Pablo

El otro, el jardín, el beso

(Pablo)

La casa parecía un viejo cortijo convertido en casa de verano, posiblemente propiedad de un hijo de familia bien con muchos hermanos , tal vez de varios de ellos. Había sufrido, sin duda, un cierto abandono. El jardín hecho de años y descuidado más años aún, había adquirido una cierta apariencia silvestre, espontánea, que le confería una belleza lejana.

Era invierno y un tímido sol de las cuatro de la tarde resaltaba los detalles, como el verdín de los troncos y el color de las hojas secas en los rosales. El suelo estaba húmedo y el frío empujaba a entrar en la casa.

Pablo había venido de Inglaterra. El suyo era un viaje apostólico, no proselitista; buscaba adeptos entre las personas como quien quiere separar la grava del polvo y cierne paletadas de gente sin otro interés que encontrar algún predestinado.

Llegué a la casa, a unos quince kilómetros de la ciudad, demasiado pronto. El dueño me recibió cariñosamente aunque no me conocía personalmente. Carlos le había avisado mi visita y me esperaba. Enseguida me dijo: -«Pablo bajará enseguida… pero es demasiado pronto… ¿No? Todavía no ha llegado nadie…»

Creo que contesté con un encogimiento de hombros que quería ser una disculpa, aunque a lo mejor también tenía un algo de «vosotros erais los que teníais interés en que viniera», pero la grosería del pensamiento solo se tradujo ligeramente en el gesto.

Todo era suave, como los colores de la decoración y la disculpa musitada como un todo uno con la presentación:

-«Soy Antonio, vuelvo enseguida… Ponte cómodo…»

Me quedé solo. El tresillo era de mimbre, pintado de verde oscuro, con grandes cojines de tapicería gruesa y desgastada, estampada con dibujos de hojas secas de distintas formas y colores. La ventana, baja casi hasta el suelo, dejaba ver en el jardín, otro estampado casi idéntico. En una chimenea languidecía un fuego, lujoso y también gastado como todo a su alrededor. Encendí un cigarrillo para matar la espera.

El tiempo pasaba y nadie aparecía. Comencé a sentir la impresión de estar perdiendo el tiempo.

Un timbre lejano sonó y al poco oí el ruido de un coche en la grava del camino del jardín… Pasos… Vi a una pareja, relativamente joven, cruzar por delante de mi ventana caminando hacia la puerta principal.

Voces amigas, saludos de gente que se trata con frecuencia y, al fin, compañía que rompió mi espera.

Todos eran cariñosos, más de lo normal, educados, bastante bien vestidos pero sin afectación. Ropa cómoda como para venir a una casa de campo pero demostrando un cierto respeto.

-«¿Y Pablo?», preguntó la mujer.

-«Enseguida baja», contestó Antonio. El significado de la palabra enseguida debía ser distinto en este entorno que en el mío.

La chica, ahora me parecía más joven, dijo: -«Voy a llevar esto a la cocina», y desapareció con la seguridad que muestra quien conoce perfectamente el terreno.

El hombre, y entonces me pareció evidente que no eran pareja, se quedó conmigo. Fui a encender otro cigarrillo y entonces me dijo: -«Por favor, no fumes aquí dentro…» y siguió: «… es tu primera vez ¿Verdad?»

Si, claro, era mi primera vez.

Enseguida, en el sentido que yo suelo darle a esta palabra, apareció Antonio, e inmediatamente la chica, el anfitrión hizo entonces las presentaciones, él era Gabriel, ella se llamaba Teresa. A falta de otro interés inmediato me dediqué a estudiarla. No era una belleza pero me pareció interesante.

Antonio se dirigió a mí: -«… ya sabes, Carlos te habrá explicado… nosotros creemos en un mundo más libre, más amplio, en una sociedad en la que todas las opiniones tienen cabida. No tiene que ver con las creencias religiosas, porque cada uno puede tener las suyas propias… nosotros somos amantes del conocimiento profundo del hombre… de un modo general, y también del conocimiento de uno mismo, naturalmente… y todo en pos de una sociedad nueva y mejor.»

Yo estaba interesado si no, no hubiera venido, así que escuchaba atentamente. Antonio siguió hablando:  -» Pablo lleva muchos años explorando el camino y oírle es un placer enriquecedor…él ha conocido a muchos hombres sabios, incluso trató personalmente a Sahib Muhammad Alí»

Teresa y su amigo asentían con suavidad mientras oían el pequeño discurso de Antonio. Sus gestos estaban impregnados de la ¿dulzura? del evento completo. Todo hacía juego menos yo mismo. De hecho dos intereses bien distintos pugnaban en mi interior: deseaba que apareciera el mencionado Pablo y me gustaría conocer mejor a la única mujer de la reunión… siempre he tenido instintos de animal macho. No quiero significar nada peyorativo: los instintos son los instintos, y, además, estoy convencido de que son más comunes de lo que se reconoce. La educación, hasta sus últimos límites, no mata a los instintos, simplemente enseña a convivir con ellos… a disimularlos, como yo hacía en aquel momento.

Entonces se oyó el ruido inconfundible de una persona pesada bajando una escalera de madera: crujidos y una tos. Todos miramos hacia la puerta del recibidor y allí apareció Pablo.

Todos nos levantamos. Teresa también. Le dediqué una mirada furtiva para apreciar mejor su figura, pero enseguida me centré en el causante de la reunión.

Pablo era un hombre grande, debía medir algo más de uno ochenta y pesar mas de cien kilos. Tenía el pelo blanco, unas profundas entradas remarcaban su frente. Iba pulcramente afeitado y de lejos supe que debía oler a colonia. Le iba una colonia de olor denso… Por lo demás tenía un aspecto inteligente y bondadoso. Pablo solo hablaba inglés. «Sería más apropiado llamarle Paul», pensé.

¿Entendíamos todos su inglés? Sí, por supuesto. Tampoco era su lengua materna, él era holandés, así que por eso le entendíamos tan bien… lo hablaba despacio pero muy bien…

Comenzó una tertulia, pero apenas habíamos comenzado a oír que alguien le había comunicado sus dudas acerca de la moralidad en el uso del dinero cuando se volvió a oír un coche en el jardín y enseguida sonó el timbre de la puerta de la casa… «Estos no han llamado desde la verja», pensé. Eran Carlos y su mujer… me sentí más arropado, más seguro… No parecía que hubieran interrumpido nada. Después de cariñosos saludos de todos con todos la tertulia siguió relajada. Al fin solo éramos un grupo de amigos interesados en la filosofía, una filosofía algo especial, más comprometida con el comportamiento habitual… y en la mejora del mundo…

Eso era yo al menos. Interesado en la filosofía aunque no fuera exótica, escéptico en lo de la mejora e incipientemente interesado en Teresa.

La mujer de Carlos también se fue a la cocina a dejar algunos paquetes. Empecé a sentirme un poco incómodo porque todo el mundo parecía haber aportado algo para la cena… y más, por el volumen de las provisiones, claro que pensábamos estar hasta el día siguiente por la tarde… No se me había ocurrido que habría un problema de intendencia.

Pablo, o Paul, volvió suavemente al primer tema de la conversación, el dinero, lo retomó nombrando a personas que los demás conocían… no era ni mucho menos un monólogo, todos intervenían en el diálogo, él proponía el tema, lo exponía brevemente, nos dejaba opinar y luego rebatía nuestras opiniones y cerraba el tema dando «doctrina»… No tratamos temas importantes… o tal vez sí: «el dinero», otro «el uso del tiempo», también la incontinencia verbal, y más…

Explicaba una visión distinta del mundo, de la «composición» del ser humano como cuatro «cuerpos»  distintos y como las relaciones entre los cuatro o entre algunos de ellos explicaban fenómenos físicos, psíquicos o psicosomáticos… me hizo especial gracia la explicación de la borrachera como una relajación de la unión del cuerpo astral y el cuerpo físico que produce una falta de control del uno por el otro… me quedé con las ganas de preguntarle por el aura, pero la verdad es que estaba muy interesado en sus explicaciones, especialmente cuando hablaba del desdoblamiento de la personalidad, nuestro yo bueno separado de nuestro yo malo y la posibilidad de, haciendo un esfuerzo de concentración, ver a nuestro yo malo… un examen de conciencia, me dije yo… ¿Verlo como algo físico? «Sí. Sí, como otra persona…»

Así transcurrió la tarde.

La cena, temprano: unos sándwichs y un pocillo de sopicaldo de sobre para los que quisimos algo caliente… ascetismo puro.

Estábamos sentados en el saloncito de siempre, cada uno con su plato en las rodillas. Teresa estaba muy lejos de mi, sentada en la diagonal del salón; entonces, mientras mordisqueaba mi bocadillo la miré fijamente a los ojos. Ella se dio cuenta de mi mirada y en vez de dejar resbalar la suya la mantuvo de un modo que respondía francamente a mi provocación y muy alejado de la morigeración de las costumbres de que habíamos hablado una parte  importante de la tarde. Los demás atraían su cuerpo astral hacia el estómago. «Cuando una mujer da sus ojos, está dispuesta a dar todo lo demás…» pensé.

Apenas unos segundos duró el encuentro visual, ella sonrió con una sonrisa que desmentía la espiritualidad de su físico, o al menos eso me pareció a mí, y volvió a concentrarse en la comida.

Más tarde, cuando ayudaba a la mujer de Carlos a recoger los platos… me pregunté: ¿Era el orden doméstico una obligación femenina en la «nueva» sociedad?»… pero mi pregunta quedó sin formular. Al tomar el mío fue ella la que me miró a los ojos con los labios en gesto Giocconda y yo el que mantuve la mirada, sonreí y estuve a punto de dibujar un fugaz beso con los labios. Menos mal que no lo hice pues Paul me miraba desde la puerta, no sé por qué.

Este lance rompió el embrujo que la reunión tenía para mí, al menos momentáneamente. La tertulia después de la cena fue trivial. Carlos y su mujer se fueron a dormir a su casa pues no tenían con quien dejar a los niños y los demás, como si estuviéramos agotados por el esfuerzo intelectual de la tarde, quisimos retirarnos pronto.

En el piso superior de la casa había cuatro dormitorios. Uno, el principal, con el baño adjunto. De los otros tres, dos eran relativamente pequeños, con una cama, y el otro mayor, con dos camas. Al fondo del pasillo había un baño para dar servicio a los tres dormitorios. La casa no tenía calefacción y, a pesar de que chimenea había estado encendida toda la tarde, las habitaciones estaban heladas.

La distribución era tal que en un extremo del pasillo estaba el baño común y en el otro un balcón, que daba a un lateral del jardín, contiguo y en ángulo recto con la entrada del dormitorio principal. Una espesa cortina lo cubría.

Antonio nos distribuyó. Dejó la habitación principal a Teresa porque su mujer no venía a dormir. En el extremo opuesto, Paul estaba en la habitación, contigua al baño del pasillo y al tiro de escalera, que daba a sur y, teóricamente, era la mejor de las tres. Los tres hombres restantes nos sorteamos las camas, a mí me tocó el cuarto individual, contigua al baño y con la puerta muy cerca de la escalera. Antonio y Gabriel se fueron a la habitación doble, junto al balcón; su puerta estaba cerca del centro del pasillo.

La cama tenía tres pesadas mantas de color beige con rayas rojas en los extremos. El peso resultaba casi agobiante pero las sábanas estaban frías y parecía no haber modo de entrar en calor.

Encogido de frío e incapaz de dormir pasé revista a la tarde. Inevitablemente pensé en Teresa. Una sensación extraña se instaló en mi cabeza y me acabó de despertar completamente. Empecé a escuchar atentamente los ruidos de la casa dormida… ¿Carcoma? ¿Ratones? Un crujido de un mueble… De pronto un clic-clac de un baldosín suelto en el pasillo. Esperé un rato… silencio…

Por fin no pude resistir más la tentación, me levanté, abrí la puerta con todo cuidado para no hacer ruido, la dejé entornada, y comencé a recorrer el pasillo hacia el dormitorio de Teresa. Realmente no sabía que iba a hacer cuando estuviera dentro, pero momentáneamente me preocupaba más recordar donde estaban los pocos muebles e imaginar cual era el baldosín suelto para evitarlo.

La oscuridad era casi absoluta, bueno, absoluta, y el silencio tal que creía oír mi propia respiración. Los latidos del corazón no se oirían pero los sentía en las sienes como cañonazos.

Avancé lentamente hasta llegar a la puerta del dormitorio principal. La cortina del balcón se movió ligeramente dejando entrar un fugaz rayito de luz, -«El viento en una rendija», pensé, e inmediatamente volví a pensar que podía haber alguien detrás de la cortina y me quedé inmóvil, con la mano intentando encontrar el pomo de la cerradura de la puerta de Teresa y el hombro muy cerca de las cortinas del balcón, pero sin rozarlas. Eran pesadas y burdeos… Qué recuerdo más extraño para el momento… Intenté oír… contuve la respiración; si había alguien tendría que respirar. Uno de los dos tendría que hacerlo, al menos yo no tenía más remedio. Entreabrí la boca e intenté tomar aire sin hacer ruido. El otro podía estar haciendo lo mismo porque seguía sin oír nada…

Supongo que el tiempo se detuvo porque tardé una eternidad en tomar el pomo e intentar girarlo.

En ese momento sentí que se me escapaba de las manos, la puerta se abría y en medio de la oscuridad unas manos cogían mi cara y una boca me besaba con pasión. Después las mismas manos me empujaban hacia afuera y una voz que no me pareció la de Teresa me decía en voz baja pero firme: -» Eres tonto Antonio. Te esperaba, pero no puede ser. Anda, vete.»

La puerta se cerró y oí el ruido de un pestillo al correrse. -«Fin de la aventura», pensé, pero no era verdad: tenía que volver a la habitación, y si alguien estaba tras la cortina debía haber oído lo mismo que yo. En ese momento entendí que es «estar petrificado», pero no me valió de nada.

Tomé la decisión de los valientes, di media vuelta como si no hubiera ocurrido nada y recorrí el pasillo sin preocuparme del ruido. Fui hasta el baño común, entré, y después de un momento tiré de la cadena y volví a mi habitación. Sentí que me había acatarrado. Me metí en la cama y tirité un rato hasta que me quedé dormido.  La confusión permaneció inquietándome hasta que mi cuerpo astral se separó del físico, quiero decir que me dormí: ¿Antonio? ¿No debía haber dicho Gabriel? y todo se diluyó sin dejar rastro.

Me despertó Antonio llamando a mi puerta y diciendo -«¡Son las siete y media!». Había dormido bien, a pesar de todo, pero la duda sobre quien estaba detrás de la cortina del pasillo estaba presente mientras me lavaba los dientes con la cabeza metida en el lavabo… Antonio y Paul se habían levantado antes. Gabriel esperaba que acabara de arreglarme. En veinte minutos le dejé el baño. Acabé de vestirme y bajé, Carlos y su mujer ya estaban en el comedor. Al pasar eché una mirada a la cocina: Teresa hacía café de puchero, se volvió y me saludó con una resplandeciente sonrisa y me guiñó un ojo: Pensé: -«¡Dios mío, ¿Qué quiere decir?!» No, no lo pensé, lo sentí con los cuatro cuerpos unidos en uno excitados por el olor del café. Pero lo único que me dijo, además de buenos días, fue:

-«¿Me ayudas con las tazas?»

Desayunamos y volvimos a las charlas. Mi interés por la filosofía neo órfica había desaparecido así que me resultó aburrido y apenas hice preguntas. A ratos estuve ausente. O presente escrutando a las mujeres. ¿Mi yo perverso había desplazado a mi yo virtuoso?

Apenas acabado el desayuno volvimos a sentarnos. Los demás parecían relajados, a mí el no fumar me había puesto algo nervioso y tenía la conciencia de estar mirando demasiado a Teresa por lo que para repartir el interés por lo femenino comencé a mirar también a la mujer de Carlos: y empecé a encontrarla atractiva. Sospecho que, en aquel momento, debía tener una sobrecarga hormonal. Confieso que no pude concentrarme en toda la mañana.

Fuera la mañana había sido de niebla, pero la primera hora de la tarde era soleada. Después de la frugal comida Paul se retiró a descansar, tal vez Antonio dijo a «meditar», así que salí al jardín a fumar.

Mi impresión del día anterior se confirmó: el ambiente del parquecillo te producía una suave melancolía… si yo fuera director de cine desearía un jardín así para filmar una historia de amor suavemente triste: una historia de amores imposibles.

Todo el exterior del jardín estaba rodeado de árboles parecidos a los cipreses, tal vez una clase de arizónicas. Habían crecido mucho y, aparte de dar la impresión de sitio íntimo y cerrado, también entristecían el paisaje.

El camino de entrada dividía el jardín en dos. En la parte izquierda, mirando desde el exterior, había una fuente de piedra, de dos pisos, seca. Alguna vez debió usarse porque las manchas de un verdín viejo le daban el aire de tener historia; algo así como haber inspirado alguna vez un verso, como los de Machado, o mejor todavía haber sido testigo de una historia de amor secreto y no haberla contado nunca, ni en el ruido del agua cuando corría ni, por supuesto, en su silencio de ahora.

Alrededor de la fuente había parterres bajos, de esas plantas que no sé qué son y siempre llamo aligustres, que dibujaban, con un cierto temblor, caminos radiales, estrechos, que acababan en una senda exterior, en rectángulo, que rodeaba toda esa mitad del jardín. En el interior de los recuadros, rosales viejos y, de vez en cuando, un árbol de poca talla.

La parte derecha era muy parecida pero en el lugar de la fuente estaba el brocal de un pozo construido en gruesa chapa de hierro con el arco adornado con un trabajo de forja sencillo. La polea no tenía soga ni había cubo por ninguna parte por lo que supuse que ya no tenía uso.

Al contrario que la otra mitad del jardín, en la pequeña rotonda que albergaba al pozo, los setos eran de lauros altos y frondosos, de modo que se creaba un ambiente aislado, como si fuera una habitación. Dos bancos curvos, también de forja completaban el panorama. En uno de ellos me senté a fumar en silencio mientras pensaba un poco en lo que había oído y un mucho en lo que creía que había visto. El lauro de mi espalda me ocultaba del camino que rodeaba a la rotonda por el exterior.

Estaba sentado inclinado hacia delante con los codos apoyados en las rodillas mientras veía subir el hilo de humo del cigarrillo. Sentí pasos en la gravilla y apareció Antonio. Se quedó de pie frente a mí y me dijo:  -«Te vas a manchar los pantalones… a saber como estará el banco»

Le sonreí y dije: -«No importa. Estaba contemplando el brocal… Curioso, ¿No?»

Se rió francamente y me contó que se lo había hecho hacer su bisabuelo en los talleres del ferrocarril de la mina unos cien años antes… me preguntó si estaba a gusto, le contesté que encantado y continuó su paseo.

Se hizo un silencio. El cigarrillo aun humeaba cuando volví a oír pasos, esta vez detrás de mí. Yo no podía ver quien era, no porque estuviera de espaldas sino por la espesura del seto. Al principio no entendía bien qué decían, eran un hombre y una mujer que yo identifiqué con Gabriel y Teresa aunque no podía estar seguro.

Los pasos se detuvieron justo detrás de mí. Se hizo un silencio como de veinte segundos… bueno, no un silencio completo, podía oír las respiraciones levemente agitadas y el ruido del cambio de posición de los pies en la grava. Me pareció indudable que se estaban besando.

Siguieron un momento sin andar, como si estuvieran abrazados, y ella dijo muy bajo pero en un tono perfectamente entendible: -«Me gusta la relación que tengo contigo. Te quiero, te tengo cerca y no hacemos nunca nada de lo que tengamos que arrepentirnos.»

Pensé: -«¡Pobre hombre!» y también: ¡Que egoístas son algunas mujeres! Claro que esto último no se muy bien por qué… Después de este momento siguieron andando en silencio, seguramente de regreso a la casa. ¡Y no había pude comprobar quien era ninguno de los dos!

Me quedé pensando. Al rato llegué a la conclusión de que envidiaba a Gabriel, y eso que me parecía que esa amistad debía ser de lo más insatisfactoria, ¿O debía envidiar a Antonio?… y en esos pensamientos estaba cuando apareció Paul. Yo le hacía durmiendo la siesta… y resulta que también era paseante.

Se detuvo al verme y me dijo mientras señalaba el cigarrillo casi consumido: -«You don’t must»

«No debías» entendí yo, añadiendo un matiz condicional que suavizaba el deber. Luego me dijo que yo le resultaba conocido y yo, que estaba inspirado por las charlas de los dos días le contesté: -«Si, hace dos reencarnaciones, en la antigua Grecia… Ya sabes, hace 2400 años»

No se si lo dije en broma o en serio, si fue una ocurrencia ingeniosa o una inspiración de un demiurgo. Paul entornó los ojos como si se lo hubiera tomado muy en serio, luego sonrió, hizo un gesto levantando la mano y dejándola caer, intermedio entre un adiós y un «quítame allá» y continuó su paseo o su meditación. Se fue por la derecha.

Yo continué mis pensamientos: no eran buenos y sí confusos. No sabía si hacerme discípulo de Manes y amar al diablo puesto que su principio es bueno, como el del resto de la creación, o dejarme vencer por la tentación odiándolo, porque su fin es malo. En cualquier caso, según la moral y las costumbres era un pecador, porque debe ser un pecado que un catecúmeno intente seducir a una iniciada. Y había dos y no sabía cual… aunque podía intentarlo con las dos… Lo dicho, un pecador. Sólo algo me detenía, y no decía nada en mi favor: era el temor a ser rechazado. Por fin me decidí a actuar con toda mi astucia… todavía tenía tiempo hasta la cena.

Sin saber muy bien el mecanismo ni el por qué, esta decisión me hizo sentirme triste. Una nube había ocultado el sol y los cipreses, que ahora habían adquirido realmente esa personalidad, daban al jardín un aspecto melancólicamente triste.

Levanté la cabeza como parte del gesto de incorporarme y entonces me vi. ¿Sugestión de las palabras de Paul?

No: Me vi realmente. Me alejaba por el sendero en busca de Teresa y me parecí malo. Realmente malo. Fue una sensación extraña.

La última reunión duró como dos horas. Esta vez conseguí hábilmente sentarme en el sofá junto a Teresa. Escuché con atención y traté de estar brillante en mis preguntas. Incluso dije que si yo podría ver a mi «yo malo» desdoblado de mí, siendo como era un absoluto no iniciado y le sonreí a mi compañera de asiento con complicidad… y saqué el tema del amor y la amistad con personas del otro sexo… pero mi propuesta no tuvo mucho éxito.

Después de la primera hora hicimos un alto para tomar un refresco. Descaradamente me emparejé con Teresa. La mujer de Carlos se acercó a nosotros y le dijo a ella de broma: -«Parece que has hecho un ligue…» Nos reímos los tres, ella se fue y Teresa me miró con ojos críticos y soltó una pequeña carcajada. Los demás ya se habían sentado y nos miraban, así que no pude reaccionar.

Lo más interesante de la tarde podía haber sido la explicación del método con que se financiaba la institución. Carlos ya me había contado la parte que me concernía, es decir había preparado una cantidad de dinero equivalente a dos cenas y una comida, todo de buen nivel, por la estancia: -«¿Cuánto pagarías si fueras a un restaurante normal a cenar?» Y un plus por las conferencias. Me había dicho, como pista: Y -«¿Cuánto pagarías por ocho horas de clase de cualquier materia dadas por un especialista de primer nivel?» Eso era lo que debía añadir como «ayuda» a los viajes de Pablo.

Toda la charla se hizo en mi honor, el resto ya sabía todo lo que había que saber del sistema. Pero yo no me pude concentrar en el tema: Miraba a Teresa y le sonreía, y me devolvía la sonrisa, en aquel momento no sabía si para animarme a dar más dinero o porque me encontraba aceptable. Tenía deseos de hacerle algún gesto más atrevido pero todo el grupo me miraba y supongo que mis sonrisas se tomaban como signo de que me parecía bien lo que Antonio explicaba. Paul mantenía cara de póker, aunque un gesto de aprobación se había instalado en su rostro y no se borraba. Si no hubiera sido por el flirteo hubiera bostezado: Mi contribución a la causa estaba decidida de antemano y sólo necesitaba saber a quien y cuando dar el sobre que dormía en mi bolsillo.

Aquello duró casi otra hora, con intervenciones de casi todos los demás acerca de la administración apropiada y también de las contribuciones que un buen hombre debía hacer a causas nobles.

Y paramos. Se estaba haciendo de noche. Debía ser lo que se llama un paro biológico porque todos menos Paul salieron de estampida hacia otras habitaciones de la casa. Lo previsto era un último café de despedida «como a las seis».

Los dos solos, quizás de modo premeditado pienso ahora, me sentí obligado a decir algo: -«Paul, antes pregunté que si era posible para alguien como yo ver la materialización de su yo malo, porque creo que lo he visto…»

Paul se puso serio. Pensó un rato antes de contestar y acabó preguntándome algo menos directamente de lo que yo digo: -«¿En qué estabas pensando en ese momento?»

Me salvó la campana. O se hundió el mundo. Gabriel y Teresa aparecieron con sus pequeños equipajes. Gabriel dijo: -«Nos vamos, el marido de Teresa llega de Madrid y tenemos que recogerle en el aeropuerto.»

No supe que hacer. Volví a sonreír supongo que como un bobo. Estuve a punto de besarle a él y darle la mano a ella. Se fueron.

El resto no tiene importancia. Pero la sensación que todavía me dura es la de ver a dos copias idénticas de mí, sentados frente a frente en una mesa y uno se ríe del otro, y no sé si el que ríe es el bueno o el malo.

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