Mi profesora de francés…

A mi real profesora de francés que sí se llamaba Marina y era presuntamente francesa, pero ni era alta ni delgada ni nada, sin embargo me enseñó muy bien la lengua de Chateaubriand, aunque luego se me haya olvidado. Y también a todas las Marinas del mundo, incluidas las de guerra.

Mi profesora de francés se llamaba Marina.

Era una mujer de unos treinta años delgada y guapa, aunque en aquel momento yo no apreciara ninguna de las dos cosas. Fundamentalmente porque tenía 13 años y además en cuestiones de apreciación del sexo opuesto fui bastante tardío. Había algunos adelantados, en lo que a la percepción se refiere, y sus barruntos de lo que podría ser la atracción, se traducían en comentarios difíciles de entender para un no iniciado. Entonces se imponía el disimulo para no ser menos hombre que los demás. La verdad adquiría tintes extraños y ciertas reuniones confidenciales producían un ambiente que podría describirse como un caldo espeso.

Claro que a la mayor parte de nosotros nos interesaban más las noticias de la propaganda de la guerra. Los americanófilos se agenciaban el “En guardia para la defensa de las Américas”, eran partidarios del Mustang P-51 y el Spitfire; los que éramos germanófilos también teníamos revistas, pero no eran la edición de Life con uniforme de campaña sino catálogos serios de armamento o reportajes bien editados y encuadernados sobre las misiones de los Heinkel o los Stukas en el mar del norte. He de decir en su honor que los americanófilos estaban muy mal vistos y, a pesar de ello, seguían manteniendo la superioridad de la armada Inglesa. Eso sí, en la clase de “Formación del espíritu nacional” éramos los españoles los superiores a todos y si los alemanes estaban ganando la guerra era debido a nuestra ayuda y a nuestra inventiva; y nos lo creíamos y sonreíamos beatíficamente confortados por ser parte de un Imperio. Detrás sonaban los tambores de guerra.

De pronto Octavio decía en un corrillo: -“Los he visto: a la francesa y al de inglés en Dirección dándose el lote.” Y las respiraciones de algunos se entrecortaban. La mía no.

Habíamos tenido suerte: Regiones devastadas había levantado el año anterior, 1942, un Instituto de Enseñanza media, despiste de alguien o hábil inteligencia de algún sabio creyente en la cultura, y allí nos habían metido a todos los que estábamos repartidos en escuelas semiderruidas, destartaladas y frías. Lo del frío no se nos quitó en el Instituto nuevo, por lo menos en aquel primer año, aunque ya he dicho que cierto calor de otro estilo sí había y un hecho completamente inaudito en la época lo aumentaba pues en el arrebato de recoger a todos los descarriados nos habían mezclado a chicos y chicas y, aunque ellas, que eran muy pocas, se sentaban en otras filas, podíamos ver sus formas distintas y cómo se movían de otro modo y también oler esencias sutiles algo distintas del perfume del sudor reseco después de las carreras del recreo.

La profesora de francés, además de ser francesa, tenía la particularidad de ser fotofóbica y normalmente llevaba unas gafas muy oscuras, de patillas anchas que se unían a los aros de las lentes con una especie de orejeras que también ocultaban los ojos desde el perfil. El caso es que el conjunto resultaba armónico y misterioso: las gafas, la melena negra y lisa, que apartaba de la cara con sacudidas breves, y los rasgos pequeños y perfectos, la daban el aspecto de una espía de tebeo, es decir arquetípica. Si Boixcar hubiera dibujado una espía la habría dibujado a ella, con falda de vuelo, claro.

Estábamos todos mezclados haciendo un curso extraño para hacer al año siguiente quinto y la imaginación sexual de los de 15 y 16 años llegaba a profundidades, actos y escenas que yo no podía comprender.

Mientras esos prohombres decían burradas que yo no entendía y miraban a Marina de un modo del que seguro tendrían que confesarse, a mí se me iba el santo al cielo en clase de francés y me quedaba embobado mirando aquellas gafas impenetrables e imaginaba las andanzas de su poseedora como infiltrada de los Gaullistas… Se me debía notar, digo yo.

Y llegaron las vacaciones del verano. Cómo si hubiera subido la marea el mar llenó nuestras vidas. El mar, vacío y limpio. La playa de agua transparente y fría con el viento de poniente y caliente y turbia con el viento de levante: Por la mañana dormir, ir temprano a la playa, remar en el bote de alguien para ir a bucear erizos. Por la tarde, empujados por la hiperactividad de la adolescencia cualquier cosa, cualquiera pero casi siempre relacionada con el mar. –“Pero dónde vais con el calor que hace”, podían decir palabras exactas, la madre de Alfonso y la mía cuando a las cuatro, blandiendo las cañas de pescar casi corríamos al rompeolas a pescar en la hora de la siesta de los peces, que a esa hora no pican. El muelle de la Galera era como la frontera: dentro el agua estaba calmada y era verde claro. Fuera el muro se despeñaba ocho o nueve metros sobre un mar sombrío, color azul marino, con unas olas enormes que, sin romper, lamían el muro haciendo un ruido parecido al de las botas en el barro tierno, pero en gigante. Aunque nadar era a esas alturas algo natural nos figurábamos que caer allí era lo peor, no porque hubiera que nadar tal vez un kilómetro para dar la vuelta por el extremo, sino porque, al tocar aquella masa fría y oscura que parecía respirar, seguramente desapareceríamos tragados por… lo peor.

Los peces no picaban y la tarde caía. Hacia fuera y hacia dentro el paisaje se había vuelto demasiado monótono. Recogimos las cañas. Aquella mía, de bambú barnizado, que una marea de la vida se llevó a una playa virtual mucho más tarde, y allí me estará esperando junto con “El adivino mágico” y la agenda de mi bisabuelo de tapas de madera blanca barnizada y otros sueños.

Ya nos volvíamos cuando vimos un remo nuevo, pintado y pequeño flotando junto al muro interior. Recordamos que había pasado Mr. Lieb en una motora pequeña llevando a remolque un bote que, a todas luces, hacía juego con los colores y el tamaño del remo. ¿Quién no conocía a Mr Lieb? El Director del Hotel Cristina, rico y participante en la vida social del pueblo a pesar de ser inglés…

Seguramente Mr. Lieb también espiaba. El hotel estaba junto a la casona del águila de la que, todos los que lo debíamos saber, sabíamos que era el centro de espionaje alemán… Tal vez estaba allí, en el hotel, para vigilar las entradas y salidas de la casona. ¿Cuánto nos puede dar Mr. Lieb por un remo perdido? ¿Lo llevamos al Cristina? Y lo llevamos. Salimos de la Isla Verde, cruzamos el puente en ruinas viendo por los agujeros entre las traviesas del ferrocarril de vía estrecha la fuerte corriente de la marea que limpiaba la bahía. Y subimos al Cristina, remo al hombro. Bueno, nuestro aspecto no debía ser el apropiado para entrar en el hotel pero nos permitieron dar la vuelta por el jardín para entregar el remo en la casita, separada y coqueta, en la que vivía Mr. Lieb. Nos confundimos y casi nos metemos de bruces en la terraza. Tal vez las siete y media de la tarde, mesas con mantelitos blancos, gente elegante arreglada. En un estrado, Luis Crespo acompañado por una orquestina cantaba boleros o algo que se quedó en mi memoria como si lo fueran. Y allí, atrayendo mi mirada como un pararayos a las chispas, allí estaba Marina con un capitán de artillería. Marina espiando. La “francesa” espiando. Seguramente le estará sonsacando secretos de las fortificaciones de punta Paloma, para pasárselas a los americanos que nos van a invadir. Marina espiando pero riendo, moviéndose como un junco. Casi de noche pero con sus gafas oscuras. Y yo, detrás de un seto, espiando a la espía. Descubriendo un poco a la mujer que decía Octavio. Viendo “otra cosa”. Sintiendo un cierto escozor extraño y difuso que se me pasó enseguida cuando Alfonso me tiró del brazo y me dijo: -“¡Nos van a echar!”

Y fuimos a la casa de Mr. Lieb, y nos dio un duro, que era una cantidad fabulosa de dinero, por haberle devuelto el remo que él no sabía que había perdido. Supongo que pensó que se lo habíamos robado del bote y se lo devolvíamos para sacarle el duro: Los espías son así: No se fían de nadie.

Leí un tebeo en el que había una espía de larga melena negra con la que se tapaba una cicatriz en la cara. Después del cine de verano en el que ponían películas de Rin-tin-tin por episodios, o sea que había que volver un día y otro siguiente para ver que hecho maravilloso evitaba la muerte del protagonista, pues tanto el segundo como el primer día, cómo el tercero si lo había, la proyección se terminaba cuando el barril de pólvora, marcado XXX, caía sobre el héroe o la mecha del cartucho de dinamita se agotaba debajo de la silla en la que estaba atada la heroína; y no se como se llamaban el otro y la una, porque, claro, el protagonista era Rin-tin-tin. Pero vuelvo a mi relato: Cuando acababa la película, si teníamos algo de dinero, nos tomábamos un helado mantecado pequeño mientras andábamos el camino común de cada uno a su casa. Si el poder económico estaba por los suelos, y era Septiembre, nos comíamos un higo chumbo: dos una perra chica. Y caminábamos en silencio. Yo no sé en que pensaría Alfonso aquella noche, tal vez en el duro inconfeso que llevábamos en el bolsillo: Inconfeso, no fuera que nos hicieran ahorrarlo, pero yo pensaba en la profesora de francés y deseaba ser capitán de artillería para que me sonsacara, oscilando como un junco, los secretos de las fortificaciones de Punta Paloma. Y esa noche, aunque pudo ser otra, soñé que la espía del tebeo era o se llamaba Marina y tenía una cicatriz que ocultaba… ¡Con las gafas de sol!. Y no soñé más cosas por el momento, aunque cuando miraba, como sabe mirar un capitán de artillería, a la espía de las gafas de sol volvía a sentir aquel escozor extraño y difuso de la terraza del Cristina. Sensación que debe crear adición pues deseaba sentirla cada vez que la recordaba, y que debe pertenecer a eso que llaman intimidad pues de un modo misterioso decidí que nadie, nadie, ni madre, ni padre, ni amigos como yo, ni prohombres como Octavio, sabrían nunca que aquello me pasaba de vez en cuando.

Y salió la lista. No una compañera inteligente sino la nómina de los aceptados en el “Quinto curso especial”, es decir la nómina de todos los nombres de la repesca, porque todos y todas habíamos sido aceptados. Entonces cuando vi mi nombre, porque fui a verlo porque tampoco me creía lo que había dicho Josealberto. Y me dio como un escalofrío al recordar que durante todo el verano que ya casi se acababa no se me había ocurrido pensar ni un momento en las notas, en la aceptación, en el Instituto ni en la cultura. Me dio un miedo terrible de que me hubieran suspendido y ya no pudiera hacer nada. De haberme olvidado de la vida real, es decir de la mala vida desde el día en que acabaron las clases hasta aquel momento delante del tablón de anuncios, como si no hubiera pasado nada, excepto que había descubierto que la francesa era una espía, y también una mujer. Pero eso no tenía nada que ver con el Instituto… Aunque quizás por eso, por el descubrimiento, ahora me apetecía un poco volver a las clases.

Y se acabó el verano el 13 de Octubre, aunque hacía buen tiempo y apetecía ir a la playa, así que nos llevábamos el bañador debajo del pantalón, a escondidas, y nos íbamos a nadar después de la salida; aunque algunos se iban allí en vez de entrar por la tarde en clase. Y eso duró hasta principios de Noviembre, fecha memorable en la que me compraron mi primer pantalón largo y mi padre y su amigo Pablo Mayayo me dijeron que ya era un hombre y que para prepararme mejor, cada día de lunes a sábado, al salir del Instituto me iría a la academia del Don Pablo a estudiar y a darle las lecciones que tuviera en el día y él me las ampliaría, o me explicaría lo que no entendiera. Lo del escozor era una ventaja de ser hombre, aunque fuera poco frecuente, pero lo de dos o tres horas de encierro más, todos los días, era un inconveniente grave. Menos mal que las lluvias de otoño llegaron enseguida y ya no apetecía ir a la playa.

Además me tomé en serio lo del francés y lo del espionaje, lo primero me sirvió en el futuro, lo segundo me mantuvo atento a lo cotidiano, del mundo de los hombres mayores, como yo, es decir de la guerra, y de mi entorno inmediato. Los americanos no nos habían invadido. Los alemanes no habían tomado Gibraltar aunque lo habían bombardeado y el ruido de la batalla nos había despertado y habíamos visto aquellos fuegos artificiales de las trazadoras de colores buscando los aviones y el resplandor de algunas explosiones en tierra: Poca cosa. Con respecto a lo que me interesaba de verdad, Marina desaparecía de vez en cuando. Oyendo aquí y allá supe que tenía una tía anciana en Tánger que estaba bastante enferma y que iba a verla a pesar de lo costoso del viaje. Lo del precio era lo de menos. Lo de más era sobreponerse a la tradición de no viajar y al peligro del paso del estrecho en medio de una guerra. Pero claro, si era francesa y espía… pasaporte debía tener y dinero también… y valor para afrontar los riesgos… Todo para comunicar sus descubrimientos sobre las fortificaciones de Punta Paloma.

Mi padre me dejó “Kim de la India”. Y casi se me olvida que ya era un hombre, y el francés, y las matemáticas, enredado en contar piedras de colores de un vistazo. De mayor quería ser espía y héroe. Lo dicho: Detrás tambores de guerra.

Inesperadamente una palabra mágica incendió los ánimos del curso entero: Viaje.

El padre de no sé quién había dicho que cuando se alcanzaba cierta madurez había llegado la hora de hacer un viaje. A mí, la chispa que saltaba de cerebro en cerebro me llegó con especial intensidad porque la palabra viaje estaba adornada por su pronunciación en francés: “Tournée”. Los nervios se apoderaron de aquel heterogéneo grupo: Todos teníamos un motivo para hacer un viaje, y nuestros padres para que no lo hiciéramos: ¿Adónde se podía ir con los tiempos que corrian? ¿Y el dinero? Sevilla o Madrid estaban en el otro mundo, separados del nuestro por horas de tren y un montón de salvoconductos. En España no se viajaba más que en casos de necesidad absoluta. Las carreteras no eran seguras y se esperaba, aunque cada vez menos, una invasión de los americanos.

Los padres tuvieron que soportar toda clase de presiones: ¿Y si fuera un viaje corto? Muy corto. ¿Y si no hubiera que coger el tren? Y, y, y.

Lunes miércoles y viernes la “palomita” de la Transmediterránea, se enfrentaba heroicamente al embravecido estrecho y a las más poderosas flotas del mundo y, suerte, hasta el momento había salido indemne. Y en ella, cada dos viernes la profesora de francés iba a Tanger: Cuatro horas de angustia superadas por el optimismo de los escasísimos pasajeros y de un Capitán que se mareaba pero llevaba casi seis veces por semana el “Ciudad de Ceuta” a buen puerto. Un cascarón de unas mil quinientas toneladas, blanco, con una chimenea alta y delgada a franjas, rojas y amarilla, como la bandera nacional.

Cualquiera de nosotros podía haber dicho en casa :-“Papá, ya tenemos la solución” Con un gesto de extrañeza cualquier padre hubiera contestado –“¿Solución a qué? Y cualquiera de nosotros, más extrañado aún de la falta de sensibilidad ante problema tan grave habría respondido casi con indignación: -“¡Al viaje! La profesora de francés ha dicho que…”

No nos habían dejado continuar a ninguno. La persistencia da a veces sus frutos y algunos padres llegaron a admitir la posibilidad de que aquel viaje barato y breve pudiera realizarse.

La profesora de francés también tuvo que soportar nuestra presión. Sus gafas negras se volvían a uno y otro según la acosábamos. Empezaba riéndose pero acababa despidiéndonos con cajas destempladas, y no es que nadie tuviera un tambor pequeño, sino que la hartábamos pidiéndole que nos buscara una pensión barata y que preguntara en la Transmediterránea cuanto podría costar el viaje de un grupo de treinta, veinte, diez y al final siete estudiantes… y para siete un profesor basta y si el profesor es ella y va a ir de todos modos… pues se paga el viaje.

Siete familias locas o enloquecidas por el calandraque de sus hijos. Cinco chicos y dos chicas. Siete familias dispuestas a jugarse la vida de sus más preciadas prendas con tal de dejar de oírles a todas horas y en todos los tonos que había que hacer un viaje.

No sé si el padre de la idea original era de los siete, pero si se que tuvo serios problemas de mal de ojo y otras maldiciones, unas gitanas y otras no.

Y llegó el buen tiempo, finales de marzo. La “surestá” de San José había pasado, sin desaparecidos en el mar, ese año, y la guerra iba mal para nosotros pero muchos fantasmas de invasión habían desaparecido y el estrecho parecía algo más seguro. La “palomita” iba casi todos los lunes miércoles y viernes a Tánger. Y casi todos volvía. No había motivo para retrasar el viaje. Si se habían creído que retrasándolo se nos iba a olvidar se equivocaban. Y Marina nos buscó la pensión y consiguió un billete reducido, total, el barco iba casi vacío…

Tres noches y cuatro días en el lugar más extraño del mundo, y en libertad: Compramos tabaco, organizamos una fiesta en la habitación de las niñas, alguno incluso jugó a los médicos, con límite, evidentemente pues siempre había una parte que no estaba dispuesta a jugarse la condenación eterna por un mire usted que cosquillas…

Y Tánger era una locura. Los siete bobos con la boca abierta en la visita organizada al Liceo Francés. La boca abierta en los barrios europeos, y en los zocos, y en la “Casbah”, y en los bares moros donde fumaban kif y bebían té verde. Y luego más fiesta en la habitación de las chicas, en un ritual que se repitió las dos primeras noches.

La tercera noche estábamos más tranquilos seguramente por el cansancio de no parar y el comer más bien poco. La reunión nocturna era más tranquila cuando apareció Marina: Purita y Octavio no se habían metido en el armario y el humo del tabaco había sido eliminado por una oportuna apertura del balcón, oportuna a pesar de que hacía fresco. Tampoco habíamos llegado a los corridos mejicanos ni a los himnos patrióticos. Marina venía a decirnos que esa noche no podía venir a cenar con nosotros. Sus gafas negras, más negras en la escasa luz de la habitación, nos enfocaban uno a uno: Nos encarecía que fuéramos puntuales y que nos portáramos bien en el comedor y no protestáramos de la comida, por lo menos esa noche. El motivo, la excusa pensé yo: su abuela estaba muy mal, seguramente moriría esa noche. Y se fue.

Me dio un vuelco el corazón. ¿Era un hombre o no? ¿Alguna vez llegaría a ser Kim? Me asomé al balcón y la vi tomar la calle hacia la izquierda. Salí corriendo sin escuchar las preguntas que oí de los otros seis que supongo que pensaron que me había vuelto loco. Llegué a tiempo de verla entrar en el barrio árabe. Me tuve que acercar para no perderla de vista. Yo iba pensando que iba a saber, de una vez por todas, quien era el “contacto” y, a lo mejor hasta me enteraba del mensaje, de la información, y se la daría a la policía… no, no se la daría a la policía, Marina me gustaba demasiado, pero la sabría y si España entraba en la guerra… Todo por la Patria.

Caminaba confiada y deprisa, no estaba dando la talla de espía que yo le había supuesto. No caminaba en círculos ni hacía paradas imprevistas. No miraba repentinamente hacia atrás. Llegamos a un barrio más europeizado, supuse que estábamos cerca del Liceo Francés porque las calles tenían nombres franceses. Estaba leyendo el nombre de una calle pensando en encontrar el camino de vuelta y cuando volví a mirar hacia delante ya no estaba. Me detuve espantado. Miré en todas direcciones. Me apoyé en la pared del jardincillo de la casa delante de la que estaba para no ser sorprendido por detrás. El corazón me golpeaba en el pecho como la maza de un bombo. Me arrepentí de mi osadía y casi se me saltan las lágrimas. Pero ningún árabe armado de una gumía (Un puñal curvo) me había atacado; es más, estaba solo y la calle permanecía desierta. Un optimista hubiera añadido “y tranquila”.

Poco a poco me calmé. Supuse que había entrado en una casa, así que seguí despacio el camino trazado antes hasta que llegué a un portal con una hoja cerrada y totalmente iluminado. Estaba atontado por la emoción tapando la entrada y mirando hacia adentro cuando alguien me dijo en francés: -“Perdona, pequeño” (En francés?) y me tocaba en el hombro haciéndome dar un salto. Era un matrimonio mayor aunque no demasiado, cómo mis padres o así, apresurado, que entraron en el portal y subieron unas escaleras que había a la derecha. La puerta del piso estaba abierta. Todas las habitaciones estaban iluminadas. Algunas personas hablaban con otras en cuchicheos. Yo las miraba desconcertado. El matrimonio siguió adelante por un corredor hasta llegar a lo que debía ser un dormitorio grande. Entraron y yo con ellos.

El una cama estaba una mujer muy mayor. Tenía el mismo color que los pollos colgados en una carnicería. Yo miraba mucho a los pollos en el mercado porque no había comido nunca su carne y tenían una cierta aureola en mi imaginación. El color me hizo suponer inmediatamente que estaba muerta.

A los lados de la cama estaban colocando sillas. –“Acaba de ocurrir.” Entendí. Casi en la cabecera, a la derecha estaba Marina mirando a la señora de la cama. Sólo a la señora de la cama. Estaba muy seria.

Acabaron de poner una fila de sillas en la izquierda de la cama y yo me senté en la última. Era el primer muerto que veía pero casi no lo miraba. Un tropel de sentimientos distintos se agolpaba en mi cabeza. Tragué saliva y continué un buen rato mirando a Marina. La gente, que iba aumentando se movía en otro plano. Presentes en mi conciencia sólo estábamos la señora muerta, Marina y yo; el resto eran fantasmas franceses.

De pronto ella se echó a llorar. Se quitó las gafas y se pasó los dedos índice y pulgar, abiertos, por los ojos. Entonces levantó la vista y me miró. No dijo nada. Tenía los ojos marrones, como todo el mundo, y las lágrimas todavía brillaban en ellos. Sentí unas enormes ganas de llorar. Muy despacio me levanté y salí de la habitación. Nadie me hizo caso.

Llegué a la pensión sin dificultad, aunque el camino se me hizo eterno. No cené. Me fui a la cama. Cuando llegó Octavio todavía estaba despierto. Veía a la señora muerta y más todavía veía los ojos brillantes y marrones se Marina. –“¡Joder, tío! Dijo. ¡Te has venido aquí sin cenar: Estás como un rebaño de cabras!. Yo no dije nada.

A la mañana siguiente la profesora de francés vino como a las 10. Recogimos nuestro sucinto equipaje y nos marchamos hacia el puerto a pasar todas las formalidades establecidas para evitar el paso de espías. Como a las cuatro embarcamos. Teníamos bastante hambre aunque habíamos comido un bocadillo en el puerto. El barco no salió hasta las seis.

Y ese año no pasó nada más. Aprobé francés con nota aunque la profesora en el oral me dijo: -“Por favor, no chamulles, no tienes necesidad” y creo que sus gafas negras estuvieron un poco más de lo necesario enfocadas hacia mí.

Por cierto que dejó al capitán de artillería y se caso, varios años más tarde, con el profe de inglés.

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2 respuestas a “ Mi profesora de francés… ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Es una historia atractiva con espionaje y viaje exótico, tiene tensión y está bien ambientada. Una duda. ¿Es real, te lo has inventado o mitad y mitad?
    Se le puede poner alguna pequeña pega, pero es mejor dejarlo para comentarios en privado. Además, aquí no se trata de poner pegas. En definitiva, la historia me ha gustado. ¿Tienes alguna historia más?
    ¿Y hay algún atrevido que se lance al ruedo a contarnos algo? me acuerdo de una bitácora que se fue al garate porque siempre escribía el mismo tío desesperado, que qué desesperación tenía por contarnos cosas…

  2. Tupacalos dice:

    Tupa tiene muchos más. Casi todos son mitad y mitad. Creo que Tupa publicará más de la serie con protagonistas niños-adolescentes enseguida. Posiblemente mañana.

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