría saber con qué tono de voz amenazaban con presentar reclamaciones a la compañía, con qué despectiva mirada miraban a los 12 supervivientes que les habían echado por la borda su viaje idílico en busca de algunas perlas por el mediterráneo. Se produjeron “situaciones tensas” entre pasajeros que creían que se estaba haciendo lo correcto y otros que hubieran preferido no rescatarles, dice la crónica. Y acaba con una frase que me sobresalta: una portavoz de la empresa, continúa diciendo la crónica, se mostró ayer sorprendida por la actitud de esos pocos pasajeros. “No sé que van a reclamar. El capitán estaba obligado, también por ley, a ayudar a los náufragos”. Menos mal que hay leyes. Pero y ¿si no las hubiera? No quiero ser mal pensado, pero es que hoy en día resulta tan fácil ser malpensado que me dejo caer en la tentación, amen. Si no las hubiera, si no hubiera leyes…, los intereses económicos dictarían a la conciencia del capitán lo que tendría que hacer. Lo peligroso es que una portavoz de la empresa se escude en leyes para justificar una conducta moral basada en el sentido común más obvio. Es también un signo más del descenso vertiginoso en la temperatura de ese termómetro moral. Es ese tipo de noticias que nos acaban helando la sangre.

 

Pero no quiero ser pesimista. No quiero ser pesimista, así que también quiero dejar constancia de la otra cara, la del párroco de Albuñol, Gabriel Castillo, que alojaba en su propia casa a inmigrantes indocumentados, senegaleses de fe islámica que dormían en la calle en pleno invierno. Y el cura se los llevaba a dormir a su propia casa -eso si que me da envidia, ese tipo de cosas que me gustaría hacer y que nunca hago-. Aunque ya se sabe que no hay que ser extremista cristiano o extremadamente cristiano, porque enseguida toda cara tiene su cruz, la del arzobispo de Granada, que enseguida lo ha trasladado de localidad para que se vaya con su música celestial a otra parte. Aunque ya se sabe que toda cruz tiene su cara,  la de los 18 vecinos que se han encerrado en la iglesia bajo huelga de hambre para hacer cambiar de opinión al arzobispo. Los tiempos están cambiando. Antes los cristianos iban misioneramente a los senegaleses. Ahora los senegaleses vienen a los cristianos. Se me ocurre una idea: que hospeden a los senegaleses en el palacio arzobispal. Así se habrá eliminado un problema y los senegaleses mejorarán sus condiciones de vida: vida palaciega  a cuerpo de arzobispo.  Se me ocurre otra idea. Que promuevan a Gabriel Castillo al arzobispado y que trasladen al arzobispo al lugar donde iban a desterrar a Gabriel Castillo. Bastan unos ínfimos cambios para mejorar el mundo. Lo malo es que el mundo no se deja cambiar tan fácilmente.

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Bisonte

BISONTE

El anciano se había abierto paso entre la muralla de hombres que miraban estupefactos la mancha de color almagre en la pared caliza, mientras hacía aspavientos y gritaba, “¿y para qué sirve todo eso?”, parecía preguntar enfadado el anciano arropado con la piel de un antílope. Y el hombre joven volvió a mirar, a la luz oscilante de la antorcha,  la mancha indeleble que acababa de dibujar con la sangre del último bisonte que se había cobrado con su flecha, casi podría jurar, ahora que lo miraba a través de unos ojos visionarios, que se trataba del mismo bisonte que estaba ahí pintado en la pared, el mismo bisonte macho cuyo cráneo había sido clavado en una estaca a la entrada de la cueva, podría jurar que aquel contorno que había trazado aprovechando la fisura de una roca era el mismo bisonte que él había tumbado de un disparo certero antes de que la luna comenzara a menguar, debió haberle atravesado el corazón aquella flecha que había disparado con un sentimiento piadoso, cuando su mirada conectó por un instante con la del animal en peligro, sólo así podía explicarse que sintiera como si la flecha hubiera atravesado su propio corazón al mismo tiempo, no podía contarle aquello al hechicero que ahora volvía a inquirir con rabia por la  mancha movediza en forma de bisonte que empezaba a insinuarse y a latir y a crecer, adentrándose por la pared rugosa, no conseguía encontrar  el hechicero ningún beneficio en aquel garabato que no iba a quitarles el hambre y tras el cual parecía ocultarse una hechicería nueva, no había lengua bastante para decirle todo aquello al hombre más viejo de la tribu, nunca conseguiría  hacerle entender al hechicero que aquel bisonte idéntico al que se le había estado apareciendo en sueños al hombre joven, desde que aquella mirada le lacerara el corazón, estaba atravesando ahora la pared  rupestre sólo para poder ser contemplado de nuevo tal como él lo había visto antes de tensar el arco, palpitante y lleno de poder, sólo para eso había estado exhumando con delicadeza el cadáver envuelto en la propia sangre y lo había trasladado, punto por punto, a la pared, hasta engendrarlo de nuevo en las entrañas de aquella roca propicia, aunque aquellas caricias que había estado haciendo con el dedo en el pelaje almagre del animal le llevasen a no poder disparar otra flecha contra el corazón del bisonte, aunque aquel hermoso ejemplar, ahora ya invulnerable y que parecía huir por las galerías a través de las paredes calizas de la cueva,  acabara arrollando al hechicero.

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Eso era un «eagle»

El anunciado cuento de niñez. Un eagle es un resultado de golf por el que se hace un hoyo en dos golpes menos que el par fijado por el campo. No hace falta saber esto para entender el cuento, que, en si no es más que un pretexto para recordar tiempos felices y sus dificultades, pequeñas para mí, para otros muy grandes. Sin pretensiones. Que os guste.

Eso era un “eagle”

Me gustan las historias en las que no pasa nada; como las vidas que transcurren en silencio: suelen ser felices. Sorprendentemente, esos relatos describen, en un falso sin-querer, montañas de detalles que dan una pista sobre lo más profundo del momento, de la situación o de los personajes. La anécdota podría ocurrir en Algeciras hacia 1950. La política inglesa de las cañoneras del siglo pasado había evolucionado a lo que fue la Segunda Guerra  Mundial y la influencia de los aliados, y especialmente de Inglaterra, se hacía sentir con la presencia del más impresionante buque de guerra, anclado en el sur de la “Península”, como Lord Wellington llamaba a Gibraltar, influencia que se reflejaba más aún en el llamado “Campo de Gibraltar”, que tenía un extraño tratamiento fiscal, algo así como si fuera una zona franca tolerada entre Tarifa hacia Cádiz y Sabinillas hacia Málaga. En ese radio de unos treinta kilómetros la influencia militar no era la más importante, el estilo de vida de los habitantes estaba marcada por esa presencia que, al fin, no había hecho más que prolongar y aumentar la que sembraron los ingenieros que construyeron el ferrocarril Bobadilla – Algeciras, que habían dejado dos maravillosas residencias en Ronda y en la propia Algeciras, los hoy hoteles Reina Victoria y Reina Cristina. Y el Hotel Cristina estaba regentado por Mr. Lieb, un “Gentleman” inglés, y tenía un campo de golf. Conociendo el clima, dudo que aquello se pareciera al arquetipo de un campo de golf que nos ha grabado en la memoria la actualidad. Supongo que debería haber hierba de noviembre a mayo, que además no se segaría, como mucho se rozaría a mano, y en cuanto a la extensión, en su momento de plenitud, no tendría más de cuatro o cinco hoyos. Pero el golf era el mismo, un juego al que podría hacer referencia “La Venganza de Don Mendo” cuando dice aquello de: “Un juego vil y traidor, etc.” (más…)

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Animalario

Como había vuelto otra vez a quedarme solo, fui al animalario que hay cerca de mi casa y le pedí a la dependienta que me aconsejase un nuevo animal de compañía. La mujer que estaba detrás del mostrador era tan esquelética que parecía un animal de feria, con esa mirada lánguida y la cara de cera que se les va poniendo a los vegetarianos. Mi ultimo animal – le contesté, requiriendo a su pregunta- fue un gatito trimesino que yo alimenté con leche de cabra recién preñada. Pero le expliqué que antes había tenido un camaleón que se ponía rojo cuando el día se nublaba y se ponía verde cuando salía el sol, y antes había tenido un perrito de bolsillo que yo iba enseñando por la calle para que la gente me diese conversación, y también le hablé del grillo amaestrado con cuyo arrullo yo recuerdo haberme quedado dormido durante las noches del último invierno, y al invierno aquel hubo de sucederle la primavera, y por aquel entonces yo ya estaba muy alterado y me despertaba tempranito para darle la comida que pedía a trinos el mirlo blanco que yo tenía en una jaula de color amarillo.

Ha hecho bien en ponerme en antecedentes, me contestó la dependienta, yo también he tenido muchos bichos en mi casa durante los últimos años, y dejó caer un catálogo de bichos todavía más extravagante. Como aquella mujer ya empezaba a abrumarme con aquellas extravagancias, le hice un gesto adusto, la mujer me dio a entender que no le gustaban demasiado todos aquellos bichos, y me preguntó, para ir al grano, si todos esos animales de compañía había muerto de muerte natural. Entonces me di cuenta que no sabía muy bien de qué habían muerto todos aquellos bichitos tan queridos. Y me sentí culpable. Nisiquiera había tenido curiosidad por saber de qué habían muerto todos aquellos animales. Tal vez, yo los había ido envenenando con mi género de vida, con el género de vida que les hacía pasar en mi compañía. Tal vez, pensé, yo era la peor compañía posible. Sabiendo que mi interlocutora iba a comprenderme, comencé a contarle la triste historia de la hormiguita que yo tenía metida en una caja cuando estudiaba oposiciones y que yo soltaba de vez en cuando para que comiese pisto por el suelo de la cocina. Pero cuando ya estaba a punto de entrar en los detalles tiernos de aquel accidente doméstico, me interrumpió haciéndome ver que no era necesario tanto alarde de ternura animal y me pidió que le siguiese hasta la trastienda, donde enseguida vislumbré, recortado su perfil al trasluz de un ventanuco, un empleado que estaba escribiendo a maquina con papel de carboncillo. Aunque aquella estancia seguía oliendo a bichos, por más que miraba a todas partes, no conseguía ver ni siquiera una triste cobaya de laboratorio. Así que me costó mucho comprender que el hombre con manguitos y gafas de contable, que estaba como salmodiando encima de una vieja olivetti, era precisamente el animal que yo andaba buscando. (más…)

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