POETAS 86. Dante Alighieri I. Divina Comedia (El Infierno)

Italia (Florencia, 1265-Ravena, 1321). Dante nació en Florencia y pertenecía a una familia güelfa de la pequeña nobleza, estuvo casado y tuvo tres hijos. Se inició pronto en la actividad política y ostentó diversos cargos corporativos. Era un güelfo blanco: a diferencia de los guëlfos negros -la otra facción política de florencia-,  defendía la autonomía de las comunas y era hostil  a la injerencia del papa en la vida política de Florencia, abogando por una independencia del poder temporal -representado por el emperador- frente al poder espiritual -representado por el papa-. Su actividad y rivalidad política le granjeó una condena a dos años de carcel y a una multa monetaria que, al no poder satisfacer, fue agravada por una sentencia a ser quemado vivo, lo que provocó que Dante viviese el resto de su vida exiliado en distintas ciudades fuera de Florencia. Además de escribir la «Divina Comedia», escribió «Rimas», un tratado político titulado «La monarquía universal» y  el «Tratado de la elocuencia vulgar», en la que hace una defensa de la lengua vulgar y afirma la supremacía de ésta sobre la lengua docta de los eruditos. Precisamente, la Divina Comedia va a ser escrita en la lengua vulgar del italiano y bautizada como comedia  porque,  a diferencia de la tragedia,  comienza ásperamente para culminar con un final dichoso. Compuesta por catorcemil endecasílabos, con cien cantos en tercetos encadenados, la obra alegoriza el itinerario del alma hacia Dios a través del viaje por el infierno, el purgatorio y el paraíso, guíado consecutivamente por Virgilio, Beatriz y San Bernardo. Se suele aceptar la idea de que Virgilio personifica la Razón, Beatriz la Fe y San Bernardo el Amor. Aunque la obra de Dante se mueve en un plano trascendental, lo novedoso de la obra se halla en que Dante hace irrumpir a la historia y al momento presente en el hierático y atemporario mundo cultural de la Edad Media latina. Dante cita a papas y emperadores de su tiempo, a reyes y prelados, a  dictadores, capitanes, hombres y mujeres de la nobleza y de la burguesía, de los gremios y de la escuela, incluyendo más de medio millar de personajes. Si bien se ha identificado a Beatriz con la hija del banquero Folco Portinari, muerta con veintinco años, y de la que se habría enamorado Dante  a la edad de nueve años, resulta más razonable ver en la figura de Beatriz una vaga identificación con alguna mujer florentina desconocida, a la que Dante estilizó y trocó en símbolo. Para Ernst Robert Curtius («Literatura europea y Edad Media Latina II), Beatriz no es más que un mito inventado por Dante. «No es el recuperado amor de juventud -concluye- sino la salvación suprema en figura humana, emanación de Dios; sólo por eso puede aparecer sin blasfemia en un cortejo triunfal en el cual interviene el mismo Cristo». En palabras de Carlyle, nos es lícito escuchar en Dante «la voz de diez siglos de silencio», constituyendo así su obra un compendio genial de toda la tradición medieval. Para Borges, lo magistral en Dante se halla en «la variada y afortunada invención de rasgos precisos», tanto en el plano estilístico como en bosquejo de rasgos psicológicos de sus personajes. Se acompaña el capítulo XXXIII del Infierno (Trad. Angel Crespo) aquí seleccionado con un comentario de este pasaje hecho por Jorge Luis Borges, titulado «El falso problema de Ugolino» y un soneto del mismo Dante, traducido por Nicolás González Ruiz.

*****

«!Oh peregrinos!, que pensando vais
tal vez en cosas que están presentes
¿es que venís de tan lejana tierra
como mostráis en vuestro aspecto,

pues no se os ve llorar cuando pasáis
por medio de la doliente ciudad
como personas que no se diesen
cuenta de la gravedad de sus actos?

Si os detuvierais a escuchar,
el corazón con suspiros me dice
que os veríamos marchar llorando.

La ciudad ha perdido a su Beatriz,
y las palabras que de ella pueden decirse
atesoran la virtud de hacer llorar a quien las oye.»

*****

CAPÍTULO XXXIII DE «INFIERNO»

La boca alzó de su feroz comida
el pecador, limpióla en la melena
de la cabeza por detrás herida

y dijo: «Renovar quieres la pena
que me hace odiar desesperadamente
y que, antes de hablar de ella, me enajena.

Pero si mis palabras son simiente
de infamia para el falso que me como,
lloraré y hablaré conjuntamente.

No sé quien eres tú e ignoro cómo
has bajado hasta aquí: por florentino,
cuando oigo tus palabras, yo me tomo.

Conde he sido y mi nombre era Ugolino,
y éste, que era arzobispo, fue Ruggiero:
y escucha por qué soy tan mal vecino.

Por culpa, sí, de su consejo artero
y confiando en él, yo fui prendido
y luego muerto, e insistir no quiero;

pero lo que jamás habrás sabido
es lo cruel que fue mi dura muerte;
la oirás, y sabrás si me ha ofendido.

Un tragaluz de aquella torre fuerte
a la que el nombre de Hambre yo le he dado
– que otros en ella sufrirán mi suerte-

por su hueco me había ya mostrado
muchas lunas y entonces tuve un sueño
y el velo del futuro fue rasgado.

Éste se me mostró señor y dueño,
lobo y lobeznos en el monte ojeando
que separa el pisano del luqueño.

Lanfranco iba delante, con Gulando
y Sismondi; con perros mal comidos
y listos les estaba caza dando.

Tras muy poco correr, miré rendidos
al padre y a los hijos, y creía
verlos por los colmillos malheridos.

Al despertar, cuando empezaba el día,
a mis hijos tras signos tan crueles,
pedir pan entre sueños les oía.

Muy duro debes ser si no te dueles
pensando lo que el pecho me anunciaba;
y si es así, ¿por qué llorar tú sueles?

Despertaron y la hora se acercaba
en que traer solían la comida
y, por su sueño, cada cual dudaba;

sentí cómo clavaban la salida
de la espantosa torre desde fuera:
los miré con la lengua enmudecida.

Yo no lloraba, tal mi espanto era;
y llorando, mi Anselmo preguntó:
«¿Por qué mirando estás de esa manera?»

Mas no lloré y mi boca se calló
todo aquel día y se siguió callando
hasta que un nuevo sol su luz mostró.

Cuando un rayo de sol ya estaba entrando
en la cárcel, mi aspecto suponía
por los cuatro que estaba contemplando;

por el dolor, las manos me mordía;
y ellos así me hablaron, pues movido
por el hambre creyeron que lo hacía:

«Menos nos dolerá, padre querido,
si nos comes; de carne nos vestiste
y puedes desnudar lo que has vestido»

Por no apenarlos me calmaba triste;
un día y otro mudos estuvimos;
!Ay! ¿por qué, cruel tierra, no te abriste?

Así hasta el día cuarto transcurrimos,
y a mis pies Gado se arrojó gritando:
«!Oh padre, ayúdanos, que nos morimos!»

Allí murió; como me estás mirando,
a los tres vi morir, uno por uno,
entre el quinto y el sexto; y delirando
y ciego ya, cuando tocaba a alguno

de los cuatro, aunque muerto, le llamaba;
después más que el dolor pudo el ayuno».

Esto dijo, y la vista extraviada;
en el mísero cráneo hincó los dientes
y, cual un can, los huesos atacaba.

Ay Pisa, vituperio de las gentes
del bello suelo donde el sí se entona,
¿por qué no te castigan diligentes?

!Muévanse la Capraia y la Gorgona
y del Arno a Obstruir vayan la hoz
de modo que ahogue en ti a toda persona!

Pues Ugolino, si corrió la voz
de haber tus fortalezas entregado,
no debiste a los hijos ser feroz.

Su poca edad libraba de pecado
a Uguicción, nueva Tebas, y al Brigada
y a los dos que en el canto ya he nombrado.

Pasamos más allá, donde la helada
rudamente a otra gente recubría,
y no puesta de pie, sino tumbada.

Allí el llanto llorar no consentía
Porque los ojos le negaban paso
y, aumentando el dolor, retrocedía,

pues las primeras lágrimas del laso
forman, cual de cristal, una visera
y llenan so las cejas todo el vaso.

Y aunque yo encallecido ya tuviera
por tanto frío todo sentimiento
e insensible del todo el rostro fuera,

me pareció que lo azotaba un viento:
«Maestro», dije, «¿quién al aire mueve,
si aquí ningún vapor encuentra asiento?»

Y el contestó: «Te encontrarás en breve
en donde te pondrán de manifiesto
tus mismos ojos quién el soplo llueve».

Y un alma que sufría aquel molesto
tapón, nos dijo: «»Oh almas criminales,
tanto que os ha tocado el postrer puesto,

levantadme del rostro estos cristales
para que mi dolor salida tenga
antes que forme el llanto otros iguales».

«Di quien eres, si esperas que yo venga
en tu ayuda; y si  miento, yo te digo
que el fondo de este hielo me contenga».

«Yo soy», me contestó, «fray Alberigo,
yo soy el de las frutas de mal huerto,
y el dátil aquí cambio por el higo»

«Oh», le repuse yo, «¿pero ya has muerto?»
«¿Qué es de mi cuerpo» dijo el alma rea,
«Allá en el mundo, no lo sé por cierto.

Esta ventaja tiene Tolomea,
que el alma muchas veces ha alojado
cuando Átropos los dedos no menea.

Y para que me arranques de buen grado
las lágrimas vidriadas de la cara,
sabe que cuando el alma ha traicionado,

como hice yo, del cuerpo la separa
un demonio, que luego lo gobierna
hasta que el curso de su vida para.

Ella viene a caer a esta cisterna;
quizás arriba el cuerpo se esté viendo
de la sombra que aquí detrás inverna.

Que sabes de él, pues caes ahora, entiendo,
que es Branca Doria, y ya pasaron años
desde que aquí detrás está yaciendo».

Yo respondí: «No creo tus engaños,
que Branca Doria vive todavía
y come y bebe y duerme y viste paños»

Y él dijo: «Miguel Zanque no se había
en el pozo de pez hirviente hundido
y aún a los Malasgarras no temía,

y ya estaba su cuerpo poseído
por un diablo, y también el del insano
deudo que a su traición estaba unido.

Mas ya debes tender a mí la mano
y abrir mis ojos». Pero no hice nada,
Porque fue cortesía ser villano.

!Oh genoveses, gente depravada
por vicios mil, y a la virtud extraña,
¿por qué no eres del mundo desterrada?!

Con la sombra peor de la Romaña
a uno vuestro he encontrado en lo profundo,
cuya alma en el Cocito ya se baña
mientras su cuerpo vive en este mundo.

*****

EL FALSO PROBLEMA DE UGOLINO. Por J. L. Borges

No he leído (nadie ha leído) todos los comentarios dantescos, pero sospecho que, en el caso del famoso verso 75 del canto penúltimo del Infierno, han creado un problema que parte de una confusión entre el arte y la realidad. En aquel verso, Ugolino de Pisa, tras narrar la muerte de sus hijos en la Prisión del Hambre, dice que el hambre pudo más que el dolor (Poscia, piú che’l dolor, potè i ligiuno = después, más que el dolor, pudo el ayuno). De este reproche debo excluir a los comentaristas antiguos, para quienes el verso no es problemático, pues todos interpretan que el dolor no pudo matar a Ugolino, pero sí el hambre. También lo entiende así Geoffrey Chaucer en el tosco resumen del espisodio que intercaló en el ciclo de Canterbury.

Reconsideremos la escena. En el fondo glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alzó la boca, no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggierri lo traicionó y lo encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vio crecer y decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos. Al alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día y una noche, en silencio. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo más que el dolor.

He declarado el sentido que dieron a este paso los primeros comentadores. Así, Rambaldi de Imola en el siglo XIV: «Viene a decir que el hambre rindió a quien tanto dolor no pudo vencer y matar». Profesan esta opinión entre los modernos  Francesco Torraca, Guido Vitali y Tommaso Casini. El primero ve estupor y remordimiento en las palabras de Ugolino; el último agrega: «intérpretes modernos han fantaseado que Ugolino acabo por alimentarse de la carne de sus hijos, conjetura contraria a la naturaleza y a la historia», y considera inútil la controversia. Benedetto Croce piensa como él y sostiene que de las dos interpretaciones, la más congruente y verosímil es la tradicional. Bianchi, muy razonablemente, glosa: «otros entienden que Ugolino comió la carne de sus hijos, interpretación improbable pero que no es lícito descartar». Luigi Pietrobono (sobre cuyo parecer volveré) dice que el verso es deliberadamente misterioso.

Antes de participar a mi vez, en la inutile controversia, quiero detenerme un instante en el ofrecimiento unánime de los hijos. Éstos ruegan al padre que retome esas carnes que él ha engendrado: (…) «Tu me vestisti queste misere carni, e tu le spoglia»= tú nos vestiste con esta carne mísera y puedes quitárnosla.

Sospecho que este discurso puede causar una creciente incomodidad en quienes lo admiran. De Sanctis (Storia della Lietteratura Italiana IX) pondera la imprevista conjunción de imágenes heterogéneas. D’Ovidio admite que «esta gallarda y conceptuosa exposición de un ímpetu filial casi desarma toda crítica».  yo tengo para mí que se trata de una de la muy pocas falsedades que admite la Comedia. La juzgo menos digna de esa obra que de la pluma de Malvezzi o de la veneración de Gracián. Dante, me digo, no pudo no sentir su falsía, agravada sin duda por la circunstancia casi coral de que los cuatro niños, a un tiempo, brindan el convite famélico. Alguien insinuará que enfrentamos una mentira de Ugolino, fraguada para justificar (para sugerir) el crimen anterior.

El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es, evidentemente insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio. Ugolino roe el cráneo del arzobispo; Ugolino sueña con perros de colmillos agudos que rasgan los flancos del lobo (… e con l’agute scane/mi parea lor veder fender li fianchi). Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos: Ugolino oye que los hijos le ofrecen inverosímilmente su carne; Ugolino, pronunciado el ambiguo verso, torna a roer el cráneo del arzobispo. Tal actos sugieren o simbolizan el hecho atroz. Cumplen una doble función: los creemos parte del relato y son profecías.

Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila. De ugolino debemos decir que es una textura verbal, que consta de unos treinta tercetos. ¿Debemos incluir en esa textura la noción de canibalismo? Repito que debemos sospecharla con incertidumbre y temor. Negar o afirmar el monstruoso delito de ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo.

El dictamen un libro es las palabras que lo componen corre el albur de parecer un axioma insípido. Sin embargo, todos propendemos a creer que hay una forma separable del fondo y que diez minutos de diálogo con Henry James nos revelarían el «verdadero» argumento de Otra vuelta de tuerca. Pienso que tal no es la verdad; pienso que Dante no supo mucho más que Ugolino que lo que sus tercetos refieren. Schopenhauer declaro que el primer volumen de su obra capital consta de un solo pensamiento y que no halló modo más breve de transmitirlo. Dante, a la inversa, diría que cuanto imaginó de Ugolino está en los debatidos tercetos.

En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras, no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su Torre del hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posible agonías, lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones.»

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