Eso era un «eagle»

El anunciado cuento de niñez. Un eagle es un resultado de golf por el que se hace un hoyo en dos golpes menos que el par fijado por el campo. No hace falta saber esto para entender el cuento, que, en si no es más que un pretexto para recordar tiempos felices y sus dificultades, pequeñas para mí, para otros muy grandes. Sin pretensiones. Que os guste.

Eso era un “eagle”

Me gustan las historias en las que no pasa nada; como las vidas que transcurren en silencio: suelen ser felices. Sorprendentemente, esos relatos describen, en un falso sin-querer, montañas de detalles que dan una pista sobre lo más profundo del momento, de la situación o de los personajes. La anécdota podría ocurrir en Algeciras hacia 1950. La política inglesa de las cañoneras del siglo pasado había evolucionado a lo que fue la Segunda Guerra  Mundial y la influencia de los aliados, y especialmente de Inglaterra, se hacía sentir con la presencia del más impresionante buque de guerra, anclado en el sur de la “Península”, como Lord Wellington llamaba a Gibraltar, influencia que se reflejaba más aún en el llamado “Campo de Gibraltar”, que tenía un extraño tratamiento fiscal, algo así como si fuera una zona franca tolerada entre Tarifa hacia Cádiz y Sabinillas hacia Málaga. En ese radio de unos treinta kilómetros la influencia militar no era la más importante, el estilo de vida de los habitantes estaba marcada por esa presencia que, al fin, no había hecho más que prolongar y aumentar la que sembraron los ingenieros que construyeron el ferrocarril Bobadilla – Algeciras, que habían dejado dos maravillosas residencias en Ronda y en la propia Algeciras, los hoy hoteles Reina Victoria y Reina Cristina. Y el Hotel Cristina estaba regentado por Mr. Lieb, un “Gentleman” inglés, y tenía un campo de golf. Conociendo el clima, dudo que aquello se pareciera al arquetipo de un campo de golf que nos ha grabado en la memoria la actualidad. Supongo que debería haber hierba de noviembre a mayo, que además no se segaría, como mucho se rozaría a mano, y en cuanto a la extensión, en su momento de plenitud, no tendría más de cuatro o cinco hoyos. Pero el golf era el mismo, un juego al que podría hacer referencia “La Venganza de Don Mendo” cuando dice aquello de: “Un juego vil y traidor, etc.” A mi padre, germanófilo de pro, jamás se le hubiera ocurrido participar en semejante juego de anglófilos, pero apareció García Sáez, un nuevo Administrador de Aduanas, madrileño de “snob” prestancia, que había caído en aquel agujero negro, y, buscando un quehacer que diera esplendor, encontró el Golf del Cristina más prestigioso que el mismo Club Náutico y enredó a mi pobre progenitor, con el que mantenía relaciones profesionales para que se iniciara en ese deporte. La iniciación fue breve, apenas medio verano, pero dio tiempo y lugar a que se produjera aquello que me sirve de pretexto para escribir esta historieta.

El campo era un trozo de terreno a la izquierda de la carretera de Getares, a unos dos o tres kilómetros del hotel. Ocupaba un promontorio a lo largo de un kilómetro de la costa cuya llanura estaba a unos veinte o treinta metros sobre el mar. Uno de los escasos “greenes” estaba exactamente colocado en el borde del acantilado, de modo que si uno se asomaba allí sentía el cielo gris de Escocia sobre su cabeza y veía el mar, frío, encrespado y gris, romper en los mortales arrecifes… todo una pura ilusión pues el mar casi siempre está en calma y el sol brilla con fuerza, si no hay levante, pero la sensación de peligro era igual de intensa pues a poco que se descuidara el jugador la pelotita rodaba cuesta abajo y se perdía en los escollos. Y una bola, si se encontraba en Gibraltar, podía costar lo que el salario de un estibador. Si perdías tres bolas habías hecho el mes… y cuéntalo en casa… Supongo que también estaba carente de explicación doméstica la misteriosa aparición del “archipiélago atlántico”, que era como mi padre llamaba a su equipo, que consistía en dos palos “La Madera” y “El Hierro”. Ni plantearse qué hierro o qué madera eran aquellos. “El Hierro” para cerca, “La Madera” para perder la bola en el acantilado.

Cuando mi padre decía que se iba a jugar al golf yo, que tenía una vocación frustrada de espía, también salía, con rumbo desconocido, que, casualmente acababa en los linderos del “Golf”. Mi padre sabía que yo le observaba desde una prudencial distancia, y yo sabía que mi padre lo sabía, pero, como buenos espías, para nosotros el otro era inexistente. Sentado en la cuneta, fuera de los límites de la finca, junto con algún cómplice y cerca de las bicicletas, mirábamos los paseos durante un rato, hasta que el aburrimiento nos movía hacia el faro o hacia el pueblo.

El campo era un baldío que en aquellos tiempos, que fueron sus mejores, tenía a su entrada una caseta de diez metros cuadrados como mucho, con una puerta desvencijada pintada de “verde carruaje” y un techo a dos aguas, de teja roja. Estaba junto a la pequeña trocha que servía de ingreso, a cuyos bordes habían colocado dos estacas y un travesaño que se levantaba sobre la más próxima a la puerta de la caseta y se apoyaba en la más lejana, cortando el camino, como una declaración de principios, porque al no estar vallado el terreno, andando, se podía acceder a él casi desde cualquier lado. Y coches, coches no había. Regentaba la caseta un escocés delgado, pequeño de estatura y rubio, con una nariz grande, que le daba un cierto aspecto de pájaro. No se sabía que marea de la posguerra había traído a aquel expatriado, que más tarde desapareció como había venido, sin hacer ruido. El caso es que vivía en las dependencias del servicio del Hotel Cristina, y en las fantasías de mi niñez yo le atribuía un papel misterioso… como un espía o algo parecido. No se las horas que pasaría aquel hombre en la caseta pero se le debían hacer eternas pues los jugadores eran escasos a pesar de que el Cristina era usado como retiro de invierno de ingleses más que maduros. Nunca supimos como se llamaba, entre otras cosas porque no hablaba una palabra de español, circunstancia que suplía con una gesticulación exagerada. Como hacía el papel de profesor del arte del palo y la bola, cuando el Administrador, con su flamante juego de palos, y mi padre, con el “archipiélago atlántico”, aparecían, les acompañaba sin preguntar si deseaban ser acompañados, y trataba de enseñar a dar con eficacia el golpe. Al principio sólo murmuraba algunas frases incomprensibles en un tono bajo mientras negaba con la cabeza, pero como la Aduana no debía dar mucho trabajo, las visitas se hicieron frecuentes y el pájaro escocés fue tomando confianza. El volumen de los comentarios aumentó y a partir de cierto momento se acompañaba de gestos, cada vez más exagerados, que yo, solo o en compañía de otros, contemplaba como si presenciara una representación teatral, o una solemne ceremonia a la que naturalmente no había sido invitado. A mi parecer, el escocés hacía burla a los dos jugadores, se balanceaba imitando los torpes movimientos, especialmente de mi padre, que en su vida se había visto en un aprieto semejante, daba saltitos, como un pájaro, y graznaba. Mi padre, entre el compromiso y la desesperación debía sufrir, y el padecimiento levantaba vapor en su caldera, que día a día y golpe a golpe subía de presión, que se traducía en mandobles cada vez más violentos, mientras la bola se quedaba en su sitio o salía en la dirección menos pensada. En esa situación yo luchaba entre la atracción de la curiosidad de conocer el fin del drama y un temor difuso, intuyendo que podía ser el chivo expiatorio de todo el asunto, o el blanco de una bola despistada.

Y llegó el último día. Claro que nadie sabía lo que iba a ocurrir, pero la explosión de la caldera era previsible. Todo ocurrió frente al green maldito, al borde del acantilado. La bola se había quedado a unos sesenta metros del hoyo. Mi padre dio un mandoble al aire con “El Hierro”. El pájaro pelirrojo, desesperado, le cogió la cabeza y se la puso casi sobre el hombro izquierdo, le cogió las manos y le llevó los brazos, con “El Hierro”, hasta la nuca, al mismo tiempo que hacía los gestos incorrecto – correcto con exageración, y chillaba. Creo que mi padre no le hizo ni caso, volvió a levantar la espada y dio tal golpe al suelo tras la bola que rompió el astil del palo.

Hubo un momento de silencio.

La Naturaleza entera se detuvo.

Hasta el escocés se calló y se quedó inmóvil. Aquellos segundos se alargaron, pareció que podía oírse una música de fondo que potenciaba la tragedia. Muy despacio. Como correspondía a la solemnidad del momento, mi padre se agachó, tomo “La Madera”, giró el cuerpo, pasó los brazos y dio de lleno a la bola. Milagrosamente en vez de tomar el camino del peñón, a donde, sin duda, habría llegado, salió hacia el cielo. El puntito blanco subía y subía, hasta confundirse con el cielo, y luego bajó como una exhalación a colarse entre el palo de la bandera y el borde del hoyo, con el mismo ruido sordo que hubiera hecho si hubiera llegado al infierno.

La Naturaleza se detuvo por segunda vez ese día.

Ahora el momento pareció alargarse más todavía, de manera que yo pude correr hacia los jugadores sin que transcurriera el tiempo. El único que chillaba era yo, pero estoy seguro de que no me oían.

Cuando el universo reanudó la marcha, el escocés murmuró “disisanigel”.

Mi padre dejó caer “La madera” junto a los restos de “El hierro” y el Administrador dijo: – “Creo que ha dicho que eres un águila”.

Mi padre contestó: – “Buenas tardes”. Giró, puso su mano sobre mi hombro y nos fuimos despacio a casa.

No volvió a jugar al golf, que yo sepa.

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Una respuesta a “ Eso era un «eagle» ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Está bien. Muy bien escrito. Se nota que te le has currado ¿eh? La introducción es buena, pero hace que se demore la historia en sí y que tarde en llegar. Tal vez debería ser más corta o meter esa información poco a poco, mientras se va contando la historia. Entrar de lleno en el meollo de la historia desde el principioLa historia tiene tensión y ya es difícil que ocurra esto con el juego más aburrido del mundo. Está muy bien contada. El final no me acaba de convencer, hay algo que falla en la última frase y le impide ser redondo, a partir de «pero prometo»

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