La vida…

 

La vida no es el bien supremo

La vida no es el bien supremo, si lo fuera los mártires y los héroes serían idiotas. Tampoco encontraríamos un hacedor justo: ningún demiurgo medianamente responsable crearía una naturaleza en la que todo, más tarde o más temprano, va a ser privado del supremo bien.

Claro que es difícil asumirlo, especialmente cuando cualquier síntoma de enfermedad es una clamorosa llamada de atención a la propia finitud. Y nos aferramos a la posibilidad de que «esta vez no» y «esta vez no» y «esta vez no»… y así imaginamos que alcanzamos la inmortalidad. La vida terrenal como propiedad privada inalienable.

Tampoco es fácil de asumir cuando ese conocimiento profundo que tenemos de la realidad de la muerte no entra en las creencias posibles a cierta edad, 20, 30, 40 años etc. etc. Creencias. ¿Quién cree?: Yo.

El Yo es la piedra en que tropezamos cada vez.

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Leo de Schopenhauer y leo a Schopenhauer. Don Arturo critica que los «filosofastros» carguen al unísono contra el panteísmo.

Si lo finito debe integrarse en lo infinito ¿No es ya una parte de ello? Si no puede haber más que un solo «infinito ontológico» que todo lo comprenda, ¿Es que puede ser otra cosa que Dios? Y si todo es parte del infinito es ya parte de Dios mismo. El espacio y el tiempo son como dos… mejor el espacio-tiempo es como un permiso extraordinario, unas vacaciones dadas a un poco del de suyo inextenso y atemporal, pero todo lo que ocurre en la «realidad kantiana» es un sueño: breve intento de definir la libertad que dura el instante de la vida de cada uno. Las preguntas sin respuesta continúan: ¿Por qué?, ¿Para qué? y se repiten para cada Yo, para cada cuerpo.

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Nos representamos un mundo que es el disfraz que nos oculta la realidad: bonita revolución del realismo kantiano.

Las ideas se vuelven densas, perezosas, rebotan una y otra vez dentro de la membrana que limita mi pensamiento. No puedo detenerlas ni capturarlas… astenia intelectual o simplemente aporía. El deseo de llegar a lo recóndito está en la esperanza de que no lo alcance la aporía, porque allí está aquello que sólo yo comprendo. Pero es una falsa esperanza, la verdad es que lo siento como privativo mío, como siento también mi cuerpo, y ambas cosas, como también los sentimientos son ya parte y propiedad de la atemporalidad infinita. Los cuerpos destruidos ¿También?

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El juego es una sinrazón.

El principio de razón suficiente no es aplicable a las desconocidas cosas en sí. Si llamamos «real» a lo verdadero, al conjunto de lo inabordable, y atribuimos la racionalidad al citado principio, lo real no es racional… ¡Qué diría Hegel!

Pero «el principio» es el garante de la racionalidad, es lo que nos hace capaces de comprender el mundo. Ahí está la trampa del demiurgo. Para él todo es un juego y, por juego, carente de racionalidad y para nosotros incomprensible, como los mundos de los niños. Es el juego libre de la imaginación, el de la Crítica del Juicio, el que puede acercarnos a la comprensión, sólo acercarnos, porque no hay «conocer del conocer» que dice Don Arturo en «La cuádruple raíz…».

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¿Son mensajes sin otro fin que unos locos que se empeñan en hacerse preguntas sin respuesta crean que han «comprendido» algo?

Y ¿qué mensaje más cercano y más absurdo que el propio cuerpo? Individuo y distinto, ansioso de perduración y contingente. Ejecutor de los mandatos de la voluntad pero ajeno a ella. ¿Dónde se generan los deseos? Creo que la voluntad del hombre es «prestada» y que, al fin, reintegrada a los planetas la materia que «durante un breve lapso (no se sabe cómo) fue dotada de energía vital» (KpV A289) es la verdadera «voluntad» la que se manifiesta, el plan para la creación de un mundo perfecto obra de un Demiurgo perfecto, pero ¿Por qué?, ¿Para qué?.

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