Mes: julio 2014

POETAS 103. Phillip Arthur Larkin (I). «Engaños»

Phillip Arthur Larkin, (9 de agosto de 1922-2 de diciembre de 1985), comenzó a labrarse fama en Inglaterra como poeta –antes había ensayado alguna que otra novela-  a raíz de la publicación de su segundo libro de poemas, «Engaños», publicado en 1955. Le siguió «Las bodas de Pentecostés» (1964) y «Ventanas altas» (1974). Pasó su infancia y adolescencia en Coventry, tal como rememora en su poema «Recuerdo, Recuerdo», un lugar del que más bien abominaba, y del que no pudo decir que encontró sus raíces, con una irónica «magnífica familia a la que nunca acudió corriendo cuando estaba deprimido». Su padre llegó a ser tesorero de esta ciudad y se encargó de su primera educación leyéndole obras de Ezra Pound y T. S Eliot. Precisamente éstas fueron sus primeras influencias poéticas, a la que más tarde agregó el descubrimiento de Auden y, sobre todo, de Thomas Hardy. Si bien sus primeros poemas acusaron la influencia simbolista de Yeats, de la que se desprendió más tarde por la lectura más a ras de suelo que hiciera de Hardy. De estos primeros años datan la tartamudez que le acompañó a lo largo de su vida, así como su afición al jazz, llegándose a convertir en uno de los mayores especialistas de Inglaterra. Exento de ir al frente durante la segunda guerra mundial por su miopía, estudió en Oxford entre 1940 y 1943, y se graduó en Literatura Inglesa, llegando a trabar durante esta época una amistad duradera con el escritor Kingsley Amis. Poco después logró un puesto de bibliotecario en Wellington y se ganó fama de mujeriego al mantener durante un tiempo relación con dos mujeres, Ruth Bowman y Monica Jones. En 1950 entró a trabajar en la biblioteca de la Queen’s University de Belfast, donde permaneció durante cinco años, que resultaron bastante fructíferos para su escritura –aquí escribió casi en su totalidad «Engaños»-, debido en parte a una situación de extrañamiento y anonimato favorables, tal como deja constancia en su poema «La importancia de otro lugar», donde sugiere que la condición de extranjero abre la licencia para poder rechazar las costumbres y las instituciones del lugar, algo que está vedado para quien es nativo. En 1955 fue contratado como bibliotecario por la Universidad de Hull y ya no volvería a cambiar de empleo ni de ciudad. Como bibliotecario fue un empleado diligente que promovió la construcción de una nueva biblioteca y multiplicó ampliamente su dotación de libros. Hull supuso para Larkin la ciudad con la que por fin podía conciliarse, una ciudad perfecta en muchos aspectos, especialmente por «estar al límite de las cosas», «lejos de todo, de camino a ninguna parte». La soledad física y espiritual que le aportó Hull le permitió un aclaramiento consigo mismo cuyo fruto fue el siguiente libro, casi diez años después, «Las bodas de Pentecostés», con excelente acogida por parte de la crítica. Fue especialmente valorada su capacidad para reunir «el mundo de todos, el lugar donde, al final, encontramos nuestra felicidad, o jamás la encontramos», una capacidad para sintonizar con la trivialidad del hombre contemporáneo . Como ha escrito Damià Alou, «la belleza de los poemas de Larkin no reside en otra cosa que en la verdad de la experiencia relatada, en su manera de partir del detalle, de fijarlo, de precisarlo, y de saber pasar, a veces con un leve paso y a veces con una cabriola sintáctica, a una observación general acerca de la vida que nunca es desatinada, nunca deja indiferente». Larkin fue un escritor moroso que trabajaba mucho sus poemas, a veces durante años, por lo que su siguiente libro demoró su aparición una década más, llegó en 1974, «Ventanas altas», con un gran éxito de ventas. Su último poema importante, «Albada» fue publicado en el Times Litterrary Supplemente del 29 de noviembre de 1977 y versa sobre el terror de «la muerte infatigable (…) que borra todo pensamiento excepto cómo y dónde y cuándo moriré (…) un miedo concreto que ningún truco disipa». Murió de cáncer de esófago, en Hull, el 2 de diciembre de 1985. Su fama póstuma, cada vez más creciente, fue emborronada por la publicación en 1992 de sus cartas y de su biografía oficial escrita por Andrew Motion. Estos documentos desentierran a un Larkin obsesionado por la pornografía, que se manifestaba abierta y procazmente racista. En alguna ocasión Larkin llegó a escribir: «Encuentro el estado de la nación muy terrorífico. En diez años probablemente nos ocultemos bajo nuestras camas mientras grupos de negros roban todo lo que pueden». A pesar de su fama controvertida, Larkin fue elegido en 2003, en una encuesta hecha por la Poetry Book Society, como el poeta más querido de Gran Bretaña y en los paneles de los autobuses de la ciudad de Hull se puede leer todavía alguno de sus poemas.

La traducción de estos poemas se le debe a Damià Alou. De su labor como traductor de Larkin, ha comentado: «Nunca se prima el sentido sobre el sonido, ni viceversa, porque en el lenguaje humano ambas cosas no pueden separarse. Lo más importante en poesía es que oigamos  la voz del poeta como si fuera un buen doblaje: nunca será lo mismo, pero puede llegar a conmovernos o divertirnos igual. El lenguaje de Larkin nunca es chillón ni machacón, y a veces su rima es tan sutil que pasa desapercibida. Sin embargo, poemas como «Sapos» o «Egoísta es el hombre» la reclama a gritos para que nos llegue su efecto: la risa.»

LUGARES, AMORES

No, todavía no he encontrado
el lugar del que pueda decir
Este es mi sitio,
aquí me quedo;
y tampoco esa persona especial

que enseguida reclame
todo lo que tengo,
incluso mi apellido;

Encontrar eso parece demostrar
que no quieres decidir
dónde construir, ni a quién amar;
les pides que te rechacen
de manera irrevocable,
así no será tu culpa
si la ciudad te aburre
o la chica es imbécil.

Y al no encontrarlos, sin
embargo, te obligas a actuar
como si lo que tienes
en realidad te encantara;
y mejor no pensar
que todavía podrías descubrir
a los hasta ahora innecesarios:
tu lugar, tu pareja.

 

PLACES, LOVED ONES

No, I have never found
the place where I could say
this is my proper ground,
Here I shall stay
Nor meet that special one
Who has an instant claim
on everything I own
Down to my name.

To find such seems to prove
you want no choice in where
To build, or whom to love;
You ask them to hear
You off irrevocably
So that it´s not your fault
Should the town turn dreary
the girl a dolt.

Yet, having missed them, you´re
Bound, none the less, to act
As if what you settled for
Mashed you, in fact;
And wiser to keep away
Rom thinking you still might trace
Uncalled-for to this day
your person, your place.

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POETAS 101. Allen Ginsberg («Nota a pie de página para Aullido», 2ª y 3ª parte)

Por ser Aullido un poema demasiado extenso, se prefirió aplazar la segunda y tercera parte, más breves, para esta entrega, a la que se le añade la poética nota a pie de página y un interesante proemio de aullido, con el que replica el poeta William Carlos Williams a otro poeta que cuando lo conoció aún no merecía mucho crédito. Y es que todavía no tenía la sabiduría poética, como nos recuerda Williams, del que ha experimentado su propia temporada en el infierno…

 

*****

 

AULLIDO PARA CARL SALOMON, escrito por William Carlos Williams

«Cuando conocí a Allen Ginsberg, los dos éramos más jóvenes. Era un joven poeta, hijo de un poeta de renombre, y vivía en Paterson, Nueva jersey, donde nació y se crió. De constitución menuda en lo físico, en lo mental estaba muy trastornado por la vida que había llevado en Nueva York durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Siempre estaba a punto de «marcharse», aunque no parecía importarle demasiado adónde, y me causaba una profunda desazón, pues siempre temí que no viviera lo suficiente para escribir un libro de poemas. Su capacidad para sobrevivir viajar y escribir me asombra, sinceramente. Y no me asombra menos que haya sido capaz de desarrollar y perfeccionar su arte.

Y ahora, al cabo de quince o veinte años, nos ofrece un poema sensacional. Todo demuestra que, literalmente, ha viajado a los infiernos. Y durante el viaje conoció a un hombre llamado Carl Salomon, con quien compartió, en medio de las jugarretas y las penalidades de la vida, algo que sólo puede describirse con las palabras que ha utilizado él para hacerlo. Es un aullido de derrota. Aunque, en realidad, no se trata de una derrota, pues ha pasado por esa experiencia igual que si fuera algo corriente, trivial. En esta vida todos sufrimos derrotas, pero un hombre, si lo es de verdad, nunca se siente derrotado.

Es Allen Ginsberg, el poeta, quien ha padecido en su propia carne las horripilantes experiencias de la vida que describe en estas páginas. Lo más maravilloso de todo no es que haya sobrevivido, sino que en las profundidades del abismo haya encontrado a un compañero al que amar, un amor que celebra en estos poemas de un modo claro y directo. Pensemos lo que pensemos, no demuestra que, aunque pasemos por las experiencias más degradantes que la vida le pueda deparar a un hombre, el espíritu del amor sobrevive para ennoblecer nuestras vidas si tenemos buen humor, valor y fe -¡y arte!- para persistir.

Es la fe en el arte de la poesía lo que ha acompañado a este hombre en su Gólgota, mientras experimentaba padecimientos similares en todos los aspectos a los que sufrieron los judíos durante la Segunda Guerra mundial. Pero él los experimentó en nuestro propio país, sin salir de esa tierra en la que tan a gusto nos encontramos. Somos ciegos, y nuestras vidas transcurren en la ceguera. Los poetas están malditos, pero no están ciegos: ven con los ojos de los ángeles. Este poeta ve en todas partes, a su alrededor, los horrores de los que nos hace participar hasta en los más íntimos detalles con su poema. No trata de evitar nada, sino que apura la copa de la experiencia hasta el fondo. A hace suya. La reclama como propia y, según podemos comprobar, se ríe de ella e incluso tiene el tiempo y el descaro suficientes para amar a un compañero de su elección y dejar constancia de ese amor en su magnífico poema.

Levántense los bordes del vestido, señoras, porque vamos a cruzar el infierno.»

                       William Carlos Williams

*****

II

¿Que esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación?

¡Moloch! ¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando en ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques!

¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres!

¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la desalmada cárcel de tibias cruzadas y congreso de tristezas! ¡Moloch cuyos edificios son juicio! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos!

¡Moloch cuya mente es maquinaria pura! ¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero! ¡Moloch cuyos dedos son diez ejércitos! ¡Moloch cuyo pecho es una dínamo caníbal! ¡Moloch cuya oreja es una tumba humeante!

¡Moloch cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch cuyos rascacielos se yerguen en las largas calles como inacabables Jehovás! ¡Moloch cuyas fábricas sueñan y croan en la niebla! ¡Moloch cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades!

¡Moloch cuyo amor es aceite y piedra sin fin! ¡Moloch cuya alma es electricidad y bancos! ¡Moloch cuya pobreza es el espectro del genio! ¡Moloch cuyo destino es una nube de hidrógeno asexuado! ¡Moloch cuyo nombre es la mente!

¡Moloch en quien me asiento solitario! ¡Moloch en quien sueño ángeles! ¡Demente en Moloch! ¡Chupavergas en Moloch! ¡Sin amor ni hombre en Moloch!

¡Moloch quien entró tempranamente en mi alma! ¡Moloch en quien soy una conciencia sin un cuerpo! ¡Moloch quien me ahuyentó de mmi éxtasis natural! ¡Moloch a quien yo abandono! ¡Despierten en Moloch! ¡Luz chorreando del cielo!

¡Moloch! ¡Moloch! ¡Departamentos robots! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías esqueléticas! ¡capitales ciegas! ¡Industrias demoniacas! ¡naciones espectrales! ¡invencibles manicomios! ¡vergas de granito! ¡bombas monstruosas!

¡Rompieron sus espaldas levantando a Moloch hasta el cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas! ¡levantando la ciudad al cielo que existe y está alrededor nuestro!

¡Visiones! ¡presagios! ¡alucinaciones! ¡milagros! ¡éxtasis! ¡arrastrados por el río americano!

¡Sueños! ¡adoraciones! ¡iluminaciones! ¡religiones! ¡todo el cargamento de mierda sensible!

¡Progresos! ¡sobre el río! ¡giros y crucifixiones! ¡arrastrados por la corriente! ¡Epifanías! ¡Desesperaciones! ¡Diez años de gritos animales y suicidios! ¡Mentes! ¡Nuevos amores! ¡Generación demente! ¡Abajo sobre las rocas del Tiempo!

¡Auténtica risa santa en el río! ¡ellos lo vieron todo! ¡los ojos salvajes! ¡los santos gritos! ¡dijeron hasta luego! ¡saltaron del techo! ¡hacia la soledad! ¡despidiéndose! ¡llevando flores! ¡hacia el río! ¡por la calle!

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POETAS 102. Pablo Neruda (I). Veinte poemas de amor…

Pablo Neruda fue el nombre artístico elegido por Ricardo Neftalí Reyes (Parral, 12 de julio de 1904 – Santiago, 23 de septiembre de 1973) para firmar sus obras poéticas a partir de octubre de 1920. Considerado por Gabriel García Márquez como «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma» e incluido por Harold Bloom en su canon de los veintiséis autores centrales de la literatura de todos los tiempos –para quien «ningún poeta del hemisferio occidental de nuestro siglo admite comparación con él»-, fue laureado con el premio nobel de literatura en 1971. Sus primeros años se desarrollaron en el Parral, donde poco antes habían llegado sus padres. Su madre, Rosa Basoalto, murió «agotada por la tuberculosis» un mes después de que le diera a luz. Su padre, José del Carmen Reyes, trabajó de obrero en los diques del puerto de Talcahuano, terminando como ferroviario en Temuco. A esta ciudad se trasladaron en el año 1910, año en que también entró el poeta al liceo. Allí conoció a quien fuera la directora del liceo de niñas, Gabriela Mistral, una «señora alta, con vestidos muy largos y zapatos de taco bajo», que le iniciaría en el mundo de la literatura rusa, regalándole novelas de Tolstoi, Dostoievski y Chejov. El mundo virginal y selvático de los parajes de Temuco iba a dejar una honda huella en la sensibilidad de Neruda. Fue allí donde comenzó «entre infinitas playas o montes enmarañados una comunicación entre su alma –poesía- y la tierra más solitaria del mundo». En 1921 pasa a residir en Santiago para iniciar unos estudios de pedagogía francesa que nunca iba a concluir. Son años de hambruna, de vida bohemia en las tabernas y de escritura de los primeros versos. También son años de encuentros con compañeros poetas y con diversos personajes extravagantes, inverosímiles, como de otro tiempo y de otras latitudes, tal como quedan registrados en sus páginas de memorias. En 1923 escribe un primer libro de poemas titulado «Crepusculario», del que pronto se arrepiente su ideario estético. En 1924, orientado por los consejos que le da el poeta uruguayo Carlos Sabat Ercasty a través de una relación por carta, Pablo Neruda abandona la línea retórica y grandilocuente que empezaba a ensayar en sus nuevos poemas y se aplica a escribir unos poemas más sencillos, de tono sentimental, donde ya se comienza a atisbar un sujeto menos altisonante y que porta una imagen del mundo más insegura. Se trata de sus archifamosos «Veinte poemas de amor y una canción desesperada». Neruda fue muy consciente del giro que trazaba con su nuevo poemario y lo glosó ampliamente en sus memorias, «Confieso que he vivido»:

«Cerré la puerta a una elocuencia que para mí sería imposible de seguir, reduje deliberadamente mi estilo y mi expresión. Buscando mis más sencillos rasgos, mi propio mundo armónico, empecé a escribir otro libro de amor. El resultado fueron los «Veinte poemas».

Los veinte poemas de amor y una canción desesperada son un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia. Me ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los «Veinte poemas» son el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido.

Los trozos de Santiago fueron escritos entre la calle Echurren y la avenida España y en el interior del antiguo edificio del Instituto Pedagógico,, pero el panorama son siempre las aguas y los árboles del sur. Los muelles de la «Canción desesperada» son los viejos muelles de Carahue y de Bajo Imperial; los tablones rotos y los maderos como muñones golpeados por el ancho río; el aleteo de gaviotas se sentía y sigue sintiéndose en aquella desembocadura.

En un esbelto y largo bote abandonado, de no sé qué barco náufrago leí entero el Juan Cristobal y escribí la «Canción desesperada». Encima de mi cabeza el cielo tenía un azul tan violento como jamás he visto otro. Yo escribía en el bote, escondido en la tierra. Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo como en aquellos días. Arriba el cielo azul impenetrable. En mis manos el Juan Cristobal o los versos nacientes de mi poesía: el ruido lejano del mar, el grito de los pájaros salvajes, y el amor ardiendo sin consumirse como una zarza inmortal.

Siempre me han preguntado cuál es la mujer de los «veinte poemas», pregunta difícil de contestar. Las dos o tres que se entrelazan esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas y ojos oscuros como el cielo mojado de Temuco. Ella figura con su alegría y su vivaz belleza en casi todas las páginas, rodeada por las aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la estudiante de la capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego físico de los apasionados encuentros en los escondrijos de la urbe.»

*****

PARA QUE TU ME OIGAS

Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.

Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.

Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.

Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.

Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.

Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.

Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.

El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.

(1923, «Veinte poemas de amor…»)

 

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