Categoría: Cuentos de P. hablador

EL ALDABONAZO

(Para Ana Lucas –profesora titular de Historia de Estética-)

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La muerte de cada uno de nosotros es un aldabonazo para alguien. Pero no a todos nos alerta por igual el trallazo de esa aldaba. A diferencia de otro tipo de aldabonazos, el de la muerte siempre nos sorprende dormitando. La muerte siempre logra esa ruptura de nivel. Si quien se muere es un amigo, el aldabonazo es insistente y acaba despertándonos tarde o temprano. No digamos si es un familiar ya anciano con el que estábamos viviendo la crónica de una muerte anunciada. De vez en cuando, ocurre que alguien nos anuncia la muerte de una persona a la que vagamente conocíamos. La noticia siempre nos sorprende, pero no siempre nos conmueve. Unas veces, apenas le dedicamos un leve pensamiento de condolencia al muerto y retornamos a nuestros quehaceres cotidianos. Pero otras veces quedamos afectados hasta la médula por esa noticia, aunque ni siquiera habíamos tratado a la persona que hasta hace un rato todavía estaba viva. ¿Quién dice que los muertos no se comunican con los vivos? Los muertos también eligen las personas a las que van a comunicar su muerte, igual que eligieron a quienes quisieron comunicar en vida cada uno de sus avatares. Y a cada uno de nosotros manda su propio mensajero para comunicar su muerte. Y para cada uno de nosotros tiene también destinados un canal y un mensaje distinto. Porque la vida parece tener un sentido que no se agota con la muerte, sino que más bien se prolonga y se completa más allá de ella misma. ¿Quién puede determinar qué sentido tiene la vida de cada cuál? Sobre el sentido y el alcance que tiene la vida de cada cuál tenemos una visión demasiado miope y distorsionada. Demasiado apegada al ego para que se pueda obtener alguna amplitud de miras. Pero lo que parece que va a estrechar y cerrar el círculo definitivamente –la muerte, el acabamiento de una vida- acaba ampliándolo en ondas concéntricas que se extienden sin fin. La noticia de la muerte de una persona no puede tener la misma repercusión para todos, porque no todos recibimos esa noticia de la misma manera, ni con el mismo estado de ánimo. Lo detonante no es la noticia en sí, sino el conducto por el que nos ha llegado. El mismo fallecimiento es visto por cada uno desde distintas perspectivas. La misma necrológica puede estar colocada para cada uno de nosotros en la primera página de periódico u ocupar un lugar anónimo dentro de una larga lista de nombres que nunca vamos a leer. Todo es una cuestión de oportunidad. Cada aldabonazo nos va sorprender en somnolencia, pero, por algún motivo, a unos ese aldabonazo les va a sorprender en el trance de un sueño ligero, o bien desvelados por algún motivo azaroso. Ese es el primer paso, oír el aldabonazo en algún lugar fronterizo al sueño, pero rozando ya la vigilia. Puede ser incluso un tenue aldabonazo, pues la mano no deja caer la aldaba por igual en cada una de las puertas a las que acude; no tiene la misma intensidad su golpe ni nosotros prestamos oídos siempre en el mismo estado de alerta. Podemos oír el aldabonazo y tranquilizar nuestra conciencia diciéndonos que eso no ha sido nada, o que ha sido el viento, o incluso podemos confesarnos el miedo y no abrir la puerta a esa hora intempestiva –siempre la muerte tiene algo de intempestiva- y volvernos a dormir. O levantarnos y acudir a la llamada para abrir la puerta. Y desde que se ha ido a abrir la puerta ya ha penetrado la intemperie en casa, se ha abierto un pasadizo, un nuevo paisaje nos reclama tal vez para helarnos la sangre. Hermes está ahí, detenido en el umbral para darnos la noticia y lo que vemos tras su sombra en esa hora fría e intempestiva, todavía con los restos del sueño flotando en los párpados entreabiertos, es algo que depende de nosotros, de nuestra libre interpretación y sensibilidad. Se puede ignorar un aldabonazo haciéndonos el dormido, pero no es posible ignorarlo una vez que se ha abierto la puerta.

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