La tormenta

¿Cuando se es más sensible, romántico y generoso que a los 15 años?

La tormenta

A mi mujer le gusta andar y a mi no me importa madrugar. Por eso cada mañana salíamos de Es Grao, andando, con el sol apenas apuntando por el horizonte y tomábamos rumbo Este en busca de nuestra calita cercana a Punta Sa Cudia. El camino no era fácil, pero cuando lo sabías te resultaba agradable por la sensación de alejamiento de la civilización que te producía recorrerlo. La cala era como un jardín privado. La playa solamente un trozo de arena de menos de 20 metros y enseguida rocas a ambos lados. Mas o menos en el centro desembocaba una torrentera, que se supone siempre seca, aunque tal vez haya un arroyo subterráneo, el caso es que una cuña de vegetación verde se clavaba hacia el interior, nada espectacular, quizás 30 o 40 metros, pero lo suficiente como para dar una especial sensación de frescor… es decir para imaginar que el calor era menos asfixiante. Un pinar que crecía en un cerro bastante escarpado cerraba la cala por la parte de tierra.Nuestro equipaje ligero: cuatro litros de agua y un par de sándwiches para pasar el día. La parte más pesada dos o tres libros para leer y La Vanguardia para hacer el crucigrama. No solía haber nadie. A veces un par de nudistas despistados, otras un crucerito anclado, también de patrón despistado, porque la cala está protegida de la tramontana… pero como no hay nada cerca, sobre las diez arrancaban motor y se perdían: Este para Mahon, Oeste para Favaritx.A un lector desapercibido le podrá parecer extraño que una pareja de mediana edad sea capaz de pasarse el día entero en la playa; he de decir que son cosas del matrimonio, uno debe ceder en lo que no es demasiado trabajoso… el otro ya cederá. Además no me costaba tanto… y a ella le encantaba lo del solar fuego lento, hasta el punto de no considerar verano si no había achicharramiento. En la época en que ocurrió esta historia todavía la avalancha de turistas y veraneantes, era soportable. Agosto era más movido pero Septiembre en Menorca era una delicia y nuestra cala, siempre, un paraíso para los amantes de la soledad.La cosa fue así:Un día, como a las nueve, apareció un chaval de unos 16 o 17 años, traía un paquete de libros no muy grande y le acompañaba un pastor alemán no muy puro pero guapo de cara y tipo. El perro hacía juego con el amo: el chico era alto, el pelo castaño claro, como quemado por la vida al aire libre, la piel con ese tono de moreno que pocas personas tienen, que no es oscuro sino más bien un dorado profundo.

Se quedó, tímidamente, en la desembocadura del camino, a la sombra de unos pinos, se hizo su nido y se puso a leer y escribir, como el que estudia. A eso de las tres, cuando el reloj estomacal de mi mujer nos decía que era la hora de comer, recogió sus bártulos y se marchó. El perro le llevaba la toalla mojada enrollada en la boca. Este rito comenzó a principios de agosto y se repetía fielmente cada día. Éramos los únicos tres habitantes del mundo conocido; si quería ir a bañarse tenía que pasar a menos de un metro del lugar en que mi mujer sufría, a plazos, las quemaduras del infierno, así que al segundo o tercer día la saludó. De lejos, vi que hablaban un momento.Yo no tomo el sol. En medio del verdor de la torrentera y a menos de treinta metros del mar hay una frondosa higuera que refuerza la sombra de los pinos. Allí, atada con una feble cadenita tengo una silla de plástico y tela, que no me importa demasiado. La compré a finales de Julio, la dejé allí y allí sigue. La silla es cómoda y baja, incluso puede inclinarse hacia atrás. Cuando el sopor que me produce la copiosa ingesta de un sándwich me vence, ella me recoge, amorosa, y me permite dormitar una maravillosa siesta. Mientras, a 50 metros o menos, mi mujer sigue asándose a fuego lento. Debo confesar que no es la comida: son, el canto de las chicharras, el cansancio de la lectura y esa maravillosa sensación de no tener nada mejor que hacer, los que me arrastran al mundo onírico. A las siete o así, de día claro, pero con un sol ya sin rabia, habiendo considerado ella que ha pagado su cuota de tormento, regresamos, despacio, gozando de la compañía mutua. Entonces sí charlamos de cosas intranscendentes.Esa tarde, la tarde del saludo, mi mujer me contó que el chico de la playa, que se llamaba Gabriel, le había contado que le habían suspendido las matemáticas y se veía obligado a estudiar. La playita solitaria, que conocía desde siempre y a la que había vuelto por casualidad, le daba la oportunidad de intentarlo y relajarse al mismo tiempo. El perro le hacía compañía. El horario… ¡Ah!, sí, su padre le había buscado un profesor que le daba clase de siete y media a ocho y media de la mañana porque después trabajaba… solo tenía esa hora o a la última de la tarde. Él había preferido la mañana… aunque el madrugón y el consecuente cambio de horario le habían distanciado de su pandilla de amigos habituales. Pues allí estábamos los tres, tan felices, o al menos despreocupados… bueno, el chico no tanto, me figuro… Parecía que iba a ser un verano tranquilo… hasta el día 14 de Septiembre que era el examen en Mahón, pero para eso faltaba mucho.Una mañana, al llegar, como otras veces, vimos un crucero, con bandera alemana, anclado al redoso del cabo. Aparentemente a bordo dormían… eran las ocho pasadas. Muchas tripulaciones duermen hasta tarde. Nada extraño. Tomamos las posiciones acostumbradas. Mi mujer al sol, yo a la sombra, mi flexible panamá encasquetado, sentado en mi maravillosa silla plegable, releyendo, me parece recordar que el “Juan de Mairena”.Poco más tarde llegó Gabriel. La escena me recordó la de Muerte en Venecia, en la playa del Lido. El joven era guapo; claro que había tanta diferencia entre la playa de principios de siglo atestada de gente, en Venecia, y nuestra calita, como entre el protagonista con sus tendencias homosexuales y yo mismo, que me sentía como un espectador de la vida. Además mi panamá de copa cilíndrica y abollada y alas estrechas y deformes no haría juego en el elegante Lido. Aquel pensamiento que me colocaba en la posición de un mirón u observador, según se mire, duro poco pero volvió a despertarse muy pronto. No serían las diez aun cuando una chica salió a cubierta del yate, se lanzó al agua y nadó hasta la playa. Su llegada hizo más impacto en los habitantes de la arena que el que su cuerpo había hecho en el agua. Por un momento los cuatro, incluyo al perro, estuvimos mirándola fijamente. Tendría 15 años y a mi juicio era una prometedora belleza. Como sus rasgos no añaden nada a la historia que pretendo contar me ahorro su descripción para no perder el hilo. Bueno, llegó nadando y se tumbó al sol. Mi mujer se dio otra capa de crema y volvió a sus pensamientos ardientes, los únicos que se pueden tener después de dos horas a fuego lento. Gabriel fingió volver a los estudios. Yo ya no tenía edad de fingir: seguí observando qué pasaba en la playa. De hecho puse la señal al libro y me arrellané como el que está en un patio de butacas. El perro siguió mi ejemplo, o yo había seguido el suyo, porque sentado a la sombra, junto a su dueño jadeaba y miraba con atención, tal vez desmedida, a la chica. ¿Por qué los perros grandes y jóvenes miran siempre con atención desmedida?Tal vez duró cinco minutos la tranquilidad. Después la chica se levantó, miró a derecha e izquierda y lentamente se dirigió hacia el perro… o hacia el amo… Y comenzó a decirle cosas, al perro, en alemán. Lo del idioma lo sé porque mi mujer me lo dijo más tarde. La chica acariciaba al perro y Gabriel la miraba… yo le enviaba silentes gritos de ánimo… al fin se decidió y la habló, me pareció que en menorquín. ¡Que error! pensé yo. Bueno, pues ella le contestó en alemán. Lo sé porque mi mujer también me lo dijo más tarde.Yo no podía oír nada desde donde estaba pero entendía todo porque se entabló una fluida conversación a base de gestos teatrales y muchos sies y noes, también teatrales, con la cabeza. Se dijeron Gabriel y Ute, lo sé porque mi mujer, como no, me lo dijo más tarde, y poco después se bañaron los tres. El perro creo que no dijo su nombre. Al menos mi mujer no me lo dijo. El agua de las botellas estaba caliente, así que, para disimular, se me ocurrió cavar un hoyo, cerca de donde parecía haber más humedad, para enterrarlas. Mientras, seguía observando, a hurtadillas, lo que ocurría en la playa. A lo mejor hasta se refrescaba el agua. Como la operación era aparatosa, enseguida vino mi mujer a beber, supongo que temiendo que rompiera todas las botellas, y se puso a observarme:-“¿Pero que haces?”me dijo, y yo contesté:-“ Volver a la niñez.”y seguí:– “En vista del éxito de la silla… Voy a jugar a los tesoros.”y seguí más:– “Cuando éramos chavales escondíamos tesoros: bolsas de trapo llenas de cristales de colores machacados que para nosotros eran preciadísimas gemas, y las pandillas rivales intentaban encontrarlos y robárnoslos… He pensado que si nos sobra una botella de agua podemos dejarla aquí escondida, así mañana no tenemos que traer mas que tres… de todos modos se calientan…”Ute y Gabriel se habían sentado en la sombra. Sus gestos eran ahora más comedidos, como si se hubieran puesto a hablar en voz baja. Él la miraba con ternura. Daba la sensación de estar delante de un objeto precioso que no se atreviera a tocar por miedo a romperlo. Los silencios, sin embargo, eran largos… claro: el ruido de las voces no podía transmitir más que la música, mientras las miradas lo decían todo.De tanto en tanto se levantaba uno u otro, invitaba al sedente a acompañarle al agua y se bañaban entre risas y gritos, gastándose bromas, encontrando pretextos para tocarse. Luego volvían a su rincón, bueno al rincón de Gabriel y se tumbaban cada uno por un sitio, pero el silencio, hablado o gestual, no duraba nada; casi inmediatamente uno se incorporaba e intentaba transmitir un mensaje al otro, la imposibilidad desembocaba en más y mejores risas.Me parecía que las manos de los dos hacían dibujos en la arena. Dibujos muy cercanos. Como no podía precisar la cercanía ni la intención me acerqué a saludar a mi mujer que estaba a medio camino, me agaché a su lado y pude comprobar que los dibujos estaban bastante próximos. Todo progresaba adecuadamente. Al fin no habrían pasado más de tres o cuatro horas.Mi mujer vino a proponerme darnos el banquete. Eran les tres y diez, lo se porque había estado vigilando qué haría Gabriel a la hora de irse y era un poco más tarde de lo acostumbrado. Al vernos en disposición de yantar el chico recordó la hora. Empezó entonces un agitado diálogo en el que los dedos volaban del pecho de uno al de otro, a la tierra y al camino de Es Grao, sin tocar nada, claro, y luego se combinaban con otros dedos, como los que se juntan o enredan.Yo les miraba y mi mujer me miraba a mí. Al rato me dijo:-“¿No te da vergüenza?”Y a mi no me daba vergüenza. Al revés, estaba disfrutando. No se como serían los sentimientos de protagonista de muerte en Venecia, sin duda más alambicados que los míos, pero he de reconocer que los míos también eran los de un “voyeur” aunque con muchas más connotaciones infantiles. Por ejemplo me encantaba haber entendido la conversación:Dedo a la muñeca, dedo al camino.-“Es la hora, yo me tengo que ir”

Encogimiento de hombros.

-“¿Y…?

Dedo hacia ella, dedo hacia abajo, vueltas en el aire en vertictal, dedo hacia ella, dedo hacia abajo.

-“¿Tu estarás aquí luego… esta tarde?”

Encogimiento de hombros.

-“No sé. Tal vez”

Dedo hacia él mismo, dedo hacia tierra, y otra vez vueltas en el aire.

-“Yo volveré aquí después”

Encogimiento de hombros con sonrisa.

-“Bueno.”

Repetición de los gestos anteriores seguida de un enérgico dedo hacia ella y dedo al suelo.

-“Yo vuelvo. Tu me esperas”

Sonrisa de significado confuso.

Él se marchó con el perro siguiendo sus pasos. Se dejó algo inmaterial en la playa y varias veces se volvió para saber qué era, porque sentía su falta, pero, claro, lo inmaterial no se ve y no pudo encontrar nada.En todo este tiempo no había aparecido nadie en la cubierta del barco. En ese momento caí en la cuenta de que posiblemente no había prestado suficiente atención a esa parte del escenario y me prometí vigilar con más esmero. Esto lo pensé mientras la jovencita nadaba de vuelta al barco. Ahora si miré. Nadie salió a recibirla, se quitó el bañador, lo tiró sobre la botavara, se hundió en las entrañas del velero y no volvió a salir. Una pena de prismáticos… me avergoncé del pensamiento relámpago; no se lo diré a nadie, volví a pensar.Nos quedamos los dos tomando los sándwichs y bebiendo agua caliente. Yo calculé que veinte minutos de ida y veinte de vuelta… supuse media hora para comer… A las cinco y cuarto Gabriel estaría otra vez en la playa. Fue a las cinco y veinticinco. Por una parte la estimación de la vuelta fue correcta, el cálculo del tiempo no tanto, pero siempre es difícil calcular cuanto puede entretener una madre a un hijo de esa edad con reproches y consejos.Gabriel empezó a darse paseos playa arriba y abajo. Después de un rato no demasiado largo, cuando pasaba relativamente cerca de mí le hice señas de que se acercara. La verdad no tenía nada que decirle así que le dije:-“Hola Gabriel. Sé que te llamas así porque me lo ha dicho mi mujer. Mira que tesoro he enterrado…” Conmigo hablaba un perfecto castellano, el acento de la isla apenas se le notaba. Contestaba por cortesía, y por no tener otra cosa que hacer, pero los ojos se le iban al crucero continuamente.-“… ves, es agua. Si alguna vez quieres puedes beber de aquí… solo te pido que si acabas una botella la repongas…” -“¡Qué curioso!” dijo, y yo entendí: ¡Qué chalado! -“…y ¿por qué hace eso?me preguntó… -“ Bueno, es mi tesoro. Realmente estoy pensando dejar más cosas escondidas aquí en la cala. Es práctico… ¿Por qué cargar cada día con las cremas o los libros o no sé, todas esas cosas que pesan mucho y no importa demasiado perder?”-“¿No le importaría llegar aquí y encontrarse sin crema… y sin libros? respondió… y por un momento creo que se olvidó del barco, pero en aquel momento un chapoteo en el agua nos dijo que quien esperábamos estaba en camino.Gabriel no pronunció ni una palabra más, salió corriendo hacia la orilla y se tiró al agua en busca de Ute. Yo dejé los tesoros para mejor ocasión, me senté en la silla, abrí un libro como el que lee y me dispuse a ver el segundo acto. Sería prolijo describir una repetición de la mañana. Todo fue idéntico. No me aburrí porque con la paciencia de un benedictino aficionado a la biología me dediqué a estudiar con microscopio el sutil cambio de los gestos, la inclinación de los cuerpos confluyendo, los silencios más prolongados, las miradas más profundas. Por fin, en una de las propuestas de baño fue acompañada de un coger la mano con ternura… y en vez de correr hasta la orilla, anduvieron lentamente el camino.Había romance. Me moría de ganas de comentarlo con mi mujer, pero creí que hacer que se dieran cuenta de mi presencia podía ser una interferencia grave y seguí sentado “leyendo”. A las siete, apareció otro crucero navegando a motor que acabó abarloado al de Ute. Cuando lo vio, ella se levantó de un salto, dijo adiós con un gesto y sin otra explicación se tiró al agua y se fue a su barco. Una pareja estaba pasando de un barco a otro y ayudaban a un mozalbete con un brazo en cabestrillo. Al menos eso me pareció ver.Antes de irnos me aseguré de que un tesoro quedara bien guardado: enterré una botella de agua y la Vanguardia doblada en ocho metida en una bolsa de plástico… Me reí para mí cuando vi que Gabriel también enterraba algo. Disimulé el sitio, tomé tres referencias en vez de dos y sentí algo así como si hubiera vuelto a la niñez y jugara a piratas. Claro, que no había pandilla contraria, ni tampoco me atreví a dejar un libro… de hecho lo de la Vanguardia era una prueba sobre los efectos que la humedad del suelo podía tener en un libro. Volvimos todos juntos a Es Grao, pero nadie dijo nada de romance, solo hicimos conjeturas acerca de la historia de los dos barcos. Al llegar a la entrada del pueblo nos separamos. Entonces le dije a mi mujer: -“¡Que bonito es el amor!Ella pensaba que no. No que no fuera bonito el amor, sino que lo que yo había visto era otra cosa menos poética. Estuve a punto de comenzar una discusión, bueno, de hecho la comencé pero no duró más que dos frases… lo opinable no es para ser discutido, y menos con la santa esposa de uno. Yo seguí pensando ¡Que bonito es el amor! Mi mujer dice que tengo una imaginación calenturienta. Debe ser de no tomar el sol. Tal vez por eso mientras ella se duchaba y yo me bebía un gin tonic de Tanqueray, con mucho hielo, y me preparaba moralmente para una cena “comme il faut” en Can Miquel, pensé que quizás el día siguiente nos trajera la visita de Gabriel al crucero, la presentación a la familia… o… ¿Era demasiado prematuro?No ocurre con frecuencia, pero en la terraza de Can Miquel se juntan algunos paisanos aficionados a la guitarra y al cantar, y lo hacen con ese gusto de quien lo realiza por pura afición. Algunos son ya mayores, ellos y ellas, cantan canciones populares menorquinas, habaneras y alguna copla. Esa noche había un hombre más joven, de unos cuarenta, que cantaba boleros. Yo quise quedarme; lo conseguí a medias, como suele conseguirse todo en esta vida, pero estuvimos el tiempo suficiente para llevarme a mi cama el sentimiento que ponían los cantores en el aire. El joven cantaba “Corazón loco”… No sueño nunca, pero sí que en el duermevela se me mezclan las emociones del día, de modo que por un momento creí que tenía diecisiete años, que estaba enamorado de una alemana monísima y que la historia no tenía final feliz sino que era como un bolero.Afortunadamente me dormí, me olvidé. Y dormí muy bien. Me despertó el ajetreo de mi mujer preparando el desayuno. Es decir como todos los días. Y esa mañana fue como las de todos los días, solo que Gabriel nos alcanzó por el camino. Eran las ocho menos diez. No pude más que preguntarle con sorpresa:-“Gabriel… ¿y tu clase?.. La mañana era fresca, por lo menos para ser finales de Agosto. Por la noche había soplado un levante suave y ahora se quería volver tramontana. De cualquier manera nosotros íbamos a ir a la playa… aunque lloviera. Un barrunto de invierno frío y largo nos empujaba a aprovechar los que podían ser los últimos ratos de sol. Mi mujer no había adquirido su deseado color azul marino…Gabriel había cambiado su clase para esa tarde. Tenía prisa por llegar. No había traído al perro. A saber que planes o que ilusiones se estaba forjando mientras se adelantaba y pretendía forzar nuestro paso para llegar antes.El también percibía que sería algo extraño que nos dejara atrás, pero se le notaban las ganas de correr. Yo me contaba cuentos poniéndome en su lugar y sabía qué habría hecho yo en su caso. Después de tantos años viviendo juntos debe producirse algo parecido a la telepatía porque mi mujer me miraba, yo diría que se extrañaba de mis pensamientos, miraba al chico y me volvía a mirar a mí, mientras acortaba el paso, porque el paseo de la mañana nunca había sido una carrera pedestre y tampoco deseaba que lo fuera ese día.En el fondo… no, en el subconsciente pero de modo bien notorio, yo también tenía prisa por llegar. Una mezcla de curiosidad y transferencia de personalidad me empujaba. La verdad es que no puedo explicar por qué me había dado tan fuerte con aquella aventurilla. El camino es bastante retorcido y no hay una vista de la cala hasta que no se toma la última curva y se desemboca junto a las rocas de la parte oeste. Así que la ansiedad siguió todo el camino.Por fin llegamos a la cala: Los veleros no estaban. Los veleros no estaban.No están.Los veleros no están.Esa idea tardó en entrar en mi razón. Y yo tenía menos interés que Gabriel. Así que estimo que el martillo de la realidad debió golpear la cuña de la ausencia muchas más veces para clavarla en su cerebro.Se hizo un silencio notable. O más bien se hizo presente un silencio al que el ruido de las olitas rompiendo en la arena aumentaba. Todavía no era hora de cantar las chicharras. No había gaviotas cerca aunque la tramontana parecía estar llamándolas. Mi mujer tampoco dijo nada. Creo que se dio cuenta del mínimo pero intenso drama que Gabriel y yo estábamos viviendo.Pero hay que vivir. El minuto trágico no duró más de quince o veinte segundos. Y es mucho tiempo para estar un grupo de tres personas, con intereses diversos, parados en el borde de un camino que ha llegado a su fin. Entonces nos fuimos cada uno a su rincón, como si ayer no hubiera existido.Gabriel desenterró sus libros y se puso a mirarlos. Jugaba con un lápiz. De vez en cuando escribía.Yo, después de las vacaciones del día anterior, leía.Así pasó la mañana. Nadie se bañó. En un momento que miré a mi amigo, ya se sabe que la amistad nace en los momentos difíciles, parecía haberse centrado y escribía deprisa.A las tres, más o menos, cuando nos reunimos mi mujer y yo para dar cuenta del sándwich, Gabi hizo un gesto desmadejado de adiós levantando el brazo y, siguiendo su rutina se marchó: No llevaba los libros. La verdad es que, sin el perro, le encontré muy solo. “Se nos han roto las ilusiones”, pensé.Enseguida se nubló. El viento había rolado a poniente y unos negros nubarrones cubrieron casi repentinamente al sol. Mi mujer se acercó y dijo una obviedad como:-“No hace sol… Creo que va a haber tormenta.”Yo la miré y traduje sus palabras por “¿Nos vamos?” Y me quedé un momento mirándola, levantando los lados de la boca cerrada hacia arriba y afuera, como si me molestara el sol y guiñara los ojos… Sonó un trueno bastante cercano y eso nos animó a recoger lo poco que había que recoger, cuestión de breve tiempo, pero ya entonces estaban cayendo unas gotas gordas como cubos de agua, y segundos más tarde un diluvio. Afortunadamente el agua no estaba demasiado fría, y como había hecho bastante calor, casi se agradecía la ducha.No corrimos. Nos miramos como con un asombro alegre y nos reímos. Dejamos que el agua nos empapara lo puesto mientras guardábamos todo lo posible en las bolsas de plástico de la comida, los libros lo primero… ¡y pensar que había querido dejarlos en la playa!Del cerro, detrás de la cala, empezaban a correr regatos que se unían en la torrentera que pronto fue como un caño grande de agua sucia. Temí por la higuera y por mi silla, la solté y me la llevé hacia el camino de entrada, hacia el rincón de Gabriel. De repente recordé que no se había llevado los libros y se me ocurrió que se estropearían así que busqué un poco hasta encontrar el lugar en el que los había ocultado y los desenterré.Mi mujer me seguía con la cabeza un poco inclinada hacia delante para que no le molestara el agua en sus ojos azules; yo también lo hacía, pero creo que no torcía la cabeza para el lado izquierdo como ella: Le iba a entrar agua en el oído derecho… Cuando me vio desenterrar el tesoro de Gabriel me dijo:-“Pero ¿Qué haces…?Yo no contesté. Metí todo en una bolsa de plástico de las nuestras y me quedé mirándola como respuesta. Tenía el pelo pegado a la cara y me pareció que para su edad todavía era bonita… aunque nunca sentí una especial atracción por las mujeres negras y ella lo parecía.Los truenos se alejaban, pronto aminoró la lluvia aunque la tarde se quedó nublada, un poco fresca para estar cómodos mojados y al aire libre pero no demasiado. Olía muy bien, a ese olor mezcla de tierra mojada y plantas limpias. Creo que nos sentíamos a gusto, porque estábamos allí, de pie, con las bolsas en la mano, sin tomar la única decisión posible: irnos.Del pinar comenzaron a levantarse vaharadas de vapor, como una niebla ligera. Era un espectáculo extraño, quizás por lo inesperado. En vista de que ella no se decidía, de que no hacía ni calor ni frío, de que sería muy difícil volver a disfrutar de momentos como ese, desplegué la silla y me senté. Ella se fue hacia el mar.Lo hice mal, y todo o casi todo lo que estaba en una de las bolsas, al ponerla sobre mis rodillas, se cayó a la arena mojada. Lo recogí deprisa, más que nada para que mi mujer no me riñera por mi torpeza. Ella se había sentado en la orilla, con las rodillas cogidas contra el tronco, en posición casi fetal, distraída mirando el juego de luces de la tormenta en el mar.Entre las cosas que se cayeron estaban los libros y los papeles de Gabriel. Al recogerlos uno me llamó la atención, era una especie de carta y me puse a leerla:

Querida Ute:

Acabo de ver el sitio vacío en el que estaba tu barco. Yo no sé decirte lo que siento pero es como un dolor especial. Y cada vez que miro al mar siento que me falta algo y es que hoy había pensado llevarte a Es Grao y haberte enseñado todo. Es posible que la alegría que tenía porque te iba a ver fuera lo que llaman estar enamorado. Yo antes no lo había sentido nunca. Tampoco había sentido algo como lo que siento ahora, que a lo mejor es un dolor, pero que me parece un agujero que ha dejado en mi corazón tu ida. No sé por que escribo esto. No se lo voy a dejar leer a nadie, pero es como si tu me estuvieras oyendo, aunque no me entenderías nada. Y no sé que más decirte. O escribir para mí como otras veces que me escribí poesías. Casi me acuerdo de una, que también era muy triste. Por si meto esta carta en una botella y alguna vez te llega, te la escribo:

¿Cómo serán los cauces de los ríos sumergidos en el mar?¿Cómo las lágrimas de las sirenas?

Y ¿El cantar de los peces?

¡Quisiera que fuera todo tan distinto!

Que en el fondo del mar siguieran manando las fuentes,

que las sirenas siempre rieran, que los peces cantaran…

que tu estuvieras.

Pero el mar está vacío, sin barcos,

las sirenas no existen y tú, tú no estás.

Esta noche lloraré tu ausencia:

Mi ilusión se ha perdido: una nube

de humo en el viento, llena de sueños.

Ahora miro al mar vacío y pienso en sirenas que lloran

y en peces que cantan.

Tal vez algún día olvide tus ojos, tu sonrisa,

tu mano que casi nunca estuvo entre las mías,

los besos que no te di… esa esperanza,

que fue una chispa en mi soledad.

Adiós nube de humo en el viento…

¿Cómo será el sentir de las piedras?

Y, el dolor de los árboles, ¿Cómo será?

¿Qué color tendrá el olvido?

El próximo amor: ¿Cómo vendrá?

Me ha salido algo distinta porque tu…Había leído hasta aquí. Algo debí transmitir, o un ruido hacer, poeque mi mujer soltó sus rodillas y se vino hacia mí con el ceño fruncido. Otra tormenta, de otra clase, parecía avecinarse.-“¡Pero que haces!”Fue como un trueno y yo entendí también lo de “¡Desgraciado!”, pero me salí por la tangente diciendo: -“Sabes que te digo: que este chico es un poeta…”No quise pararme a oír su opinión sobre mi inmoralidad, hice oídos sordos y la pregunté:– “¿Nos vamos, Helga?

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2 respuestas a “ La tormenta ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    A mi me gusta. Tiene tensión y un buen tono y se sigue muy bien. Yo únicamente le veo el inconveniente de la extensión, creo que si se hace una reducción, ganaría; pero es una cuestión de opiniones.

    Es un de un romanticismo exarcebado, y eso siempre está muy bien, yo por lo menos lo agradezco.

  2. María papelotes dice:

    Tupacalos: Bonita historia, magníficamente redactada. Lo que más me ha gustado es el verso, sobre todo, el sentir de las piedras
    ¿Qué color tendrá el olvido? el amor es dolor y dulzura a la vez.

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