¿De qué sirven los recuerdos?

Realmente, si hemos de morir y los recuerdos con nosotros, ¿Para que sirven?

¿Quién recordará mis recuerdos?

Claro que “recuerdos” es un termino confuso, o mejor, demasiado amplio. Hay memorias que podríamos llamar “animales”. Son la acumulación de las experiencias que nos sirven para saber qué ha sido bueno y qué ha sido malo para nuestra personal supervivencia: Dónde está la comida, incluso qué es comida y que es veneno. Qué nos ha producido placer y qué dolor. Los animales superiores disponen de esta clase de memoria, imprescindible para la supervivencia inmediata. Evidentemente estos recuerdos tienen una utilidad innegable.

Hay una segunda clase de recuerdos que sirven para la conservación de la especie. En un sentido amplio son los recuerdos políticos. También los animales superiores y otros inferiores disponen de esta ciencia. Y estos recuerdos, deben ser mucho más importantes, porque la naturaleza, o el demiurgo que la controla, ha dispuesto que se transmitan de un modo mecánico, mucho más fiable que la palabra escrita. Así las abejas, sin ir a ninguna universidad, saben construir panales, libar las flores, defender la colmena con sus aguijones.

Es curioso que esta transmisión matemática o geométrica haya sido negada al hombre que, en cambio, posee el poder de la reflexión: Yo no sé lo que sabían mis ancestros, ni siquiera sé ya lo que supe una vez. El olvido, que es otra forma de recuerdo, el no-recuerdo, el negativo que es uno con todo lo positivo, puede ser también una herramienta de supervivencia: tal vez no seríamos capaces de sobrevivir a la acumulación vívida de todos los dolores experimentados.

Puede que el demiurgo lo haya dispuesto así para que podamos usar, poseer, la libertad. Si no sabemos exactamente que hacer, tenemos que elegir. Grandeza y miseria juntas. Ignorancia y libertad en un extraño binomio. Otro asunto es el condicionamiento de la elección: ¿Condicionan los recuerdos nuestra respuesta?

Desde el siglo de las luces parecemos empeñados en que cada uno sepa más. La sociedad lo necesita para progresar. Pero ese aprendizaje es frustrante porque ya no hay cabeza en la que quepa todo lo que se puede saber. Y además, olvidamos indiscriminadamente. Peor, cuanto mayor es el nivel de lo potencialmente recordable más fácilmente se olvida. Horas de esfuerzo en la juventud para adquirir un saber acaban en la conciencia de que una vez supimos algo y ahora no sabemos nada.

El recuerdo político es deleznable: se nos desgasta según lo usamos, como los nombres de la “Filosofía del espíritu” de Hegel, pero ese desgastarse no produce algo de naturaleza superior. ¿O si?

Por último hay otra clase de recuerdos. Son aquellos que han dejado los sentimientos, que, a su vez, son también sentimientos en sí. Estos son los absolutamente inútiles. No sólo no valen para conservar nuestra vida animal sino que a veces la destruyen. No valen para construir una sociedad más estable. Pero quizás son los recuerdos más auténticos, los más humanos. Una parte de la vertiente estética del espíritu; los que dan su color definitivo al “gnoseyon”, ese plano inclinado virtual sobre el que caen los recuerdos y por el que se deslizan camino del olvido, dejando tras su viscosidad colores iridiscentes cuyo reflejo es la conciencia de nuestra individualidad pensante.

Esos “recuerdos de sentimientos” tienen vocación de eternidad. Quieren vivir sin el recordante, sin memoria. Y de este deseo de pervivencia nace el arte: un grito desgarrado que se deshace de la voz que lo profiere, que quiere transmitir sin límites, para el que el genio sólo lo fue un momento y desapareció.

Esta vibración tiene sus armónicos, los exabruptos de los no-genios, a los que la belleza de todo tiempo y todo lugar les está vedada. Menores. Pero entrañables.

Valdría la pena que todos diéramos libertad a esas partes de nos, que nos parecen hijos pero no son sino un eco de una realidad más profunda en la que nuestra identidad adquiere su verdadera importancia, es decir ninguna.

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