El campo

El campo

Así era “el campo” para mí: De lunes a sábado diurna soledad deliciosa. No había niños de ninguna edad. Sólo yo y, raras veces, alguien pasajero. Por las mañanas vagaba por el pinar. Llevaba siempre la carabina Flobert, siempre que la tenía, claro, y disparaba desde el costado a los árboles delgados como si fueran mis peores enemigos, pistoleros famosos en el oeste de la provincia de Huelva. Montaba en burro, hacía pequeños hornos de carbón y administraba justicia repartiendo la fruta de mi terreno a mi capricho con gran enfado de la familia lejana, que solía cosecharla a su antojo: Era de mi finca, era mía.A mediodía calor; no recuerdo las comidas. Después la siesta forzosa con lectura apretada, a veces de textos prohibidos, y merodeo cerca de la casa. Visita sigilosa a los frutales ajenos y postre de la merienda. A las siete más o menos, agua caliente… solo la de tres o cuatro cántaros puestos al sol en el oeste de la casa a los que había que añadir agua fría para que resultara soportable el fregado con estropajo que mi madre me daba cada tarde en la artesa forrada de zinc de la cocina.Poco después caía la tarde. Se oía al mirlo cantar, y al cuco y a la oropéndola que decía… “Hortelano viejo… viejo… viejo”; y al ruiseñor cuando se hacía de noche… Y, más tarde, un graznar que parecía de  urraca y el tíoabuelo Telesforo decía: -“Mira, mira como llama el culebrón a la culebra… ” El canto de los pájaros, moría en el grito del culebrón, que acababa en el silbido de la lámpara de carburo.Era la noche, tal vez de un sábado: En el porche del tíoabuelo Telesforo había un albaricoque, duraznillo le llamaba él; después de cenar íbamos allí algunos vecinos de fincas cercanas, muchos parientes, casi siempre todos añosos menos yo, a disfrutar del fresco de la noche y, sentados debajo, ellos cantaban a coro, con voces tenues, canciones populares, de esas que se han perdido hace una generación o más; yo oía:“Al pie de unos abedulesdos lirios azules

unían sus lindos capullos

al suave murmullo

de un río fugaz…”

Mi madre, que era de las más jóvenes disfrutaba, se le notaba en el rostro, supongo que recordando tiempos más antiguos.Paco Olibó templaba la guitarra y entonaba un tango… Otros improvisaban o recitaban viejos romances. O más bien intentaban recitar viejos romances e improvisaban. ¡Que extrañas me sonaban las letras!: “…el músculo duerme la ambición trabaja…”… “y allá una madre, de canas muy blancas…” No había luz eléctrica, así que se vivía con el sol y un poco más del fresco de la primera noche. No había ambición para las noches, al menos eso me parecía…  ¿Qué era la ambición?Sentado en la mecedora, si levantaba la vista veía a las polillas acercarse a la llama del carburo y a las salamanquesas en la pared, con sus manitas perfectas, buscar su cena. De pronto no pude resistir la tentación: ¡¡Bang!! un disparo, una salamanquesa destripada y un desconchón desproporcionado en la pared… Desde el costado y sin apuntar… fenomenal…-“Pero: ¡Qué ocurrencia!” dijo mi madre que no entendía nada, y me secuestró la carabina ni se sabe cuanto tiempo y me dio una zurra con la zapatilla, en el trasero, después de alcanzarme, claro.

Yo me negaba a despertar a la vida de adulto pero aquel año me pasaron muchas cosas raras.Era rubio y casi extranjero, así que una mocita que apenas pasó un par de semanas por allí, que debía tener como 13 o 14 años y no había salido nunca de la provincia… digo, no se había alejado más de 10 Km. de su casa, se enamoró de mí, y me lo dijo en una canción improvisada, una de aquellas veladas: ¡Qué bochorno! ¡Menos mal que yo no lo entendí!: tal vez aquel año cumplí 12. También entonces fue cuando vi mi primera mujer desnuda: Juana, de pie en la artesa bañándose, y en ese momento adquirí de repente esa inocencia en la mirada que me acompañó ya toda la vida en semejantes situaciones: Sorpresa, pura sorpresa de conocer lo prohibido. Aunque, tal vez fue la impresión que me produjo el grito que dio la que se me quedó grabada.Es que estas cosas, que ya digo que sólo me han pasado dos o tres veces, siempre me han dejado como la contemplación del tío Polaino: Embobado.El tío Polaino debía medir uno ochenta y cinco. Tenía un burro tordo que era de su talla, tanto que si no fuera por su mansedumbre se hubiera dicho mulo o caballo grande, pero en la forma de bajar la cabeza cuando se paraba delante del porche ya se le notaba asno… y allí se quedaba, quieto, mientras el tío Polaino entraba… siempre era algo después de la siesta, cuando el sol había perdido parte de su rabia.Era un marchante que traía en las alforjas del burro grande, morcilla de verano, que en alguna parte llaman morcón, huevos frescos, miel y meloja en orza, y pan candeal asentado; entraba en la casa y, a pesar de ser verano, se sentaba delante de la cocina baja, que en las ciudades llaman chimenea, donde se guisaba con piñas y alguna rama tronchada y seca cogidas del bosque y donde siempre había rescoldo bajo las trébedes. Se paraba, o actuaba despacio, con una paz parecida a la que sentía yo en los atardeceres; parecía no tener prisa. Se liaba un pitillo con parsimonia. Yo me sentaba cerca, en una silla de enea balanceando las piernas, disimulando, pero acababa mirándole con un gesto de pasmo. Él no me miraba, o disimulaba también. No creo que fuera apropiado para su empaque detener la vista en un niño rubio y tostado por la vida al aire libre, pero con un aire de ciudadano que resaltaba en el campo.El tío Polaino también era tordo en el pelo que se le veía; vestía una chaqueta de dril color crudo y cuello cerrado, que luego inventó Mao, pero que estaba ya descubierta, muchos años antes, en la profundidad del campo andaluz. También llevaba una gorrilla de visera, de una tela parecida a la de la chaqueta, que no se quitaba nunca; a lo más se la echaba hacia atrás para rascarse una calva blanca que aparecía encima de su frente curtida. Sin duda, si se hubiera quitado la gorra su personalidad habría cambiado y, quizás, el mundo habría sido otro.Pues allí sentado, dándome clases de asombro, acababa la magistral representación cogiendo una brasa con los dedos desnudos, acercándola al pitillo recién liado y dando tres o cuatro lentas chupadas al cigarro antes de tirarla. Yo me quedaba en este trance hipnotizado. No se me abría la boca pero casi, y cada quincena, cuando más o menos aparecía el tío Polaino, espiaba sus movimientos para no perderme el milagroso espectáculo del encendido del pitillo. ¡Ah, sí! Aquellos momentos en el campo…Bueno, no todo era tan intenso. La caída del sol, después de un día de actividad frenética y una cena copiosa, traía un sentimiento de relax. Claro que yo no quería que acabara el día, por largo que me pareciera entonces el tiempo; aunque no hubiera reunión en el porche del tío, me negaba a irme a la cama queriendo velar hasta que el carburo de las lámparas se agotara, pero me acurrucaba en el halda de mi madre y me dormía profundamente, como me gustó siempre hacer en el regazo de la mujer amada: lo de acurrucarme, no lo de dormirme, claro.Ese era el paisaje, la pequeña rutina tan sencilla que no tenía cabida para el aburrimiento. Pero a veces alguno de los protagonistas adquiría relevancia y mis pasiones se desataban: por ejemplo: las tórtolas.Tórtolas: Grandes, bonitas, enamoradas. Fuertes sentimientos con las tórtolas. –“Las mujeres son como las tórtolas”, decía el tíoabuelo Telesforo, y yo nunca supe bien por qué. Cuando maté a la primera, que fue la última, mi madre me obligó a comérmela… –“Los cazadores se comen a sus presas…”Estaba bien guisada, pero no podía olvidar que aquel animal vivo y bello se había convertido en algo inmóvil, blando, desmadejado y sanguinolento que yo llevé orgulloso a casa… y más tarde en un plato con salsa marrón: cebolla, romero y tomillo mezclados… triste esfuerzo. Después de aquello no volví a matar pájaros, sólo enemigos mortales, pistoleros del oeste de la provincia de Huelva, frontera con Portugal, disfrazados de eucaliptus delgados. Otras veces eran otros personajes: La  tormenta, o un pino añoso, por mencionar alguno.Las tormentas no eran frecuentes, pero sí fuertes. Caían cortinas de agua, el aire se llenaba de un olor delicioso y los truenos me hacían vivir las novelas de Salgari: carros cargados de chapas metálicas lanzados al galope de sus caballos por un empedrado. Los chubascos eran como un ultimátum de la naturaleza que nunca llegaba a ejecutar. A veces estaba cerca, como cuando cayó un rayo en un pino cerca de la casa. Pareció que el suelo se hubiera hundido de repente medio metro y que el mundo entero hubiera crujido como si la rama más grande imaginable se hubiera desgajado del árbol más grande imaginable, pero solo fue un pino, añoso, sí, pero como cientos más.O Germán. Una vez vino Germán, el sordomudo, pero no estuvo por allí más de una semana. Vivía en una finca a unos veinte minutos de la mía, al otro lado de la vía. Aproveché para enseñarle el viejo truco pielroja: debía poner el oído en los carriles del tren antes de cruzar las vías, porque como era sordo no oía el silbato y el tren podría pillarle, mientras que en la cara o en la sien, o incluso en la oreja se sentía la vibración de la vía mucho antes… No importaba que se viera un par de kilómetros a cada lado ni que sólo pasaran dos trenes al día… lo más curioso es que Germán me hacía caso y demostraba su agradecimiento con una risa gutural. El amor debería, también, tener carriles en los que apoyar la cara para sentir su vibración, cuando aun está lejos y no es peligroso.Salvo esa extraña semana siempre estaba solo. En todo el territorio batido por mi inquietud, que no era poca, no había normalmente un solo habitante de una edad como la mía o cinco años más o cinco años menos. Iba y volvía por el pinar del este o por el eucaliptal del oeste, me perdía entre las jaras altas y llegaba al bosque de pinos de Flandes, tan distintos; o casi al “Huerto de los alcornoques”. Volvía con el reloj del estómago, sin haberme sentido sin compañía: mi carabina venía conmigo. La soledad no es mala.No mucho más tarde del secuestro de la carabina, Patricio me regaló una collera de tórtolas, ya volantonas, recién robadas del nido. Me enamoré de ellas, macho y hembra: Como a las mujeres, ya era difícil cogerlas si ellas no se dejaban, sueltas por la habitación primero, por la casa después, ventanas y puertas cerradas, ensayos de libertad perdida… Inocencia perdida… Las tórtolas llenaron muchos días aliviando la monotonía de un tiempo sin carabina, desarmado a merced de terribles pistoleros y de toneladas de hastío cayendo desde las copas de los pinos como gotas de resina que siempre quedaban en mis pantalones. Los paseos por el bosque habían perdido gran parte de su interés y, además, la soledad era distinta, se me agigantaba, y un sentimiento extraño ocupaba mi vientre: era un miedo pequeñito pero miedo al fin: a la víbora y al culebrón y al “jabalín”.Las tórtolas ya daban cortos vuelos. Ya estaban las ventanas abiertas por la mañana y por la tarde después de la puesta del sol. Entonces el Litri, un mastín de 50 Kg, solitario como yo, que a veces venía a buscar comida, mató al macho. Bueno, solo le quebró un ala porque  llegué a tiempo de sacárselo de la boca: -“Chucho maldito de raza indecente, sin dueño, que merodea la casa porque le damos de comer y así nos paga… Porque no tenía la carabina, si no, lo mato.”Limpié el ala atravesada por los colmillos, pero el pobre animal no lo superó. De nada valieron los mimos: miga de pan mojada en leche, el agua de los labios al pico: el mejor de los besos. Como los amados y los amores mueren, amaneció definitivamente inmóvil, perdido, en su caja de zapatos forrada con trapos, triste remedo de su nido de ramas olorosas y plumón de amor instintivo.De hecho la hembra desapareció a la misma hora, en el mismo momento que se descubría el cadáver de su hermano – amor. Voló al abrir Reposo la puerta, en la amanecida.-“Palomo ladrón que la enamoró…” O, tal vez, solo el instinto, la llamada de su natural, pero la ausencia del amado siempre tiene notas de celos. -“Palomo ladrón que la enamoró”,  pensaba mientras enterraba con honores de hijo al macho muerto. Luego, acción inexplicable, armé un horno de carbón encima del sitio: Lo hice más grande que los normales, encontré una rama hueca para servir de chimenea en el centro y sobre ella fui amontonando ramas de pino, no había otra cosa cerca. Dejé cuatro fogones a norte, sur, este y oeste, tapé todo con tierra apisonada y le prendí fuego… Reposo refunfuñaba porque estaba demasiado cerca de la casa y el tufo molestaba… el horno estuvo ardiendo casi dos días… el tiempo que tardó en ser el tórtolo ceniza en la memoria. Los amores perduran más.El tren de vía estrecha pasaba a las ocho de la mañana hacia el norte y a las tres de la tarde hacia el sur. Mi madre escribía cartas larguísimas a mi padre y luego, a las dos y media o tres menos cuarto andaba el camino del apeadero, donde la guardabarreras paraba el tren para que mi madre echara la carta. El tren solo paraba si había pasajeros o carta… Carta de amor, seguro.Era hora de condena: estar acostado mientras la bravura del sol, que mi madre desafiaba armada con una sombrilla, derretía las piedras. Claro que también era el momento pecador de coger los libros que no me dejaban leer y leer. Leer deprisa cosas que no acababa de entender por qué causa mi madre no me dejaba leerlas. Era casi una hora de libertinaje intelectual. De aprendizaje frustrado porque de tanto que podía haber entendido, en aquellos libros no aprendí nada. ¿O tal vez sí?Una tarde de aquellas en las que había carta, apenas salió mi madre hacia la estación, cogí la carabina secuestrada, el sombrero de paja y el camino contrario y me alejé de la casa. Sin darme cuenta me fui más allá de lo que hubiera querido. El camino que tomé era, además el contrario del usual. En vez de adentrarse en los bosques se dirigía a unas tierras de cultivo alejadas, serpenteando por entre suaves lomas que parecían todas iguales. El suelo estaba tapizado de esa hierba que llaman “rabos de gato”, amarilla por la agostada. Pensé: “Terreno apropiado para las víboras”. Lo pensé como si fuera un experto en la materia y, de pronto, me sentí solo. El paisaje era desconocido, como ese bar o ese paseo transformados por la ausencia. Tuve la sensación de que no sabría volver. Y empecé a llorar. Y a correr.Por fin, arrebatado y sudoroso subí a una loma. ¡Que esfuerzo levantar el corazón hundido!  A lo lejos vi la silueta inconfundible de la venta de El Cuervo y supe donde estaba. En un instante el sentimiento de soledad desapareció, mis lágrimas se secaron. Las señales inconfundibles del paisaje adquirieron de nuevo su tranquilo significado y emprendí el regreso, corriendo, ahora espoleado por el temor al castigo por la escapada. Mis sentimientos eran confusos e intensos. Creo que así se sentiría Adán el momento que medió entre el mordisco a la manzana y la pregunta de Dios: -“He pecado, pero si no me pillan…”Llegué a la parte de atrás de la casa antes de darme cuenta, rodeé el bosquecillo de abedules y, de pronto un estallido de plumas grises y blancas se posó en mi hombro: ¡La tórtola!. El suave calor del pájaro y su roce en mi cara se confundían con la suavidad de la caricia de una piel humana. Todo mezclado: la confianza del animal con la dejadez de una enamorada, la vieja alegría del reencuentro, con la nueva de un  inesperado amor…  y el alivio: Mi madre no estaba todavía en la casa.Pocos días más tarde dejábamos el campo y nos volvíamos al mar. La tórtola no resistió el cambio.

Loading

Una respuesta a “ El campo ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Delicioso. Si no fuera porque veo reflejado a tupacalos, pensaría que lo ha plagiado. Igual es eso, que se está plagiando a sí mismo, que es la única manera de ser original. Mientras que los que no son originales se quedan sin referencia, sin modelo al que mirar, y acaban quedándose igual que cuando vinieron al mundo: vacios y previsibles.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *