LA CARTERA ROBADA

La cartera la encontramos dentro del cajón de un armario desvencijado que tenemos en el trastero. Habíamos decidido emplear aquella mañana de domingo en hacer una limpieza a fondo de la casa, limpiar las ventanas, poner en orden las estanterías y todo tipo de cacharros que empezaban a hacer intransitable el trastero: una habitación sombría ubicada en el sótano del edificio y a la que sólo entrábamos para coger alguna banqueta en las fiestas de cumpleaños o bajar la maleta cuando volvíamos de vacaciones. Lucía me había pedido que buscase un mantel  para la mesa de la cocina y  yo metí la mano en uno de los cajones del armario y enseguida noté entre los pliegues del mantel una cosa fría y húmeda que nunca debí haber sacado a la luz. Le pregunté casi a gritos que qué era aquello y ella me contestó con la misma pregunta, sin entender. Nada más abrirla saltó a la vista que aquella cartera pertenecía a una persona que no conocíamos. Como el trastero era un cuarto demasiado angosto y lúgubre para inspeccionar aquella enormidad de color negro, decidimos dejar la limpieza y subir al apartamento para hacer la inspección con más claridad, a la luz de una ventana. Se trataba de una cartera de mujer, atada mediante una hebilla, con monedero central y varios compartimentos para tarjetas y carnés. De uno de estos bolsillos Lucía desprendió un carné de identidad y un abono de transporte. La dueña era natural de Madrid, vivía en Móstoles y tenía veintiocho años. Lucía leyó su nombre y apellidos en alto y era como si los hubiera leído sobre una lápida y se hubiera hecho un silencio sepulcral. Por el carné de identidad pudimos enterarnos de su dirección, pero no logramos encontrar ningún número de teléfono en el que pudiéramos dejar aviso, a no ser el número telefónico de un pub impreso en el dorso de una tarjeta publicitaria. Dos fotografías en blanco y negro, la del carné y otra más de color sepia, en la que posaba junto a una amiga, semidesnuda y en una pose más bien indecorosa, nos dejaron la impresión de que la dueña llevaba una vida más alegre que la nuestra. Por supuesto, en la cartera no había ni rastro de dinero. Tan sólo descubrimos, dentro un sobrecito de papel cebolla, y oculto en un compartimiento, una moneda de plata de 2000 pts que había sido emitida  exclusivamente para coleccionistas y que todavía debe andar rodando por algún cajón de la casa. Creo que debimos estar registrando la cartera y examinando su contenido, al menos, durante media hora, pero el tiempo se nos hizo mucho más lento y pesado,  como si se hubiera venido arrastrando por el suelo.

Cuando por fin acabamos de examinarla, Lucía me preguntó qué pensaba sobre todo aquel asunto. Yo me hice cábalas, me encogí de hombros y solo acerté a emitir un gruñido. Entonces me miró con un gesto suspicaz, insinuando que tal vez había sido yo quien había dejado allí la cartera. Y La verdad es que no sabía como sacarla de dudas. Aunque no era nada descabellado pensarlo, protesté. Le recordé que había sido yo quien la había descubierto y que eso me eximía. Así que no podía ser yo. Resultaba una acusación infamante. Pero con la misma convicción con que protestaba, sabía también que Lucía estaba descartada, que de haberse topado con la cartera en una calle ni siquiera se hubiese agachado a recogerla. Le hice ver que no era yo el único que había tenido acceso al trastero. Su hermana Maribel y su marido disponían de las llaves de todas las puertas, e incluso durante las últimas vacaciones de Navidad, cuando nos fuimos a casa de mi madre, ellos se habían mudado a nuestra casa con el pretexto de que la suya carecía de calefacción. Le recordé que precisamente el marido de su hermana había vivido en Móstoles antes de casarse. Siempre había pensado que no era una persona fiable, que podía llevar una de esas vidas secretas de la que nunca se descubren sus dobleces. Pero finalmente una de aquellas dobleces había desplegado la cartera en nuestro trastero y Lucía la había encontrado y al fin parecía haber comprendido.– Crees que ha sido él ¿verdad?- me interrogó, con un mohín de disgusto.Durante unos minutos trazamos una penosa lista de sospechosos, porque todos los que habíamos elegido eran conocidos nuestros, parientes, gente a la que habíamos mirado hasta entonces con la mayor confianza del mundo. Un tío de Lucía, que había venido a casa a instalar un cobertizo en la terraza para proteger la lavadora de la intemperie, y que había bajado al trastero para recoger no sé qué herramientas, era el  que ocupaba el primer lugar en la lista. El sobrino de Lucía había pasado algunos fines de semana en nuestra casa y también podía haber entrado en el trastero. A esa lista añadimos, finalmente, al presidente de la comunidad, depositario de las llaves de todas las puertas del edificio, y que ese año, además, coincidía que era el filipino del 2ºB, que  en la última reunión de la comunidad había sido acusado de ladrón por el vecino del 1ºA. Cualquiera de ellos podía ser, pero también podía ocurrir que el culpable no estuviera incluido en esa lista. Yo, sin embargo, dejé entrever que tenía mi propio sospechoso. Como Lucía sabía que me refería a su cuñado, no se pudo contener y llamó por teléfono a su madre y a su hermana para comunicarles el descubrimiento y averiguar lo que opinaban del asunto. Y resultaba que todo el mundo había confeccionado su propia nómina de sospechosos y que la lista no paraba de crecer y crecer: cualquiera podía haber robado el bolso de aquella mujer en la calle y salir huyendo hasta encontrar refugio en nuestro portal; cualquiera podía haber bajado al sótano, podía haber abierto la puerta de nuestro trastero de una patada y esconder la cartera. Resultaba que todos éramos sospechosos. Pero fuera quien fuese el que había dejado en nuestro trastero la cartera ¿por qué eligió precisamente nuestra puerta?, ¿por qué la escondió minuciosamente en un cajón? y sobre todo ¿cómo pudo haber abierto la puerta del portal? y  además ¿dónde se deshizo del bolso? ¿Y por qué en la puerta de nuestro trastero no había quedado impreso ningún signo de ser forzada? ¿Y por qué no se nos había ocurrido pensar –tal como dejó entrever la madre de lucia- en la chica ecuatoriana que todos los viernes venía a primera hora de la mañana para fregar la escalera? En todo caso la madre de Lucía le había aconsejado que de momento era mejor no avisar a la policía hasta que el asunto no se aclarase. Pero ¿Y si resultaba que la policía intervenía primero y se enteraba de que nosotros teníamos aquella cartera y venía a llamar al timbre de nuestra puerta? Desde el mismo momento en que barajamos la posibilidad de que la policía viniese a visitarnos, nos sobresaltábamos cada vez que alguien llamaba al timbre o comenzaba a sonar el teléfono.  Aquella cartera nos había venido a plantear un enigma impenetrable del que se desprendían un montón de preguntas y ninguna respuesta. Si acaso creíamos dar con una respuesta, ésta nos conducía a nuevos callejones sin salida. ¿Desde cuándo se hallaba la cartera en nuestro trastero? y, lo más importante, ¿quién la había colocado allí? Y ¿Conocía el atracador a su víctima? ¿Tenía algún interés en incriminarnos precisamente a nosotros? De momento habíamos llegado a la conclusión de que el deceso tenía que haber sucedido entre el mes de marzo y el mes de octubre, pues precisamente en marzo había estado lloviendo sin parar durante dos días hasta que acabó inundándose el sótano, el agua entró con fuerza por debajo de las puertas de los trasteros y tuvimos que sacar todos los trastos almacenados, ponerlos a secar  y volverlos a meter uno por uno.–         Desde luego -sentencié- esta chica puede llevar seis meses muerta.Lucía se estremeció al escucharme, sin poder discernir si mi tono era en broma o en serio, pero lo cierto es que para entonces ya estábamos convencidos que la mujer estaba muerta, que en las mismas fotografías arrastraba  no sé qué semblante de difunta y que incluso podía haber sido asesinada en nuestro propio piso, tal vez en el mismo sofá sobre el que estábamos sentados registrando la cartera. Para mis adentros, yo ya me refería a la dueña de la cartera como “la muerta”. Pero no me atrevía a pronunciarlo en alto. Porque por aquella época yo tenía otras cosas en las que pensar. Mi madre nos había visitado unas semanas antes y habíamos advertido que los temblores de sus labios apenas le dejaban balbucear y su mano oscilante empezaba a rociar el café o la sopa que se quería llevar a la boca por toda la superficie de la mesa de la cocina. Como todos los domingos,  bajé a una cabina para comunicarme con mi madre, si era posible llamar así a aquella suerte de incomunicación que establecíamos a través del auricular. Nunca lograba hablar con ella más de dos minutos y aquellas conversaciones insulsas me dejaban siempre la sensación de que no sabía cómo tratar a mi madre. Así que regresé a casa todavía más abatido. Cuando entré por la puerta me encontré a Lucía cogiendo como con pinzas un mechón de cabello rubio que acababa de encontrar, oculto entre los pliegues del carné de conducir. Le pregunté si el cabello le parecía de una mujer. Volvió a guardar el mechón en su sitio y no me contestó. Entendí que todo aquello le daba asco y que hurgar en la cartera era una manera de hurgar en la vida de la difunta. Me preguntó si le había contado el suceso de la cartera a mi madre, y no me atreví a contarle la verdad, en parte porque era incapaz de contarle lo que había hablado con mi madre, en parte porque mi madre se estaba volviendo cada vez más olvidadiza  y se le estaba embotando el sentido del tiempo, y a veces me trataba como a un niño y me recordaba cosas muy antiguas como si acabaran de ocurrir, y otras veces me trataba como un extraño y ni se acordaba de que le había llamado el día anterior. En el fondo, tenía miedo a perder a mi madre y también a perder a Lucía y  miedo a quedarme solo. Y precisamente entonces, en esa mañana de domingo, apareció la cartera.

Aquella mañana la lluvia no dejó de repicar en los cristales de las claraboyas, las habitaciones se enfriaron y encendimos por primera vez la calefacción aquel invierno. Yo venía de pelearme con la caldera, frotándome las manos y dispuesto a ponerme el batín, cuando  me vi mirando con aprensión aquella cartera encima de la mesa -negra, fría, siniestra a más no poder, tal vez con manchas secas de sangre que nos habían pasado desapercibidas y que confundíamos con las manchas de humedad. Entonces me pareció detectar la fuente de la que irradiaba toda la humedad que empapaba la casa, y sentí un escalofrío. Preferí guardarme aquella sensación para mí, pero Lucía debió leerme la expresión porque, dando un respingo en el asiento, y como si alguien le hubiera pinchado en el culo, exclamó, casi gritando

–         sabes que te digo, que a mi también me parece que está muerta.

Para que calmara los nervios, le calenté una tila  en la cocina y se la llevé al salón. Al no verla en el sofá alcé la voz para preguntar dónde estaba: en aquel momento oí cómo se estaba lavando las manos en el lavabo, o por lo menos había abierto el grifo, pero aquello mismo ya se lo había visto hacer cinco minutos antes en el fregadero. Llegó del baño con la cara desencajada, arrastrando los pies y con un hilillo de voz.

-Tenemos que hacer la comida, pero me parece que he perdido el apetito. Me siento sucia- añadió- ¿Por qué no te lavas las manos?

 Si, yo también me lavé; yo también me sentía sucio al tocar aquella cartera pringosa y polvorienta. Era como si hubiésemos encontrado un tesoro enterrado que hubiera estado custodiado por trampas y venenos invisibles. El hecho de que  la cartera hubiera aparecido en un sótano volvía el incidente todavía más siniestro. Pasé lista a todo lo que había escondido durante los últimos tiempos en el trastero: periódicos, libros, revistas, pequeñas chucherías que yo iba hurtando a los ojos de Lucía para evitar el tener que dar explicaciones incómodas sobre mi desbocado ritmo de gasto. También recordé todas las carteras que robaba a las amigas de mi madre cuando venían a hacerle una visita. Recordé que en las primeras visitas venían con una sonrisa en la boca; luego ya empezaban a llegar más hurañas, sus visitas se iban espaciando y dejaban de venir a visitar a mi madre. Mientras me encontraba sumido en aquella revisión que ya empezaba a hacerme daño,  vi como en sueños a Lucia hurgando ávidamente de nuevo en la cartera y me sentí culpable de que la tuviese entre sus manos. Muchos días la había descubierto hurgando en mi billetera, en busca de pruebas que demostrasen mis deslices. Sentí que aquella cartera era la mía  y casi le ordené que lo dejase.– ¿Que hacemos?- le pregunté para romper el hielo.– No lo sé. Yo no quiero esto en mi casa- y al pronunciar “esto” no parecía referirse sólo a la cartera, sino a algo mucho más enorme y que nos superaba a los dos. Lucía llamó a un número de información de la compañía telefónica y pidió que le buscasen el número que correspondía a la dirección del carné de identidad, pero resultaba que en aquella dirección no constaba ningún abonado. Y no podíamos hacer nada porque mientras no tuviéramos una pista de quién había dejado allí la cartera, no podíamos llamar a la policía. Corríamos el peligro de que pudiéramos comprometer a algún familiar. La cartera la dejamos encima del escritorio del estudio y decidimos olvidarnos de ella. Comimos –más bien poco-, dormimos la siesta –más bien mal-, fuimos a ver una película  a un cine del centro, y aunque todo aquello lo ejecutamos con el pensamiento puesto en otra parte, nuestra conversación fue tomando con las horas un cariz más convencional, casi vulgar. 

Al día siguiente era lunes y  había que acudir al trabajo. No nos atrevimos a dejar la cartera en casa. Era como dejar abandonado en su cuna a un niño llorando. La cartera había cobrado tal fuerza que no nos podíamos separar de ella.  Cuando estábamos desayunando, trepidó el teléfono. Aquella era una llamada intempestiva. Desde que vivíamos en aquella casa nadie nos había llamado a la hora del desayuno. Nos sobresaltamos. Eran los padres de Lucia. Había que hacerlo ya o de lo contrario nos podíamos arrepentir. No comprendían cómo no nos habíamos deshecho ya de la cartera. A dos metros de distancia podía oír los gritos de su madre a través del auricular.

 Salimos de casa con una sola idea fija. Ni siquiera había que subir con la cartera al autobús. Antes de llegar a la parada teníamos que perderla de vista. Le dije a Lucía que la llevara dentro del bolso, pero me contestó que no pensaba mezclar aquello con todas sus cosas. Yo me la enfundé como pude en el bolsillo del abrigo y me pareció que allí dentro había algo que latía y que tenía vida y que en cualquier momento iba a maullar o gemir y nos iba a acabar delatando. Entre los trescientos metros que median entre nuestro portal y el contenedor de la basura, no nos dirigimos la palabra; tan solo oíamos nuestros pasos, nuestras respiraciones y los latidos del corazón. Cuando ya había levantado la pesada tapa del contenedor, después de haber esperado mesuradamente a que se alejara un coche, Lucía me detuvo. El contenedor estaba demasiado cerca de la comisaría de policía; además, no era la primera vez que veíamos  mendigos escarbando entre los desperdicios. Había que ir más lejos, deshacerse de la cartera con sigilo. Creo que si no hubiera sido un día de trabajo, me hubiera ido a Mostoles en autobús para dejar la cartera bien lejos de nuestra casa, en algún lugar donde encontrarla hubiera sido más creíble. No cogimos el autobús en nuestra parada habitual y a punto estuvimos de llegar al trabajo andando. A mitad de trayecto, y después de haber descartado varios contenedores, la arrojé en una papelera vacía que estaba adosada  a un poste. Por supuesto, antes de hacerlo, nos detuvimos durante un largo rato para mirar a todas partes. A esa hora de la mañana la calle es un hervidero de personas que vienen y van a coger el autobús para el trabajo. El tráfico no cesa de enredarse, los atascos son continuos, los coches quedan encallados durante varios minutos en el mismo punto. Los automovilistas matan el rato tocando el claxon y mirando por la ventanilla.Después de aquel domingo ya no podíamos volver a confiar en nadie y apenas hablábamos entre nosotros, pues de todo aquel asunto de la cartera nos había quedado un escrúpulo absurdo que no paraba de angustiarnos. Al fin y al cabo, habíamos hecho lo mismo que hizo el que nos dejó la cartera en el trastero: nos acabamos deshaciendo de ella. Vivimos aquellos días como si hubiésemos contemplado el paso de un fantasma, como si nos hubiera sobresaltado un hecho irracional al que después de dar vueltas había que arrojar por la borda. Y eso fue lo que hicimos, dejar de hablar de ello, olvidarlo. Creíamos que era algo tan sencillo  como eso, que bastaba con dejar de mencionar la cartera y esperar a que se fueran disipando los recuerdos. Pero aquella cartera no era una cartera cualquiera. Aquella cartera tenía vida y había pertenecido a una persona que estaba viva, o que lo había estado durante algún tiempo, y la cartera acabó por  resucitar. Y esta vez en las circunstancias más inesperadas.  El año en que apareció la cartera en nuestro trastero, fue el año más lluvioso de la última década, el trastero volvió otra vez a inundarse a principios de mayo, apenas hubo primavera y el verano se nos echó encima como si tuviese más prisa que nunca,  porque a  primeros de junio mi madre tropezó con un bordillo, se hizo un esguince y tuvimos que adelantar repentinamente las vacaciones. Ya casi no podía andar y se estaba quedando en los huesos, así que era natural que se hubiese caído. Sabíamos que tarde o temprano aquello era algo que tenía que llegar, pero lo que no esperábamos es que su estado acabase siendo tan calamitoso. No dejaba de temblequear en ningún momento. Y como era incapaz de llevarse una cuchara a la boca, había dejado de cocinar. Y también había dejado de utilizar la escoba y de pasar la fregona, y tal vez por eso acumulaba durante días bolsas de plástico llenas de desperdicios y la casa estaba empezando a oler mal. Poco después de recibirnos con expresión estúpida en la puerta, aprovechó que me estaba preparando un café en la cocina para acercárseme con cara misteriosa y preguntarme por la mujer que me había acompañado. Me dieron ganas de reír. Pero luego pensé con verdadera lástima que ya me quedaban muy pocas oportunidades para establecer un verdadero contacto con mi madre, que la próxima vez que llamase al timbre de aquella casa mi madre sólo vería delante de aquella puerta a dos extraños con maleta. Así que Lucía y yo pasamos aquel verano en casa de mi madre como dos huéspedes en la pensión de una patrona desconfiada. Ese mes de junio también siguió lloviendo mucho y apenas pudimos hacer excursiones, lo que nos permitió dedicarnos a hacer una limpieza de la casa de arriba abajo, pues la ropa acumulada con los años desbordaba  los armarios e invadía sillas y camas. Figuras inservibles y botellas vacías con licores rancios proliferaban por los rincones más insospechados. Durante varios días estuvimos bajando a los contenedores bolsas con ropa ya pasada de moda, bolsos viejos y despanzurrados, infinidad de trapos y pelucas estropajosas tomadas por los ácaros. En fin, nos dedicamos a tirar la casa por la ventana. Durante los días que duró la limpieza mi madre se mostraba muy nerviosa, sus temblores se le agudizaron, se pasaba todo el día en la cama y sólo se levantaba para quejarse de que le estábamos desvalijando la casa. Pero nada de lo que yo acarreaba hasta el contenedor de la basura tenía el más mínimo valor. Las prendas de ropa que no estaban apolilladas las amontonábamos en bolsas que pensábamos entregar en la parroquia, pero la mayoría de ropa estaba tan estropeada por la polilla o tan vieja o tan pasada de moda que se nos fue  acumulando en el contenedor toda una montaña de basura que ya no dejaba cerrar la tapa. Tuve entonces que ir al supermercado a por más bolsas de plástico y a buscar otro contenedor a la calle de al lado. Y fue ya de vuelta a casa, al término de una tarea de limpieza que nos había llevado varios días, cuando fui testigo de un hecho que aún seguimos considerando prodigioso, aún cuando ni Lucía ni yo hemos vuelto a referirnos a él. Al torcer la esquina para entrar en el callejón donde estaba el portal de la casa, vi que la puerta del garaje que pertenecía a mi madre se encontraba alzada. Y eso era lo extraño, pues que desde que murió mi padre y vendimos su viejo coche no se había vuelto a abrir. Alguna vez le pedí la llave para ir a coger algún viejo libro que había acabado aparcado en un  rincón del garaje por falta de espacio en las estanterías. Pero mi madre siempre me acababa contestando que no se acordaba en donde había guardado la llave. Y ahora que habían pasado tanto tiempo y que mi madre era incapaz de acordarse de cuántos años tenía o en qué año se había casado con mi padre, había terminado encontrando la llave y había logrado abrir la puerta del garaje. Era como si el fantasma de mi padre se nos hubiera aparecido en aquel recinto por haber hurgado en el armario donde se guardaba su ropa, así que cuando yo asomé la cabeza por el hueco y empecé a penetrar en la penumbra llena de polvo, ya estaba preparado para  encontrarme cualquier cosa. El interior del garaje se encontraba tal como yo lo recordaba, pero cubierto de telarañas, de polvo que olía a moho, revestido de una capa de años que había  ido doblegando y avejentando y pudriendo  todo lo que con los años había ido arrumbando la gran familia que en un tiempo fuimos. Y entonces me di cuenta que yo iba a ser, dentro de muy poco tiempo, el único sobreviviente, y que me iba a quedar solo, y que me estaba volviendo tan viejo como todo cuanto habíamos encerrado en aquel garaje. Según desfilaba casi a tientas, iba dejando a los lados rimeros de revistas dominicales con una pátina de mugre, pilas de libros carcomidos, algún garrafón de vino probablemente picado, trastos y muebles antiguos que habían pertenecido a mis abuelos e incluso una televisión de formica y sin botones en la que había visto las primeras películas en blanco y negro. Y yo iba mirando todas aquellas antiguallas mientras buscaba con la mirada la persona que había abierto el garaje e iba avanzando, con el corazón desbocado, hacia la gran bañera amarillenta y desconchada que nos había dejado por unos días un dentista amigo de mi padre y que nunca volvió a recoger. Y hacia el fondo de la bañera, como si estuviese flotando algún cadáver putrefacto en el limo del tiempo, estaban los ojos de Lucia mirando con expresión de asombro, como si se hubiese quedado hipnotizada por algún pez abisal. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la falta de luz, la vi claramente. Estaba reclinada sobre la bañera como quien está a punto de sumergir un dedo para probar la temperatura del agua con la que se va a dar un baño. Tan concentrada en lo que estaba mirando que ni siquiera me había oído venir.  Eran decenas de carteras lo que Lucía estaba escrutando en el fondo de aquella bañera, sin atrever a meter la mano, carteras de todos los tamaños y  colores, pero que el tiempo había podrido y ennegrecido, aniquilando probablemente cualquier rastro de identidad posible. Ya no había forma humana de indagar en aquella masa casi putrefacta de carteras tiesas y cuarteadas, no se podía saber a qué mujeres habían pertenecido aquellas carteras. Lucía masculló una frase casi inaudible, mientras se protegía las narices de aquel olor hediondo que parecía impregnar todo el garaje e hizo un gesto de retirarse como quien huye de una catástrofe. Y sin embargo, yo ya no oía ni olía nada. No pensaba más que en lo indefensa que se había quedado ahora mi madre. Pensaba que si ella había robado aquellas carteras, nunca volvería a acordarse, que si alguien la acusaba de aquel delito tampoco podría defenderse. 

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2 respuestas a “ LA CARTERA ROBADA ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Tengo que pedir disculpas de nuevo. Este cuento es un poco largo y al irlo a editar he hecho una pequeña pifia y no ha quedado respetado el corte de párrafos del original, con lo que se han quedado párrafos muy largos que se hacen difíciles de leer. Pero el relato es el que es, y no le quita ni añade nada esencial.

  2. Ushuaia dice:

    La narración es bastante interesante y se lee de un tirón y sí, quizá deberías haber desvelado quién era el ladrón de carteras más hacia el final, para añadir más morbo, pero es tu cuento y lo haces como quieres. En cuanto a los párrafos, a mí, al editar los relatos me quedan todos apegotonados sin saber por qué. La bañera llena de carteras mugrientas es un efecto muy bueno.

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