Calcetines

Otro cuento contado por lo que queda de niño en el protagonista. No se si lo he conseguido pero he querido retratar la inocencia de la mirada, la incapacidad de percibir el drama de la vida, de la niñez. Si queréis saber como me divertía de pequeño, incapaz de percibir los dramas que me rodeaban, podéis leer “Calcetines”.

Calcetines
A lo mejor uno se figura que la vida siempre ha sido igual, pero el siglo pasado era muy distinto. Por ejemplo los calcetines se zurcían. Ahora zurcir es una habilidad de operarios muy raros y apreciados que únicamente se dedican a recomponer prendas de un cierto valor dañadas por un desgarro o una quemadura, pero antes, todas las amas de casa que se preciaran sabían zurcir y todas tenían un huevo de madera que se metía dentro del calcetín para facilitar la recomposición de un roto, normalmente llamado “tomate”. Este sencillo instrumento, desaparecido de la vida diaria tenía, y mantiene, un cierto encanto, aunque claro, ha perdido su utilidad.
Pero no era mi intención hablar de los huevos de madera. De hecho la cadena de mis pensamientos ha comenzado cuando he intentado estrenar unos calcetines con un letrero en su etiqueta que proclamaba “talla única”. Talla de la 45 a la 55, debía ser, y está mal que se mienta de forma tan descarada y pública como es una etiqueta, porque, a ver si no tenemos nuestros derechos los que tenemos el pie pequeño.
Pero tampoco era mi intención hacer una defensa de los derechos humanos que ahora he oído decir que la “sharia” proclama que no existen, y casi debe ser verdad, aunque el uso que se haga de esta inexistencia pueda ser diverso… en el fondo el matar a alguien está en contra de la supervivencia de la humanidad y eso no es un derecho humano sino algo “de cajón”, porque, a ver, si nos dedicamos todos a matar al que se nos ocurra que nos molesta vamos a durar muy poco como especie, que también es posible por el camino que han emprendido más de los que a mi me parece razonable, y no voy a hacer el catálogo porque, la verdad, me parece exagerado el tema partiendo sólo de la contemplación de la etiqueta de unos calcetines mientras, de vez en vez, sentado en los pies de la cama, miras los tres dedos de calcetín que te sobran de la “talla única”.
Este problema me trajo a la memoria lo del huevo de madera pero sólo como segundo pensamiento porque el primero fueron las primeras palabras que aprendí en italiano: “Una sola taglia calzza tutta Italia”, que estaban escritas en la etiqueta de los calcetines “Prodiggio” y ahora no sé si se escribía con una o dos “tes” o con una o dos “zetas” o con una o dos “ges”, pero da casi lo mismo a la hora de hablar de los derechos humanos, o de lo que sea y es que aquellos calcetines fueron los primeros que no se zurcían que mi familia conoció.
Algo antes de eso mis pies habían estado tres años sin crecer, y mi madre, a la que le debían gustar los hombres grandes, aunque nunca lo dijo, seguramente porque no debía estar incluido en la moral y las buenas costumbres… bueno, que casi pierdo el hilo, pero es que todo está relacionado, pues mi madre debía querer que yo fuera un hombre grande y esperaba que de un momento a otro mis pies comenzaran a crecer un par de centímetros por semana y como eso no pasaba, cuando me miraba a los pies me encontraba en una situación parecida a la que expliqué al principio, es decir me sobraban tres dedos de calcetín… un milagro el comportamiento de los calcetines y su relación con las personas humanas según la edad, aunque también es posible que hayan cambiado los calcetines. Pues me refería a hechos como lo que me ocurría en aquella época, cómo llovía mucho, muy fuerte y con viento usaba botas de agua, nunca jugué el fútbol, pero correr si que corría, y además sin motivo, que es lo que hacen los críos y los que han descubierto que el correr de cualquier modo y sin motivo produce supuesta salud, pues, fenómeno curioso, aquellos calcetines reptaban hacia delante hasta que se amontonaban en la puntera de las botas de agua y, más curioso aún era que yo no encontraba el momento de enmendar el entuerto y lo pasaba fatal. A veces esto también pasaba con los zapatos, pero menos veces y menos entuerto.
Con las botas inglesas, con herradura y suela claveteada los calcetines permanecían en su sitio, aunque, como no me había crecido el pie todavía los tres dedos de calcetín sobrante los doblaba debajo de los dedos, y ni siquiera me daba cuenta de que estaban allí. Esas cosas no les pasan a las personas mayores, no lo de doblar los calcetines debajo de los dedos, sino que estos se comporten como seres vivientes y cambien de sitio a su voluntad; y es que creo que los calcetines tienen más respeto a las personas mayores… aunque también podría ser que los calcetines hayan cambiado como tantas otras cosas. Y todo eso de las botas de agua y de la lluvia y el viento me ha traído el recuerdo del resto del equipo, que no tiene que ver con los calcetines pero que era un impermeable, no una gabardina ni cosa parecida, un impermeable de tela similar al hule, pero más flexible, que, talmente, podría ser el vestido de un capitán intrépido, con su capucha y todo, aunque hubiera sido mejor un “noroeste”, que yo no sabía como se llamaba pero cuya imagen de tela encerada amarilla con el ala doblada hacia arriba por delante y más grande y caída sobre la nuca por detrás yo tenía bien clara, pero la capucha casi hacía el papel cuando nos íbamos a la escollera con un levantazo y las olas nos rociaban a conciencia mientras tratábamos de mantener el equilibrio en las piedras irregulares imaginando que aquello era la cubierta de una goleta o similar de pescadores del Atlántico norte y nos gritábamos incoherencias y nos reíamos de las mojaduras de otros y con la distracción nos pillaba el siguiente roción.
Lo malo venía cuando el impermeable se secaba y le salían unos rodales blanquecinos de sal… menos mal que yo había encontrado una solución: cuando llovía había un canalón roto en una casa que me pillaba de camino… esto de pillar de camino es que me ha gustado, pero lo del canalón es verdad, y como llovía de aquella manera que refrendaba el dicho: “Cuando con levante llueve hasta las piedras mueve”, caía un chorro de agua como un brazo de persona y no voy a entrar en la discusión si la persona es gorda o flaca, pero si diré que te daba unos golpes en la espalda dignos de un talasoterapéuta, con el efecto milagroso de quitar la mitad de las manchas de salitre… las que quedaban eran el asombro de mi madre que no se podía imaginar de dónde salían aquellos cercos que “parecía que fueran de sal”. Así que la lluvia con levante era una fiesta. Y es que el levante era mucho levante. Su ruido, o el ruido que hacían las olas que levantaba y las palmeras que movía, era como si la atmósfera fuera otra, no me explico, como si el aire, además de empujarte sonara, y no te dejaba oír lo que te decían; cuando se ha vivido eso se sabe bien lo que significa el dicho “que las palabras se las lleva el viento”.
Pues al aire libre era difícil entenderse, y en la escollera, con las olas, además de reírnos unos de otros, vivíamos cada uno una aventura, nos escribíamos nuestra propia novela y un “¡Que viene otra! ¡Que viene otra! Lo podíamos traducir por aquello de ¡Largad los contrapapahigos!, vela que nunca jamás encontré fuera de las novelas de Salgari. Pero también era difícil oír y hacerse oír en la calle o en la costa, que entonces no era paseo, sino ese trozo de terreno que tiene casas de espaldas al mar en un lado y al mar frente a las casas en otro. Pero también había un lado oscuro. Como entonces no se sabía muy bien si nos iban a invadir los americanos o en una noche infernal en aquella escollera iban a desembarcar un alijo de tabaco… ¡pobrecitos contrabandistas navegando cerca de la costa en una de aquellas noches!… bueno, por lo de la invasión o por lo del contrabando, o por mantener la disciplina, aquel trozo de costa estaba patrullado por una pareja de carabineros y una noche de levante oyeron un toque de cuerno, aunque no era de cuerno, pero creo que así se me entiende mejor, porque todo el mundo sabe como suena un cuerno, aunque no lo haya oído nunca, bueno, pues así sonaba y no era un cuerno, era una caracola. Así que se puede imaginar bien la escena: los carabineros, que eran carabineros aunque creo que estaban encuadrados dentro de la Guardia Civil pero se distinguían porque llevaban gorrillo cuartelero, eso sí, de color verde, otra vez bueno, pues esos dos hombres imbuidos de autoridad, mojados de arriba abajo entre el ruido del mar y el del viento oyeron el cuerno que era una caracola. No se veía nada, creo que sería la una de la madrugada o así cuando vieron un bulto, hombre que caminaba por la costa tocando la caracola en medio del temporal. Las órdenes eran claras: tres veces el alto, rodilla en tierra y disparar. De pronto me caí del limbo que hacía que la lluvia fuera una fiesta a la más cruda de las realidades: Esta: Debió sonar un disparo, yo no lo oí aunque fue muy cerca de la puerta de mi casa, y el hombre que tocaba la caracola cayó muerto unos pocos pasos más allá.

Esas cosas que pasan y no tienen explicación vistas desde el limbo: que el hombre muriera y que yo viera sus pies a la mañana siguiente con unos zapatos viejos sin calcetines.
El levante había amainado y ya no rompían las olas con tanta fuerza en la escollera. No merecía la pena quedarse allí mucho rato porque no era entonces capaz de apreciar la maravilla del olor de la costa batida cuando calma el temporal. Así que tiramos unas piedras por el placer de ver como se hundían en el agua, pero todavía estaba tan movida que ni eso resultaba distraído. Volvíamos despacio a lo largo de la costa cuando Jesús, el hijo del peluquero, me dijo:
-“¿Sabes? Anoche han matado aquí al rubio sordomudo. Dicen que iba tocando la caracola.”
Seguimos andando despacio, yo no dije nada pero desde entonces algunas veces que toco la caracola o el cuerno, o un trozo de tubo que cae en mis manos, me acuerdo del rubio sordomudo y me figuro que lo hacía por sentir la vibración en las manos. Y también recuerdo que no llevaba calcetines y pensé, sin darle mayor importancia, que, de puro pobre, se los había comido.

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2 respuestas a “ Calcetines ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Tengo dos opciones: 1) no hacer ningún comentario y así quedo de puta madre; 2) hacer esos comentarios, para que el señor tupacalos no se nos deprima por no tener ningún comentario y se nos levante la tapa de los sesos. Por cierto, conocí a otro tupacalos en una cierta bitácora que se debió hacer el harakiri por el mismo motivo el año pasado, pues desde entonces se calla como un muerto. ¿Pero y si mis comentarios le acaban deprimiendo todavía más? Da igual, si se ha de deprimir que sean las hermosas voces humanas las que lo alcancen y no el traidor y fácil silencio al que no estoy dispuesto a entregarme. Por ahora, claro, porque no hay nada más serenante que el silencio lejos del mundanal ruido, la zafia brega etc, etc, etc.

    Tengo un amigo de filosofía, enrique gippini se llama el tal amigo, que defiende no sé qué teoría de la descripción como base de toda buena literatura. Si aplicamos este dudoso criterio –yo lo pongo en tela de juicio, la descripción es sólo la perspectiva y la técnica que utiliza un solo género literario, y en literatura hay decenas de géneros que se mezclan continuamente, dando lugar al nacimiento de otros géneros o regenerando géneros que se ´habían anquilosado-, vemos que no se cumple en esta narración, para detrimento de la propia narración. Siendo una historia amena, simpática y de interés, rompes el hilo narrativo de la historia con harta frecuencia –incluso el narrador de esta historia dice que casi pierde el hilo, no me extraña…-. Creo que todo se arregla recortando las disgresiones. Y no digo que las elimines, que tienen gracia, sino que las recortes. La manera en que pasas del crecimiento a los calcetines y de los calcetines al impermeable y otra vez del impermeable a los calcetines tiene bastante gracia. Pero en el momento en que pasas de los calcetines al impermeable, uno se pierde un poco si no marcas mejor ese tránsito. Lo mismo ocurre con las disgresiones, que desvían la atención de lo que es la pura narración y cuando volvemos a ella ya no sabemos bien donde andábamos.

    Además de todo esto, el párrafo final es muy bueno y la historia tiene mucha gracia tal como está contada. Y está contada con mucha naturalidad. Y del resto de virtudes narrativas no digo nada, para no repetirme y no dar coba, que no se sabe si el mundo se ha echado a perder por tanta coba o tanta estopa.

    Y no te creas, no pienso hacer más comentarios… que luego ocurre lo que ocurre… y yo me lo conozco bien… que luego pasa lo que pasa…animosidades viperinas y odios cainitas. Así que espero más historias de esas ambientadas en otra época –la del extraperlo, ahí es nada-, pero como decía Unamuno: que comenten otros…

  2. Tupacalos dice:

    Gracias PH. Si, ahora veo que la «borrosidad» de la existencia infantil, que pasa de un tema a otro sin orden ni justificación, se ha colado de rondón en el relato, que, en sí, es una pura disgresión para contar y revivir, momentos de … tal vez «ternura»… y seguro felicidad, a pesar del drama general. Lo tendré en cuenta.

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