LA SONRISA

Había perdido el conocimiento y me recogieron de la acera de una calle en donde estaba tirado; y luego me llevaron al hospital, en una ambulancia, supongo, porque eso no lo he preguntado. Ellos si, las enfermeras, los celadores, el médico que me ha cosido la frente me han preguntado cómo me había hecho aquella herida. Pero yo no me atrevo a contarles la verdad. Me da vergüenza. Digo que no me acuerdo. Pero creo que llegaré a contarlo, que voy a contar como sucedió todo.

Era una noche muy lluviosa, ya bastante tarde, y como llovía tanto, casi nadie circulaba por la calle. Yo no llevaba paraguas, pero no me importaba mojarme y vagabundeaba por las calles buscando, como casi siempre, alguna novedad, algo todavía indefinido, una aventura que salpimentase la  vida insulsa que llevaba, alguien con quien poder intercambiar unas palabras, cualquier cosa que me electrizase, que me transformase. No lo había encontrado en los libros que leía, ni en los cines a los que acudía en busca de una película que contase mi otra vida, la que sabía que me estaba aguardando en alguna parte. Del trabajo, de la oficina, para qué vamos a hablar… Estaba solo, muy solo, como solamente puede estarlo un hombre que se ha mudado a una nueva ciudad. Y ese era mi caso. Por eso vagabundeaba por calles desconocidas, sin rumbo fijo, intentando orientarme en el paisaje laberíntico de la ciudad. De pronto, al dejar el escaparate de una zapatería, vi pasar una mujer con un cuerpo  formidable, muy bien vestida, casi con ropas de otra época, pero de un gusto exquisito, y sin paraguas. Aquello me llamó la atención: que con esa lluvia no llevase paraguas. Pero lo que me impulsó a seguirla –debo confesar que no es la primera vez que sigo a una mujer  por la calle- fue aquella sonrisa que vi de soslayo, aquella sonrisa como sacada de un cuadro de Leonardo, difuminada y sugerente, triste y alegre. No me mostró sus dientes, pero mientras la seguía me los imaginaba blancos, cabales, unos de esos dientes que se pueden ver en un anuncio de dentífrico y que nos hacen pensar en la pureza de algunas mujeres. Atravesamos juntos varias calles, yo detrás, a una discreta distancia, para que en el silencio de la noche el ruido de mis pisadas no me delatase. Sin embargo, tenía la impresión de que ella sabía que la estaba siguiendo.

Era una noche muy silenciosa; los coches hacía ya tiempo que habían dejado de pasar. No nos cruzamos con nadie por la calle. Mientras fijaba la mirada en su espalda, iba hipnotizado por el ritmo de su taconeo. Recuerdo que se me escapó una carcajada, porque aquella escena me hizo pensar, no sé por qué, en el flautista de Hamelin, con  toda su cohorte de ratas. Yo soy tu ratita, me dije en voz baja, y tú vas tocándome la flauta. Entonces hice un gesto tonto, un gesto de esos que uno sólo hace cuando está borracho. Miré para atrás para confirmar que era yo el único que la seguía. Y contemplé una calle en penumbra, pálidamente iluminada por las farolas, y vacía, muy vacía, tanto que me di cuenta de que estábamos solos en la ciudad, ella y yo. Y me asusté; me asusté porque volví la cabeza y ella había desaparecido como barrida por una ráfaga de lluvia, y yo estaba solo, perdido en la noche dentro de la gran ciudad. Me lamenté de la oportunidad desperdiciada; debí haberla abordado, decirle alguna palabra, aunque me rechazase, cualquier cosa antes que dejarla escapar de aquella manera. Sabía al menos en qué barrio vivía, aunque desconociese el portal exacto que acaba de enfilar. Apuré un poco los pasos por si podía averiguar cuál era ese portal. Y en el momento en que avivé el ritmo, la vi salir, no sé de dónde, tal vez de las galerías de un centro comercial cercano. Pero observé que venía en dirección contraria, dirigiéndose hacia donde yo me encontraba, con pasos decididos, y me sonreía; me pareció que me sonreía, con aquella sonrisa que tanto me había hechizado. Y yo le respondía con otra sonrisa con la que caminaba a su encuentro. Y entonces fue cuando ocurrió aquello que he querido contar desde un principio. La cara que yo apenas había entrevisto, se iba definiendo a medida que se acercaba, y me pareció que no era tan joven como yo me la había imaginado. Tal vez el maquillaje y sus gafas oscuras disimulaban su verdadera edad. Cuando ya sólo nos separaba una distancia de diez metros, aproximadamente, intuí que se iba a dirigir a mí, y mi corazón se aceleró esperando una palabra suya, tal vez una sonrisa, una de aquellas sonrisas… Y fue verlo y no verlo, todo se sucedió muy deprisa, sólo sé que en un instante se colocó casi a mi altura como si hubiera corrido de un salto y se llevó las manos a la boca con un distraído ademán de esos que hace uno para quitarse las gafas cuando se tiene la vista cansada. Y la miré fijamente, desconcertado por  un gesto que nunca había visto antes, y mientras mis ojos iban mirando atónitos, ella iba ensanchando su sonrisa, hasta que por fin estalló en una suerte de carcajada hueca. Porque justo a un palmo de mis narices y en un gesto –no sé muy bien como definirlo- de rebelde y obscena insolencia, se desprendió de toda su dentadura –que sólo en ese momento comprendí que era postiza- y me enseñó su boca abierta, calva, en carne viva, fea como un demonio.  Yo me quedaba mirando aquello sin poder reaccionar y ella abrió la boca más todavía para insinuarme algo con su lengua de sapo, pero yo me había quedado sordo, ya no podía oír nada, sólo la miraba hacer, agitar el brazo con rabia mientras me lanzaba la dentadura contra la cara. Y lancé entonces un grito; un grito que rompió en mil pedazos el místico silencio de aquella noche, y yo entre esos pedazos, hecho añicos, tirado en el suelo y ya con la sonrisa completamente borrada de la cara.

Lo demás ya lo sabéis. Me recogieron de la calle y me trajeron al hospital. Me preguntaron al despertar qué me había pasado, cómo me había hecho aquella brecha en la cabeza.  Me lo preguntan todos los días, pero no me atrevo a contestar;  me paso simplemente la mano por la brecha con una mueca de disgusto y no consigo borrarme la sonrisa de la cabeza. Aquella horrorosa sonrisa.

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