Mes: septiembre 2007

El reloj

El mundo es un reloj. Todos los hombres viven en él. Es un reloj de sobremesa. Sobre su base se levantan cuatro columnas ligeramente abombadas, entre las cuales cuelga su complicada maquinaria. Más arriba hay un copete de madera con incrustaciones de bronce y marfil. El reloj bien pudiera ser de otro modo muy distinto, pues la descripción sucinta que he dado pertenece a la imaginación de alguno de sus habitantes.

Es verdad que en la misma habitación, aunque lejos, hay un espejo pero, como se trata de una habitación aparentemente abandonada, está lleno de polvo, y, además, no ha sido colocado allí para que los hombres se vean y tampoco es fácil ver allí un reflejo del reloj.

Desde las generaciones de las generaciones los hombres han sentido una curiosidad profunda acerca del reloj, se han esforzado por saber como era, y algún loco se ha preguntado incluso por qué era. Sólo una cosa ha estado siempre clara: la misión de los hombres es, llamémoslo así, dar cuerda al reloj.

Por esa curiosidad y por una extraña propiedad o virtud de los hombres llamada razón, algunos de ellos han dedicado todos sus esfuerzos a otra cosa, a la que llaman “conocer el reloj”, y a éste conocimiento le han llamado sabiduría. Así unos han trepado por las columnas y otros se han descolgado hacia la base. Cada generación lograba llegar un poco más alto, o algo más abajo. Los que subían tuvieron más éxito, de modo que en un momento de su historia un genio llegó a entrar en la maquinaria.

Otros hombres, con su inteligencia, mejoraron el sistema de dar cuerda, de modo que el trabajo cada vez fue más fácil, o, al menos, menos penoso.

De entre todos los hombres algunos, aparentemente enloquecidos, se empeñaban en preguntarse el por qué de sus vidas, el por qué del reloj, y esforzaban sus vistas, en un empeño imposible, tratando de atravesar la habitación, para ver en el sucio espejo algo de la realidad.

El sonido monótono del péndulo ha ido marcando las vidas de los pueblos que han vivido en el reloj. El ruido ensordecedor con que las campanadas han subrayado algunos hechos importantísimos en la vida del reloj, ha quedado grabado en las conciencias de los hombres, pero nadie ha respondido a la pregunta: ¿Por qué un reloj?

Y otro genio descubrió que la maquinaria estaba compuesta por engranajes. Y otro genio llegó a contar los dientes de cada uno. Y otro genio, el más genio de todos hasta la fecha, aventuró que tal vez se trataba de algo que medía algo, pero: ¿Qué es una medida? Y le olvidaron. Y otros exploradores tomaron muestra de los engranajes y llegaron a saber de qué estaban hechos. Y calcularon el peso y las dimensiones de la maquinaria. Incluso llegaron a desarrollar un modelo matemático de su funcionamiento. Y así ha pasado la historia, hasta hoy, sin que nadie sepa la hora en que vive.

Ni los científicos se han aproximado a saber qué hora es, ni llegarán nunca a saberlo, porque buscan otra cosa. Ni los filósofos, perdidos en la discusión de cómo debe mirarse, han logrado verla en el espejo polvoriento que hay más allá del vacío insalvable de la habitación abandonada.

¿Aparecerá alguna vez el dueño de la casa?

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El silencio del poeta

De entre los muchos libros de Borges yo me quedo con el “hacedor” y dentro de este libro hay una parábola que a mí me gusta mucho y en la que suelo pensar a menudo, cuando intento definir ante mis ojos la verdadera esencia del arte. La parábola o cuento trata de un emperador amarillo que invita a un poeta a su palacio. El palacio es tan espléndido y está tan abigarrado de innumerables objetos y adornos que casi se asimila al universo. Cuando el poeta ya casi está acabando de presenciar todas las interminables maravillas de las que está dotado el palacio, recita una composición y el palacio desaparece “como abolido o fulminado por la última silaba”. El emperador, ciego de ira ante el rapto de su palacio, ordena que corten la cabeza del poeta. El texto recitado por el poeta se ha perdido, concluye Borges, pero en él estaba entero y minucioso el palacio enorme, a pesar de que tal vez constase de un solo verso, o acaso una sola palabra. Pero en el mundo no puede haber dos cosas iguales, “bastó que el poeta recitase sus versos para que el palacio desapareciese”. “La composición cayó en el olvido pero sus descendientes buscan aún la palabra del universo”, acaba informándonos Borges.

Sabemos con inquietud que los descendientes siguen buscando, por eso escribe Borges este texto, porque el propio Borges los ha visto buscando, porque tal vez el propio Borges sea uno de esos descendientes. Esto justifica la presente parábola sobre la que ahora me pongo yo a hacer cábalas. Puesto que los descendientes buscan todavía esta palabra que ya nadie conoce, el texto aún sigue abierto. Todos los textos de Borges están así de abiertos, porque parecen custodiar un enigma que hay que tratar de descifrar. Pero este descifrado es más una inacabable tarea que un premio. Mientras el enigma continúe sin descifrar, el texto sigue siendo repetido. Tal vez el enigma estriba en que el texto está incompleto o mal transcrito. Bastaría añadirle unas pocas palabras o transmutar el orden de las palabras contenidas para que el enigma se revele y pueda ya por fin abandonarse la lectura del texto. Pero mientras esto no sucede, uno continúa dándole vueltas a los textos de Borges. Y esto es lo que ocurre con esta parábola, que a poco que se ahonde en ella, empiezan a barajarse distintas interpretaciones, a entrecruzarse nuevas lecturas, uno tiene ganas de completar el texto, de añadirle sus propias palabras, de prolongarlo en puntos suspensivos y acaba cayendo en la tentación de contar la parábola dándole otro sesgo. Esta es una de las muestras por las que un texto se reconoce como una obra de arte. El texto se ha vuelto inagotable y, a la vez que se hace memorable, también se hace huidizo y olvidable, porque empezamos a agregarle con la imaginación y dentro del recuerdo aspectos que no se encontraban en el texto, nuevas ideas que nos ha ido sugiriendo a lo largo de los años y que se las vamos incorporando nosotros. Es el don que nos entregan  los grandes creadores: además de entregarnos la mirada con la que miramos el mundo, nos permiten también a nosotros estar a su altura y convertirnos en autores con más o menos fortuna. Seguramente por eso le gustaba insistir tanto a Borges que la buena literatura es una obra colectiva y es hija de la tradición. El artista, el poeta no es más que un médium que ha conectado con el espíritu del pueblo o de la humanidad y lo transmite, pero puesto que ha accedido a algo que nos es esencial, es ya algo que está insito en el corazón de todos los hombres y es reconocido como algo colectivo, es decir, como una obra espiritual de la que siempre es posible extraer nuevas enseñanzas y que nos sirve de guía porque ilumina y marca un camino siempre nuevo y distinto, una metáfora palpitante en cuyas distintas facetas se van reflejando las distintas generaciones que lo van leyendo. El texto, se hace inagotable, abierto, nunca es posible fijarlo de una vez por todas, lo que garantiza que siempre se va a hablar de él, siempre se va a tener presente, y esto ocurre porque de alguna manera lo llevamos con nosotros, de alguna manera lo hemos escrito nosotros también, de alguna manera lo queremos rescribir o, al menos, nos hubiera gustado haberlo escrito.

Esto es lo que me ocurre con este texto de Borges. Que quisiera  haberlo escrito. Cada lectura es de, alguna manera, una forma de escritura. Con cada interpretación que suscita, se vuelve a rescribir el texto. A diferencia de los malos textos, siempre está mudando, nunca nos parece el mismo. Por eso los buenos textos están vivos y sugieren la idea de una inmortalidad literaria. Yo voy a intentar insuflarle un poco de vida a esta parábola añadiendo mi interpretación en forma de apostilla.

Tal como yo lo veo, el emperador ha mandado traer al poeta porque necesita su canto. El emperador necesita que el poeta haga un canto de alabanza, un panegírico. Necesita certificar la excelsitud de su imperio. No se puede fiar ni de sus edecanes ni de sus chambelanes porque sabe que éstos le pueden engañar, no dirán más que aquello que él espera que digan, pero, sobre todo, necesita el dictamen del poeta porque sabe  que en el fondo es el único que entiende sobre belleza. El único que puede apreciar su palacio. Pero el poeta no entiende de esas bellezas con las que se recrea el emperador. El poeta está atento a otro tipo de belleza, persigue el son de una armonía distinta, mora en otro reino ajeno a aquel en el que el emperador ha edificado su palacio. El poeta sólo sabe de las cosas del mundo espiritual y si acaso sabe de las cosas mundanas es porque las puede comparar con las cosas de ese otro mundo en el que le gusta indagar, en el que a veces sumerge su mirada. En realidad es posible ver la parábola como un intento de tentación diabólica, en el mejor sentido evangélico. El emperador es un demonio que intentar ganarlo para su mundo. Intenta comprarle su alma. “Todo lo que contemplas podrá ser tuyo”, parece susurrarle diabólicamente el emperador al poeta. Si lo acoge en su canto, el poeta será acogido en su reino. En el tendrá su lugar sacrosanto. No tiene más que sonreír lisonjeramente y hacer bien su trabajo con el recitado de una composición. El emperador no duda que lo hará. Está acostumbrado a que quienes le rodean muevan la cabeza afirmativamente y sonrían. Porque todos trabajan para él. Pero el poeta no. El poeta ni siquiera es un trabajador y si su obra se puede considerar un trabajo, difícilmente encuentra acomodo en un mercado. El emperador espera. El poeta vacila. Está entre dos mundos. Pero conoce el valor del otro, del que los demás apenas sospechan nada. El poeta decide no hablar, pues sabe que sus palabras no encontrarían eco entre los exornados muros del palacio. Pero puede realizar un gesto. Mira en su entorno y ve que todos mueven la cabeza afirmativamente y sonríen. El poeta en cambio ya no vacila, mueve la cabeza negativamente y se echa a llorar. Por supuesto, ese llanto demasiado ostentoso, en un momento de celebraciones, le cuesta al poeta su cabeza. Pero cabe aún otra conjetura para este silencio del poeta. El poeta sabe que callar es la única manera de que no se le interprete mal y de que pueda salvar así su cabeza. El poeta baja la cabeza y calla. Pero ahora habría que preguntarse porqué calla el poeta. Tal como yo lo veo, el poeta ha visto algo que los demás no habían tenido el valor de ver. El poeta ha adivinado que el emperador le ha tendido una trampa. Que el palacio sólo puede resplandecer de verdad cuando tenga ya lo único que le falta: el canto aprobatorio del poeta. En ese momento el emperador habrá completado su colección de falsos esplendores y su reino se habrá consumado. El poeta lo sabe y calla. El poeta cierra los ojos y vuelve la espalda al reino. Pero al cerrar los ojos y volver la espalda, se ha encontrado con el reino en que habitualmente suele morar, en él está todo lo que acaba de contemplar, pero concebido y ordenado de otra forma. El emperador entonces descubre la verdad, descubre que su reino es perecedero, que está ya atacado por la destrucción y la muerte; él mismo no podría librarse de este deterioro, tiene envidia del palacio del poeta, invisible y perenne, y para que nadie más lo vea, para impedir que al poeta le salgan descendientes que se acuerden del palacio, le da muerte allí mismo, y ordena también la muerte de todos aquellos que han presenciado la ofensa cometida contra el emperador. Sólo así podrá evitar futuras sediciones. Pero el silencio del poeta continúa resonando, es un silencio que consume todo cuanto toca, el emperador lo oye y sabe que mientras el silencio del poeta siga sonando ningún reino está a salvo de la ruina. Siempre habrá poetas rebeldes que le den la espalda. Pero para despistar a futuros sedicentes, el emperador hace correr la voz de que fueron las palabras del poeta, y no su gesto de renuncia, lo que trajo su ruina y la de su palacio. Así logra que sus descendientes se pongan a buscar la palabra del universo por el lado equivocado. Sus descendientes hurgan en la música de las palabras, olvidando que existe un armonioso lenguaje hecho de gestos, con más poder que las mismas palabras. Ignoran que es, precisamente, en el olvido de estas palabras que sus descendientes buscan donde se halla la solución al enigma.

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Si has servido…

                       Si has servido
                        para pagar el precio, en dolor,
                        de un minuto.
                        Si tu ausencia llenó,
                        aunque de vacío,
                        un instante.
                        Si tu desamor inspiró,
                        en la tristeza,
                        un verso…
                        Has sido cincel,
                        has sido fuego,
                        has esculpido
                        y purificaste mi alma:
                        Te bendigo.

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La nota pura

La nota pura
 

Natalia estudió música. ¡Qué envidia! Debo preguntarle por la nota pura.

Somos como instrumentos. Nuestro pensamiento es nuestra voz: lleno de matices armónicos a veces indeseables.

Meditación Zen: si fuéramos capaces de concentrar nuestra atención en un solo objeto durante 10 segundos nos convertiríamos en el objeto. Los accidentes serían los mismos, lo que otro observador vería de nosotros no habría cambiado, pero nuestra sustancia sería la del objeto meditado. O, tal vez, el objeto se habría convertido en nosotros. Eso es Posesión, pertenencia absoluta.

La nota pura iguala a todos los sonidos, les resta el timbre. El silencio de nuestro pensamiento es nuestra nota pura. No hay pensamiento sin eco, sin armónicos, sin el sonido de otros, sin disquisición. Sólo tras la muerte el silencio es dueño. Un pensamiento puro y único. Una vivencia absoluta que funde espacio y tiempo en un todo incomprensible desde un mundo ruidoso.

Pero amamos lo diverso, distinguir los timbres, aquello que nos diferencia de los demás. Más aún, creamos un pequeño mundo que asume toda la importancia y nos hundimos en él. El ruido reina. El ruido es lo único importante. Más: es lo único. Nuestra nota pura se pierde.

Ser es silencio, acto. El cambio ruido. Pero teorizamos la importancia de la variación de la variación. No nos hacemos uno con el objeto, resaltamos la diferencia; asumimos la otredad como raíz de la individualidad. El Yo es lo más importante: un Yo construido de ruidos, de diferencias.Y, al fin, el silencio inevitable. No mata la velocidad sino la aceleración.

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La tormenta

¿Cuando se es más sensible, romántico y generoso que a los 15 años?

La tormenta

A mi mujer le gusta andar y a mi no me importa madrugar. Por eso cada mañana salíamos de Es Grao, andando, con el sol apenas apuntando por el horizonte y tomábamos rumbo Este en busca de nuestra calita cercana a Punta Sa Cudia. El camino no era fácil, pero cuando lo sabías te resultaba agradable por la sensación de alejamiento de la civilización que te producía recorrerlo. La cala era como un jardín privado. La playa solamente un trozo de arena de menos de 20 metros y enseguida rocas a ambos lados. Mas o menos en el centro desembocaba una torrentera, que se supone siempre seca, aunque tal vez haya un arroyo subterráneo, el caso es que una cuña de vegetación verde se clavaba hacia el interior, nada espectacular, quizás 30 o 40 metros, pero lo suficiente como para dar una especial sensación de frescor… es decir para imaginar que el calor era menos asfixiante. Un pinar que crecía en un cerro bastante escarpado cerraba la cala por la parte de tierra. (más…)

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