Mes: enero 2013

POETAS 1. César Vallejo II (Los heraldos negros)

Antes de revolucionar el panorama de la poesía hispana con «Trilce» (1923) y de trasladarse a Europa para acabar muriendo en París en 1938, César Vallejo va a publicar en Lima, todavía bajo la influencia modernista, un primer libro titulado «Los heraldos negros», que data de 1918, alguno de cuyos poemas se seleccionan aquí. César Abraham Vallejo había nacido como hijo menor de una familia de doce hermanos, el 16 de marzo de 1892, en Santiago de Chuco, gran población de la cordillera peruana. Estudiante aventajado durante los primeros años, se traslada a Trujillo en 1910 para estudiar Filosofía, que pronto abandona para conocer de primera mano las condiciones de vida de los trabajadores de las minas de Quiruvilca, experiencia que más tarde iba a dejar impronta en su novela «El tungsteno». Tras un breve periodo de estudios de medicina en la Universidad de Lima durante 1911, regresa a Trujillo para trabajar como ayudante de cajero en la Hacienda azucarera «Roma», experiencia de la que saldrá marcado de por vida, en palabras de su mujer Georgette Vallejo, tras contemplar como «4000 peones se extenuan hasta el sol poniente, con un puñado de arroz por alimento, cobardamente retenidos por el alcohol que, dominicalmente y a sabiendas, se les vende a crédito». En 1913 regresa a Trujillo para continuar sus estudios universitarios, que consigue costear al compatibilizarlos con un trabajo de profesor en un colegio. Tras graduarse con su tesis «El romanticismo en la poesía española», comienza a frecuentar los círculos intelectuales de la ciudad y a escribir sus primeros versos. En 1918 se muda a Lima donde comienza a colaborar con la publicación de poemas en diversos periódicos y revistas, a la vez que consigue un puesto de director en un colegio, del que más tarde será cesado al ser descubierta la relación que mantiene con Otilia Villanueva, muchacha de quince años y cuñada de uno de sus colegas, que más tarde inspirará algun poema de su libro «Trilce». 1918 será también el año en que muere la madre del poeta y en el que da a la imprenta los poemas que componen «Los heraldos negros», que habrán de esperar al año siguiente para su publicación definitiva.

Aunque todavía no se había liberado del ropaje y de los símbolos del modernismo, se pueden ya atisbar en los poemas de este primer libro los rasgos y obsesiones que estarán presentes en  el Vallejo posterior: la pugna entre los ideales humanos y la realidad cotidiana -que alentará una posterior preocupación social-, el desamparo del hombre y su solidaridad con él, la hondura metafísica que inquiere de un modo perplejo por el destino último del hombre, su obsesión por la muerte y su defensa de la vida, un tono que va de la tristeza más honda a la alegría más extrema, y su gusto por los giros coloquiales, por los ambientes indígenas y de evocación familiar, y una inclinación ya patente a romper con los convencionalismos del lenguaje y con la lógica de la razón. Llama la atención en este libro, más que el recurso a una mitología y a unos símbolos prestados, el abundante uso de imágenes y metáforas religiosas, que al fin no hacen otra cosa que dar voz al diálogo entre el hombre y Dios, haciendo intervenir a Cristo como una figura intermedia que logra salvar el abismo entre ambos mundos, y que se convierte en clave alegórica que da sentido al absurdo de un mundo huérfano de Dios. Puesto que Dios no es capaz de sofocar el dolor que agobia a la humanidad, a través de la compasión por sus semejantes el hombre logra desempeñar el papel del que Dios parece haber abdicado. El principal cargo del que acusa Vallejo a Dios -«yo te señalo con el dedo deicida»- es haber desertado del mundo. El hombre acusa el desvalimiento en que le deja Dios -«yo nací un día en que Dios estaba enfermo»-, y esa misma falta de providencia abre la puerta del mundo a la presencia del absurdo y a la victoria de la muerte. Pero el Dios que asoma en las páginas de «Los heraldos negros» es un Dios todavía bifronte y que conserva un rostro humano al que se puede consagrar Vallejo: es ese Dios que a fuerza de amar se duele de cuantos males asedian al hombre ( «yo te consagro, Dios… porque siempre debe dolerte mucho el corazón»). Dios sólo valdrá para Vallejo como cifra de todo el amor que da sentido al hombre, pero  ya no será el Dios sordo a los quejidos de esta tierra, sino el Dios ultramundano que garantiza la gran unidad metafísica, aquello que es «uno para todos, un latido único de corazón, un solo ritmo», algo que va más allá de toda razón y que sólo podría «experienciarse» tras haber rasgado el velo de la muerte. El amor verdadero no es aquel que «todavía es una tumba con sexo de mujer que atrae al hombre», sino el del «tálamo eterno» que da satisfacción al ansia de amor universal. Si el hombre siente que no maneja su destino  es porque hay una toma de conciencia de que la tumba es el destino que nos aguarda (todavía con reminiscencias de la tumba dariniana que «aguarda con sus fúnebres ramos»). Y contra este sinsentido que hace vana la vida no parece haber para Vallejo más contraveneno que el del amor, único poder capaz de torcer el destino del hombre y otorgarle la verdadera ley que alumbra su libertad. Se advierte así en esta primera poesía de  Vallejo un aliento prometéico. En un mundo que se caracteriza por truncar cualquier brote de esperanza y de promesa, el amor humano se convierte en algo pecaminoso que llega a infringir lo que se ha constituido en norma y ley: la carencia de amor. No puede transformarse el amor del hombre en algo sagrado y puro -un ansia de pureza total late en los poemas amorosos más profanos de este libro- mientras no se haya instaurado su reino en este mundo. La falta de esta prueba del amor de Dios por su creación hace que toda manifestación de amor en el hombre se vuelva una profanación, una herejía, una blasfemia, una rebeldía prometeica y una prueba de la propia ausencia de Dios. El Prometeo de Vallejo no será el semidios castigado por haber hurtado el fuego a los dioses, sino por haber dotado al hombre de una capacidad de amor y de piedad inconcebible para Dios. Al hombre le es dado poseer  lo que a Dios más le falta. Es en este contexto donde cobra relieve la figura de Jesús como nuevo Prometeo, y en donde aparecen el ágape y el ayuno como símbolos cristianos que ponen en entredicho la comunión universal de las almas. El desayuno y el almuerzo como contrapartidas simbólicas del gran ayuno y orfandad en que dios ha dejado postrado al hombre, en esta tierra que no es sino un valle de lágrimas, «un dado roído y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura». Pero también aparece la muerte como metáfora de la gran unidad metafísica que resuelve el anhelo y la angustia existencial en amorosa compenetración de todas las almas: «dulce es la tumba… donde todos se unen en una cita universal de amor». Se nota aquí, en algunos poemas que son como plegarias con intención paródica o de enmienda, que el posterior compromiso social de Vallejo arranca de una raíz metafísica. Todo hombre, por el hecho de haber venido al mundo, está usurpando el lugar que corresponde a otro -«yo vine a darme lo que estuvo asignado para otro»-. Así es como para Vallejo la vivencia en esta tierra exige en el hombre una responsable convivencia que atienda a la miseria del hombre, a retribuir al hombre lo que le ha sido usurpado o robado por otro hombre. La desigual condición humana sólo puede ser compensada por el afán de compartir un destino común y por el anhelo de fraternidad universal, de amor por los desherados de la tierra y por los que no almuerzan nunca, todo ello matizado por el dolor de vivir en una gran víspera que no llega a culminarse en la fiesta prometida; anhelo por recobrar el paraiso perdido que años más tarde se convertirá  en hambre de utopía: «quisiera yo tocar todas las puertas,/y suplicar a no sé quién, perdón,/y hacerle pedacitos de pan fresco/aquí, en el horno de mi corazón».

*****

LOS HERALDOS NEGROS

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!

Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombre nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

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