Mes: septiembre 2008

DESAFORISMOS II

Todo hombre sabe en el fondo que su acto más importante tuvo lugar el día de su nacimiento y pasa toda su vida deslumbrado por ese protagonismo inesperado, esperando que llegue el siguiente momento importante. Y lo que más le molesta es saber que no le va a ser posible estar presente en ese segundo acto.
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Con qué seriedad y virtud representamos el papel que hemos elegido para disfrazarnos.
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Entre las infinitas cosas valiosas que pueden contemplarse en este mundo, a menudo el hombre suele elegir la más insignificante: acaba contemplando su propio ombligo.
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Todos tenemos el complejo de Segismundo. Esperamos que nos liberen de la prisión en la que no merecemos estar y que nos traten como al príncipe ignorado que todavía no ha sido descubierto.

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Si el mundo es cada vez más incoloro, más inodoro y más insípido es porque las grandes marcas comerciales han colonizado al fin las calles de nuestras ciudades.

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Una rara justicia: tratamos a los demás de la misma manera que ellos se tratan a sí mismos. Respetamos a los demás en la medida que se respetan a sí mismos. A quienes no se respetan no les podemos conceder respeto. Nos doblegamos en función de la fuerza con el que el otro nos hace inclinar la cerviz.

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El desafío de todo hombre es realizarse eternamente entre cosas caducas, perfeccionarse entre cosas imperfectas, ir volviéndose virtuoso entre hombres defectuosos.

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Uno sólo puede llegar a ser aquello que ya es: la paradoja reside en que para llegar a ser, necesita ser eso que quiere llegar a ser. Por eso lo principal es sentir que ya se es quien se quiere ser. Darse cuenta de que es en el propio presente donde está la llave de los sueños. Traer a presencia eso que todavía no se ha traído porque lo vemos como una lontananza, pero que es algo con lo que ya se cuenta y que tiene que hacerse proximidad.

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El desajuste con los sueños, con aquellos que soñamos en convertirnos viene precisamente de nuestra disconformidad con el presente. No somos lo que soñamos porque en el presente nos sentimos lejos de nuestros sueños; pero todo presente es la materialización y confluencia de muchos proyectos antiguos, el despliegue de un plan y un sueño que en un tiempo pasado albergamos para este presente. Toda nuestra vida se puede ver como la ejecución de un sueño sostenido, vivido y dirigido. Si no lo logramos ver así es porque vivenciamos la vida con absoluta discontinuidad.

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DESAFORISMOS

Si no podemos vislumbrar el paraíso es porque desde donde nos situamos no podemos alcanzar a verlo, es decir, haciendo lo que hacemos no conseguimos fabricarlo.


El infierno somos nosotros


Lo único que se lleva la muerte es aquello que nos hemos guardado y que no hemos podido dárselo al mundo. Todo lo que se da al mundo ha sido robado a la muerte; de esta manera conseguimos rescatarlo del tiempo y lo hacemos eterno. Lo que nosotros robamos a la muerte es nuestra vida. Y puesto que sólo viviendo podemos robarle algo a la muerte, vale la pena que lo que le robemos acabe siendo preciado.


Todo hombre que ha pasado por el mundo merece una novela.


Ver mejor en lo visible para así conocer el significado de lo invisible, esa es la tarea del espíritu.


Me levanto de la siesta con la viva sensación de que el asana más importante del yoga es la figura del durmiente, de que toda la vida es un único y continuado asana que apenas sabemos perfilar.


Somos uno de los espejos en los que se refleja el mundo. Nuestra tarea es no permitir que se deforme el mundo en nuestro propio espejo.


Sobre cómo serán desplazados los dioses verdaderos por otros falsos. Entra dentro de lo previsible y se puede atisbar dentro del panorama que se va dibujando en el futuro, que a fuerza de comer como una máquina (y junto a máquinas comer comida-máquina), de trabajar como una máquina junto a las máquinas fabriles y cibernéticas y de hablar como una máquina junto con máquinas altoparlantes, el hombre mismo acabará transformándose indolentemente en una máquina más, con pensamientos y sentimientos cada vez más maquinales, con una pura vivencia de máquina en un mundo exclusivamente artificial y prefabricado del que será expulsado todo vestigio de vida orgánica, toda presencia de la madre natural; entonces habremos finalmente quedado huérfanos, al mismo tiempo que matando a la madre nos habremos convertido en irresponsables padres engendradores de una progenie de hombres-máquina, el anuncio, el advenimiento de una nueva edad de hombres dioses que se habrán olvidado para siempre de la verdadera divinidad de su naturaleza humana.

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El mar

Describir sentimientos es volver a vivirlos. Es contar batallas con un propósito egoísta, porque no se hace para el placer del lector sino el propio de quien escribe. Ese es el caso de «El Mar», una descripción de muchos momentos vividos a lo largo de unos quince o más años. Momentos de placer, de temor… de triunfo. El poso de esos momentos en el fondo de mi espíritu me hizo pensar que un precioso final para mi vida sería lanzarme al océano y desaparecer, intentar cruzar el atlántico o el pacífico y no llegar. Una idea como esta sólo puede acariciarse cuando uno no cree en la propia desaparición. Si una situación – de las frecuentes en la navegación de altura – te hace acercarte a esa creencia, por lo evidente del momento, el instinto de conservación te hace aferrarte a la vida con uñas y dientes, y el triunfo sobre el problema te reafirma en la seguridad de que, incluso navegando, eres inmortal. En esta historia un hombre solo decide seguir el camino que yo había pensado para mí. Puedo imaginar la soledad de ese navegante que le conduce a un diálogo con el barco y con él mismo y sus sentimientos encontrados… El patrón de la Belle Smith vive todos los estados de ánimo posibles, y cuando un triunfo parcial corona parte de su aventura una explosión de vitalidad llena el momento.

Los que no hayan navegado encontrarán difícil seguir los pensamientos del héroe  solitario de esta historia, tal vez éste no es un cuento para «no navegantes». Los que deseen un nudo gordiano no lo encontrarán aquí,  deberán buscarlo dentro de ellos o tan vez en lo que llena los espacios entre líneas que allí he dejado sin querer, porque precisamente allí puede que esté una parte del navegante que todos llevamos dentro.

 

El Mar (o Cómo llegué a Cabo Verde)

1

Tengo que admitir que una vez pensé en el suicidio. Es duro para un hombre llegar al final de su vida solo. Los días transcurren sin objeto y la sensación más profunda es la de la propia inutilidad.

Es posible que ese sea el destino natural de los marinos; siempre viajando, nunca tienen tiempo suficiente para establecer una familia. Si lo hacen, normalmente es un fracaso: Dicen que los dos meses al año que se pasan en puerto no bastan para dejar de ser un extraño en el propio hogar. Si por cualquier motivo el reposo se alarga un poco, creo que la familia y el marino están deseando vivir el día en el que el crujido de la lona tendida al viento anuncie una nueva ausencia de varios meses. Los barcos en que navegué habían comenzado transportando té, pero, en los últimos tiempos la compañía ganaba más dinero con el transporte de chinos a San Francisco, de modo tal que, más de una vez, los fardos de té verde se quedaron en el puerto mientras los chinos se hacinaban en la bodega ocupando su sitio. Y arribábamos a California en vez de a Rhode Island: esto suponía otro año sin volver a casa.

Extraño en mi casa: Nunca quise sentirme así. Nunca formé familia. Ahora es demasiado tarde. Las mujeres de mi edad ya no son mujeres y las jóvenes me parecen tan lejanas como los mares del sur, de los que he oído contar mil veces que allí está el paraíso… y el infierno. O sea que, solo, con 58 años, que tenía cuando comenzó esta historia, retirado de la ruta de los Clippers por el vapor y un poco por propia voluntad, sentía más la llamada del mar que la de los hombres y, entre envejecer en una comunidad que pronto me despreciaría y unas nupcias totales con el mar, la segunda opción me parecía la más atractiva.

No, no. Ciertamente no estaba del mejor de los humores, la vida sin el mar me pesaba y no me sentía con la fuerza suficiente para emprender otra en tierra.

Cuando el 27 de Junio de 1898 el viejo loco Slocum llegó a Newport presumiendo de haber dado la vuelta al mundo usando su nariz como único instrumento de navegación fiable, me dio la excusa que necesitaba. Me señaló el camino que debía seguir para que mi huida se hiciera realidad. Una dulce desaparición sin testigos, un abrazo con mi otro mundo en medio de la violencia desatada de su manifestación más hermosa. Así veía al temporal desde tierra: una llamada. Los días transcurrían lentos, el tiempo había dejado de tener significación para mí, en una locura más grave por su falta de manifestaciones externas, la idea de escoger el como y el cuando me parecía el único consuelo a mi soledad.

En el viejo astillero pequeño y abandonado de Conanicut había un pecio de goleta que estuvo aparejado como sloop. Retirado como yo mismo. Tal vez por las mismas razones: sentirse sólo e inútil. Quién no cree que los barcos tienen memoria, entendimiento, y voluntad, es que no ha establecido nunca esa relación íntima que se da entre patrón y nave, en la que se cuentan sus secretos y exigen, ambos, sin duda, el cumplimiento de sus caprichos.

Imité al loco Joshua y lo compré.

Verdad que no recuerdo como se llamaba. Los días, los meses, adquirieron significado. Reparé su casco de madera de roble con mimo; inspeccioné pulgada a pulgada y barnicé su mástil; renové su aparejo completamente y, cuando todo estuvo terminado, casi cuatro años más tarde, al fin le puse nombre: «Belle Smith», en homenaje a todas las bellas desconocidas que habían aliviado las penalidades de mi vida de marino en la ruta oeste del té.

Pero eso son historias viejas. En los días de los que comienzo este relato tenía ya sesenta y dos años y esperaba que toda mi necesidad de contacto femenino quedara satisfecha por la «Belle Smith». Si no, peor para mí.

La «Belle Smith», reluciente, mecía su casco de goleta en el puerto de Newport y su alto mástil de sloop giraba apuntando al cielo como si hubiera contado las estrellas de noche y de día quisiera enseñarme cómo se hacía.

Había hecho todos los preparativos con calma, sabiendo que en el mar no hay oportunidad para los poco previsores. Repasé cada pulgada del barco, estudié con ayuda de la experiencia mía y con la que saqué de las historias de Joshua, el aprovisionamiento. Completé todo: un gran depósito de agua con algo de lejía, keroseno, conservas diversas, patatas, limones, todas las demás cosas normales y añadí un saco de nueces, un barrilito de miel de los bosques de Providence y una carabina Remintong Tiger del 45 con doscientos cartuchos. Cartas, todas las que pude conseguir. Brújulas tres. Sextantes tres. Whisky, 4 cajas del Mississippi, cuyo sabor, en tierra, me recuerda al olor de los capotes embreados en el mar. Vientos: todos los del mundo. Seres vivos… algo que fuera poco exigente en agua. Esperaba no llevar ratas a bordo. Poco exigente en agua: una planta exótica de los Estados del sur: un cactus.

Y un día, el 19 de Septiembre de 1902, sin despedirme de nadie, pues nadie me echaría en falta y mi desaparición calmaría los celos del viejo Joshua, o los excitaría más… ese día, cuando la noche pretendía acabarse, solté amarras.

Mientras negociaba la salida del puerto me reía pensando en que el loco Slocum creería que intentaba hacerle sombra, cuando mi pensamiento nunca fue volver. Me sentía atraído por las islas del Pacífico Sur como si fueran jóvenes mujeres, por todo lo que se oía de ellas, y más aun porque me parecía un camino demasiado largo para que lograra recorrerlo. Lo suficientemente largo como para servir para celebrar mi unión absoluta con el mar.

¿Sur o sureste? Nunca me cayó bien el cabo de Hornos, y menos de Este a Oeste, además soplaba una brisa de 10 o 12 nudos casi del Oeste así que le di mi aleta de estribor y, sin saber muy bien a donde me llevaría ese rumbo lo fijé con el piloto de viento. Anoté en el cuaderno de Bitácora «20 de Septiembre 500, rumbo 130», y me fui a dormir. (más…)

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Avances en neurología

Campos magnéticos y responsabilidad

Estos días los avances en neurología están propiciando una conciencia borrosa de la naturaleza -por otra parte inexplicable – del hombre. No se trata de algo novedoso, el funcionalismo o mecanicismo, el considerar el ente animal como un conjunto de complicados mecanismos, tuvo una gran difusión ya en el XVII y nos dejó una bonita colección de dibujos en los que se interpreta así el cuerpo humano: engranajes, bielas y poleas. Este intento de explicar la carne como metal tiene un paralelismo con la subterránea conciencia creada acerca de la no trascendencia del ser humano. Parece que la ciencia más tarde o más temprano lo explicará todo: ¿Los sentimientos también? ¿Sólo una combinación de sustancias químicas identificables será capaz de explicar el heroísmo, el amor, la poesía…?

Es aquello de conocer perfectamente el mecanismo del reloj y no saber la hora.

El hombre es un ser cuya corporalidad no puede ser obviada pero que es finita, se acaba.

Reducir el hombre a su cuerpo es un insulto porque todos los pensamientos que surgen de cualquier modesta inteligencia componen un mundo, de algún modo imperecedero, independiente del cuerpo que se marchita y devuelve su mota de polvo al universo.

Se podrá manipular el cuerpo, se le podrá hacer sentir tanto placer, dolor o desconcierto cuanto imaginen e investiguen los científicos: también se puede poner arena en los frágiles engranajes del reloj, pero el sueño de libertad del común de los mortales, sentido en la química del cuerpo, siempre tendrá esa sustancialidad inalcanzable de los sueños.

Pueden los cuerpos de los predicadores gritar que los cuerpos son responsables de las consecuencias de sus actos. U otros predicadores susurrar que cuando se acaba la biología se acaba todo. Todos quieren explicar todo y ninguno osa enfrentarse al absurdo.

El absurdo es muchas veces el camino hacia la verdad: el cuerpo del hombre se sueña libre cuando está absoluta y heterónomamente determinado. Que un ser finito y condicionado, y por demás contingente, se sueñe eterno, feliz y libre es absurdo, como es absurdo intentar comprenderlo. Y ese es el comienzo de un camino que sólo tiene su fin fuera del cuerpo. Después de la biología tampoco habrá filósofos.

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