Animalario

Como había vuelto otra vez a quedarme solo, fui al animalario que hay cerca de mi casa y le pedí a la dependienta que me aconsejase un nuevo animal de compañía. La mujer que estaba detrás del mostrador era tan esquelética que parecía un animal de feria, con esa mirada lánguida y la cara de cera que se les va poniendo a los vegetarianos. Mi ultimo animal – le contesté, requiriendo a su pregunta- fue un gatito trimesino que yo alimenté con leche de cabra recién preñada. Pero le expliqué que antes había tenido un camaleón que se ponía rojo cuando el día se nublaba y se ponía verde cuando salía el sol, y antes había tenido un perrito de bolsillo que yo iba enseñando por la calle para que la gente me diese conversación, y también le hablé del grillo amaestrado con cuyo arrullo yo recuerdo haberme quedado dormido durante las noches del último invierno, y al invierno aquel hubo de sucederle la primavera, y por aquel entonces yo ya estaba muy alterado y me despertaba tempranito para darle la comida que pedía a trinos el mirlo blanco que yo tenía en una jaula de color amarillo.

Ha hecho bien en ponerme en antecedentes, me contestó la dependienta, yo también he tenido muchos bichos en mi casa durante los últimos años, y dejó caer un catálogo de bichos todavía más extravagante. Como aquella mujer ya empezaba a abrumarme con aquellas extravagancias, le hice un gesto adusto, la mujer me dio a entender que no le gustaban demasiado todos aquellos bichos, y me preguntó, para ir al grano, si todos esos animales de compañía había muerto de muerte natural. Entonces me di cuenta que no sabía muy bien de qué habían muerto todos aquellos bichitos tan queridos. Y me sentí culpable. Nisiquiera había tenido curiosidad por saber de qué habían muerto todos aquellos animales. Tal vez, yo los había ido envenenando con mi género de vida, con el género de vida que les hacía pasar en mi compañía. Tal vez, pensé, yo era la peor compañía posible. Sabiendo que mi interlocutora iba a comprenderme, comencé a contarle la triste historia de la hormiguita que yo tenía metida en una caja cuando estudiaba oposiciones y que yo soltaba de vez en cuando para que comiese pisto por el suelo de la cocina. Pero cuando ya estaba a punto de entrar en los detalles tiernos de aquel accidente doméstico, me interrumpió haciéndome ver que no era necesario tanto alarde de ternura animal y me pidió que le siguiese hasta la trastienda, donde enseguida vislumbré, recortado su perfil al trasluz de un ventanuco, un empleado que estaba escribiendo a maquina con papel de carboncillo. Aunque aquella estancia seguía oliendo a bichos, por más que miraba a todas partes, no conseguía ver ni siquiera una triste cobaya de laboratorio. Así que me costó mucho comprender que el hombre con manguitos y gafas de contable, que estaba como salmodiando encima de una vieja olivetti, era precisamente el animal que yo andaba buscando.
Pero eso es un hombre, exclamé, arrepintiéndome enseguida de de haberlo señalado con el índice, de una manera tan grosera
No exactamente- me corrigió-, pertenece a una familia de mecanógrafos y amanuenses y es capaz de adoptar tantas formas como las que utilizaba Proteo para confundir a sus cazadores.
Cuando traté de inquirir más sobre el infeliz empleado que ahora resultaba que era un animal bien amaestrado, añadió que yo nunca podría imaginar la de cosas que sabía hacer cuando dejaba de escribir, y, ante mi sorpresa, vi como de un plumazo hacía recular el rodillo desde el extremo izquierdo al otro extremo, y sonaba entonces un timbrazo que asustaba y que yo interpreté como una señal de “aquí está empezando la función”, porque acto seguido, y sin mover el papel que le había estado viendo escribir con tanto ahínco, se levantó de la silla como sonámbulo y ante mis ojos de pasmo comenzó a desplegar una danza que acabó abrumándome.
Primero emitió un cacareo y empezó a bostezar y a envolverse con los brazos como si quisiera abrazarse a sí mismo y a palmearse todo el cuerpo; desperezándose, se tumbó sobre el suelo y se puso a mugir como si fuese una vaca que estuviera a punto de parir, luego, con una ligera cabriola, se enganchó con las dos manos en el remate de una lámpara de lágrimas e hizo unas flexiones que yo interpreté como las de un mono balanceándose en una liana, se puso acto seguido a cotorrear como un loro, pavoneó sus alas y graznó cuatro palabrotas de las que dos no había escuchado nunca, luego se fue hacía la esquina donde había varias jaulas vacías, se abrió la cremallera y se puso a mear igual que un perro, levantando la pierna derecha, sobre el pie de una jaula huérfana, y finalmente, arrancó con violencia del rodillo de la máquina el papel que había estado tecleando unos minutos antes, se subió a una especie de tarima encima del cual había un galán del que colgaban varios sombreros pasados de moda y comenzó a lanzarnos, acompasada de gestos expresivos y violentos, una furibunda soflama contra la principal especie amenazada del planeta, hizo ,al cabo, una reverencia como esperando aplauso y volvió a su silla, con aire pensativo, como si algo de lo que había dicho o hecho hubiera sido alguna audacia que le hubiera dejado sorprendido. De hecho parecía atemorizado, como si tuviera ganas de llorar. Yo, la verdad, todavía no salía de mi asombro.
La dependienta me miraba expectante, como preguntándose qué me había parecido la interpretación. Yo todavía no estaba muy seguro, antes es necesario saber a quien le abres la puerta de tu casa, le dije; pero viéndole aporrear aquella maquina con tal empeño, me pareció tan atractivo que no pude dejar de preguntarle si era interesante lo que escribía
No lo sabe usted bien, me dijo, al pronto. La pena es que todo aquello no eran más que ensayos, apuntes que utilizaba para cambiar de forma. Se vale de esos papeles escritos, me decía, como mero entrenamiento, busca fórmulas, tal vez pasadizos para transformarse en animales fantásticos, a veces, si se tiene paciencia y hay suerte, es posible asistir al nacimiento de una nueva especie, sólo que como son especies fantásticas no hay manera de saber de qué animal se trata. Entonces, me acabó diciéndome la dependienta, todos esos aspavientos y gemidos acaban aburriendo. Exasperando, incluso. Y puso cara de compasión. Sin embargo, a mí, aquello me estaba empezando a resultar divertido
Así que me pareció bien aquel bicho. Casi puedo decir que me gustaba, me identificaba con él. A mí mismo, últimamente, me había dado por imitar un animal que no existía más que en mi imaginación, y la gente con la que trataba no conseguía imaginar a qué animal imitaba, así que me iba poniendo raro de día en día. Pensé que con aquel animal de compañía podría volver de nuevo a la normalidad. A parecer humano, incluso. Así que, finalmente, después de asegurarme que aquel mecanógrafo o proteo, o lo que fuese, no le daba por imitar a otros hombres, ajusté con la dependienta –que cada vez me parecía más animal, por cierto- el precio y las condiciones de entrega, añadí a la bolsa de la compra un libro titulado animalario y me fui para casa pensando que por fin había conseguido mi mejor animal de compañía.

Loading

2 respuestas a “ Animalario ”

  1. Tupacalos dice:

    Así que Felipe no era tu tío segundo sino una mascota… Con razón estabas tan preocupado con lo que comía…

  2. María papelotes dice:

    ¿somos todos animales amaestrados? Un relato con imaginación y gracia, pero un poco discriminatorio hacia los animales.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *