SOBRE EL SER Y LA NADA (LA GRABADORA)

Las grabadoras sólo comenzarán a hablar el día en que se callen los amanuenses.(M.J)
Quede este engendro sacado a la luz precipitadamente como mal homenaje a apeiron y a los que se ocupan de la filosofía y a los que lo hacen posible. Y a todos, a todos…., porque todos somos ninguno. Y en todo caso, disculpas por la parida.

Esta mañana me he despertado sudando de una horrible pesadilla. Seguramente, porque dejé de tomar mis notas en una conferencia. O tal vez porque una amiga me dejó anoche una grabadora para que fuera la misma grabadora quien tomase nota. Una grabadora que me había dejado mi amiga porque no podía asistir y supongo que no le importaba nada asistir, pero yo tenía que tomar nota de la conferencia como he venido tomando nota en los últimos años sobre conferencias de todas las raleas. Sobre el ser y la nada creo que versaba la conferencia y tenía fama de ser el conferenciante un especialista que lo sabia todo sobre el tema que iba a tratar. Y mi amiga me había señalado qué botón de la grabadora tenía que apretar para encenderlo y cuál para apagarlo y de qué manera lo tenía que apretar y que botón nunca debía tocar de ninguna de las maneras. Y de esa manera debidamente aleccionado fue como llegué al salón de actos de aquella facultad desangelada, me senté en una butaca lo más cerca posible del estrado y apreté el botón de la grabadora que mi amiga me había indicado para que empezase a grabar la conferencia. Y entonces fue cuando me quedé mudo. Simplemente ocurrió lo que durante tantos años había estado temiendo, así fue como por primera vez en muchos años no me moví siquiera del asiento; quiero decir que no me empecé a balancear en mi butaca echando mano al bolsillo ladrón de la chaqueta para coger mi cuaderno, y para sacar punta a mi bolígrafo poniendo cara de velocidad mientras lo deslizaba sobre la libreta, sino que permanecí quieto por primera vez en el asiento, acodado en la confortable butaca de aquel inmenso salón de actos, sin mover un músculo y sin parpadear, bien abierto de oídos, escuchando lo que aquel insigne conferenciante había venido a largar sobre el ser y la nada, mientras la grabadora seguía tomándose su tiempo para dar cabida al caudaloso discurso. Y me quedé horrorizado.

Y la verdad que tenía ganas de escuchar a aquel singular conferenciante del que tantas buenas palabras había oído sobre su clara inteligencia y sus exquisitas maneras, pero así desnudo como estaba sin bolígrafo ni papel yo me quedé de lo más perplejo y por primera vez en la vida no entendí nada de nada y juré que no volvería a asistir a ninguna conferencia. Y mientras regresaba anoche cabizbajo a casa, iba tocando aquella grabadora diminuta y gastada por el uso que me había dejado mi amiga para que yo registrase todas las palabras del conferenciante, aquellas mismas palabras que yo había olvidado tan pronto habían llegado a mis oídos y que la grabadora había ido ingurgitando dentro de las tripas que yo pensaba abrirle nada más entrar a casa. Porque verdaderamente el día de ayer ha sido mi último día, mi bancarrota, mi fin definitivo. Durante años, y en la medida de lo imposible, yo me había dedicado a asistir a todas cuantas conferencias convocaban en la ciudad, haciendo lo imposible por encajar horarios y lugares incompatibles, y tan pronto escuchaba en el Círculo de Bellas Artes una disertación sobre los pañuelos de Isadora Duncan, como estaba al poco tiempo sentado en el Café Comercial escuchando una tesis sobre los cuentos de Ramón Carnicer o bien una conferencia sobre el erotismo de Wendy en la Fundación Apeiron. Iba a esas conferencias como van los meapilas a santiguarse todos los días y apuntaba a todo trapo en mis libretas las palabras que salían de la boca de cada conferenciante, no importaba que fueran alocuciones en aulas con paredes desconchadas o en augustos salones de congresos, o en púlpitos tenebrosos y eclesiales, porque yo me había convertido en el amanuense de toda la ciudad y sabía que mientras me llevase en mis cuadernos todas aquellas sustanciosas palabras, mi inteligencia permanecería a salvo de la locura y la ruina, y me mantendría en pie todavía orgulloso de estar vivo. No importaba que yo nunca volviese a abrir esas libretas ni se las dejase leer a ningún amigo: yo sabía que mientras registrase en mi libreta toda la elocuencia con la que la ciudad llenaba sus salones de conferencias, yo todavía podría encontrarme sano y salvo. Y por este motivo, porque yo me había dado cuenta de que todo había sido un mal presagio, llegué a casa exhausto, con las manos torpes y los cuadernos intonsos, y enseguida me sentí como si me hubiesen asaltado por la calle y me hubiesen robado las llaves de mi casa y luego me hubieran dado una paliza. Así me sentí yo anoche cuando llegué a casa, maldito y enfermo, y para colmo de males no recordaba nada de la conferencia y quería saber qué diablos había querido decir aquel conferenciante insigne, y por eso saqué la grabadora nada más sentarme en la butaca del salón y apreté el botón y la puse en marcha. Y lo que debió pasar seguramente fue que con los nervios apreté el botón equivocado y seguramente la borré, o tal vez apreté el botón que no debía cuando por la tarde me senté en el salón de actos, porque lo cierto es que allí en aquella cinta que puse en marcha para saber algo más sobre el ser y la nada, no había verdaderamente nada de todo lo que había escuchado aquella tarde y que con tanta celeridad había olvidado. Y fue así como apenas pude cenar anoche, ni pensar apenas, la perplejidad de lo que me había ocurrido casi no me dejaba verme en el espejo cuando quería averiguar si se me había mudado la expresión o el color del rostro, y así fue como me dejé derrumbar en la cama, toda la noche reconcomido por pesadillas más bien siniestras, entre las cuales he logrado rescatar este sueño que me ha motivado a escribir esta especie de memoria sobre mi vida de amanuense, justo en el momento en que pongo fin a mi vida como amanuense. Y el único sueño que recuerdo entre tantas pesadillas es uno en el que yo por primera vez en mi vida me subía a un estrado, sin mesa y sin micrófono ante un auditorio abarrotado de personas que no paraban de levantar el dedo para preguntarme por las conferencias a las que había asistido como amanuense, levantaban el dedo, me daban el título de la conferencia y yo les sonreía complacido y luego comenzaba a reproducir literalmente la conferencia aludida como si fuese un autómata parlanchín, imitando el mismo tono de voz, o los gestos elocuentes o parcos o timoratos del conferenciante rememorado, hasta tal punto lo imitaba con fidelidad ventrílocua que enseguida tenía que poner fin a mi réplica, porque me interrumpían con una salva de aplausos nada más empezar, y así reproducía una y otra vez los comienzos de todas las conferencias a las que había asistido, hasta que finalmente alguien astuto de entre todos los interpelantes se le ocurrió levantar la mano para preguntarme por la última conferencia, precisamente la de anoche. Y fue cuando se hizo un silencio en la sala, noté que todos me inspeccionaban más atentamente, titubeé un poco, metí la mano en el bolsillo, saqué una grabadora exactamente igual a la que me había dejado mi amiga y apreté el botón. Pero como me desperté nada más ponerse en marcha la grabadora, soy incapaz de reproducir lo que dijo el conferenciante de anoche sobre el ser y la nada.

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Una respuesta a “ SOBRE EL SER Y LA NADA (LA GRABADORA) ”

  1. Nerea Ánima dice:

    Es fantástico. Comprendo la misma sensación cuando he lastrado mi pensamiento con objetos y sólo ellos me deben conocer porque al fin ni tan siquiera los anhelo.

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