POETAS 87. FELIPE BENíTEZ REYES

Nació en Rota, Cadiz, en 1960, donde estudió filología hispánica y comenzó desde muy joven su tarea creativa -su primer intento poético en forma de libro data de 1972-.  Suyos son, como poeta, los siguientes libros: «Vanos mundos», 1985; «Sombras particulares», 1992; «El equipaje abierto», 1996; «Escaparate de venenos», 2000. Consagrado desde hace ya tiempo como  autor de relatos («Un mundo peligroso», 1994), en 2007 recibió el premio Nadal por su novela  «Mercado de espejismos». También ha obtenido los premios Luis Cernuda, Loewe y el Premio Nacional de Literatura. Ha sido director de las revistas Fin de Siglo y Renacimiento. Su poesía puede encuadrarse en la llamada «Poesía de la Experiencia». Concibe la poesía como un ejercicio de fijación de la memoria, una suerte de biografía moral y estética. En alguna ocasión ha comentado que su intención al escribir poemas es la de que en ellos resuenen «los pasos que dimos hacia nosotros en busca de nosotros mismos».  La poesía  es vista, así, como una relectura de nuevos sentidos que el paso del tiempo nos va abriendo, «como el mensaje embotellado de un náufrago que el capricho de la marea devuelve a la misma orilla».

*****

ADVERTENCIA

Si alguna vez sufres -y lo harás-
por alguien que te amó y que te abandona,
no le guardes rencor ni le perdones:
deforma su memoria el rencoroso
y en amor el perdón es sólo una palabra
que no se aviene nunca a un sentimiento.
Soporta tu dolor en soledad,
porque el merecimiento aun de la adversidad mayor
está justificado si fuiste
desleal a tu conciencia, no apostando
sólo por el amor que te entregaba
su esplendor inocente, sus intocados mundos.

Así que cuando sufras -y lo harás-
por alguien que te amó, procura siempre
acusarte a ti mismo de su olvido
porque fuiste cobarde o quizá fuiste ingrato.
Y aprende que la vida tiene un precio
que no puedes pagar continuamente.
Y aprende dignidad en tu derrota,
agradeciendo a quien te quiso
el regalo fugaz de su hermosura.
                    («Los Vanos Mundos», 1985)

 

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POÉTICA

Desde que escribo la palabra infinitud
en este instante
(y designo con ella en mi memoria
todo cuanto no cesa ni se extingue,
como el mar infecundo o como el fuego,
como el hondo venero sin final ni principio
de todas nuestras vidas, miesteriosas y breves;
como todos los versos que han sonado
-a lo largo de siglos minuciosos-
en nuestro descorazonado espíritu
igual que el aleteo de un millar
de mariposas psicóticas),
desde que escribí la palabra infinitud,
hace un instante, hasta que escribo
estas otras palabras, le he robado ya al tiempo
una porción de irrealidad
infinita como un desierto de arenas de oro frío
que volasen por el cielo de plata
en los días de viento poderoso,
igual que por el aire va la música abriendo
su gran rosa sonora y sin sentido.

*****

EL SÍMBOLO DE TODA NUESTRA VIDA

Hay noches que debieran ser la vida.
Intensas largas noches irreales
con el sabor amargo de lo efímero
y el sabor venenoso del pecado
-como si fuésemos más jóvenes
y aún nos fuese dado malgastar
virtud, dinero y tiempo impunemente.

Deberían ser la vida,
el símbolo de toda nuestra vida,
la memoria dorada de la juventud.
Y, como el despertar repentino de una vieja pasión,
que volviesen de nuevo aquellas noches
para herirnos de envidia
de todo cuanto fuimos y vivimos
y aún a veces nos tienta
con su procacidad.
Porque debieron ser la vida.

Y lo fueron tal vez, ya que el recuerdo
las salva y les concede el prvilegio de fundirse
en una sola noche triunfal,
inolvidable, en la que el mundo
pareciera haber puesto
sus llamativas galas tentadoras
a los pies de nuestra altiva adolescencia.

Larga noche gentil, noche de nieve,
que la memoria te conserva como una gema cálida,
con brillo de bengalas de verbena,
en el cielo apagado en el que flotan
los ángeles muertos, los deseos adolescentes.
                       («Los vanos mundos», 1985)

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LA FLECHA DEL TIEMPO 

Nunca seríamos
 como esos adultos -nos juramos-
que miraban ansiosos, turbiamente,
a través del cristal de las cafeterías
-como en ciertos poemas de Rimbaud-
la entrada de los jóvenes altivos
en la cueva dorada de la noche.
Y sin embargo,
ahora estamos aquí, sin entender gran cosa,
ante  un vaso de hielo y de ansiedad,
arañando con fiebre y con rencor
en el cristal del tiempo un espejismo.
               («Escaparate de venenos, 2000)

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LA DESCONOCIDA

En aquel tren, camino de Lisboa,
En el asiento contiguo, sin hablarte
-luego me arrepentí.
En Málaga, en un antro con luces
del color del crepúsculo, y los dos muy fumados,
y tú no me miraste.
De nuevo en aquel bar de Malasañaa,
vestida de blanco, diosa de no sé
qué vicio o qué virtud.
En Sevilla, fascinado por tus ojos celestes
y tu melena negra, apoyada en la barra
de aquel sitio siniestro,
mirando fijamente -estarías bebida- en el fondo de tu copa.
En Granada tus ojos eran grises
y me pediste fuego, y ya no te vi más,
y te estuve buscando.
O a la entrada del cine, en no sé dónde,
rodeada de gente que reía.
Y otra vez en madrid, muy de noche,
cada cual esperando que pasara algún taxi,
sin dirigirte incluso
ni una frase cortés, un inocente comentario…
en Córdoba, camino del hotel, cuando me preguntaste
por no sé qué lugar en yo no sé qué idioma,
y vi que te alejabas, y maldije a la vida.
Innumerables veces, también,
en la imaginación, donde caminas
a veces junto a mí, sin saber qué decirnos.
Y, sí, de pronto en algún bar
o llamando a mi puerta, confundida de piso,
apareces fugaz y cada vez distinta,
camino de tus mundos, donde yo no podré
tener memoria.
                   («Los vanos mundos», 1085)

*****

MISERIA DE LA POESÍA

La lenta concepción de una metáfora
o bien ese temblor que a veces queda
después de haber escrito algunos versos,
¿justifica una vida? Sé que no.
Pero tampoco ignoro que, aun no siendo
cifra de una existencia, esas palabras
dirán que quien dispuso su armonía
supo ordenar un mundo: ¿Y eso basta?
Los años van pasando y sé que no.

Hay algo de grandez en esta lucha
y en cierto modo tengo
la difusa certeza de que existe
un verso que contiene ese secreto
trivial y abominable de la rosa:
la hermosura es el rostro de la muerte.
Si encontrase ese verso, ¿bastaría?
Tal vez no. Su verdad, ¿sería tanta
como para crear un mundo, para darle
color nuevo a la noche y a la luna
un anillo de fuego, y unos mares
de nieve a los desiertos? Sé que no.
                                 («Los vanos mundos», 1985)

*****

EL DIBUJO EN EL AGUA

Bien sabes que estos años pasarán,
que todo acabará en literatura:
la imagen de las noches, la leyenda
de la triunfante juventud y las ciudades
vividas como cuerpos.

                                             Que estos años
pasarán ya lo sabes, pues son tuyos
como una posesión de nieve y niebla,
como es del mar la bruma o es del aire
el color de la tarde fugitivo:
pertenencias de nadie y de la nada
surgidas, que hacia la nada van:
ni el mismo mar, ni el aire, ni esa bruma,
ni un crepúsculo igual verán tus ojos.

Un dibujo en el agua es la memoria,
y en sus ondas se expresa el cadáver del tiempo.

Tú harás ese dibujo.

                                         Y de repente
tendrás la sombra muerta
del tiempo junto a ti.
                        («Sombras particulares», 1992)

*****

VALOR DEL PASADO

Hay algo de inexacto en los recuerdos:
una línea difusa que es de sombra,
de error favorecido.
                                          Y si la vida
en algo está cifrada,
es en esos recuerdos
precisamente desvaídos,
quizás remodelados por el tiempo
con un arte que implica ficción, pues verdadera
no puede ser la vida recordada.

                                                                   Y sin embargo
a ese engaño debemos lo que al fin
será la vida cierta, y a ese engaño
debemos ya lo mismo que a la vida.
                     («Sombras particulares», 1992)

*****

EL EQUIPAJE ABIERTO

De todo comienza a hacer bastante tiempo.

Y en una habitación cerrada
hay un niño que aún juega con cristales y agujas
bajo la mortandad hipnótica de la tarde.

Comienza a hacer de todo muchos años.

Y la noche, sobrecogida de sí misma,
abre ya su navaja de alta estrella
ante la densa rosa carnal de la memoria.

Comienza a ser el tiempo un lugar arrasado
del que vamos cerrando las fronteras
para cumplir las leyes
de esa cosa inexacta que lamamos olvido.

Y llega la propia vida hasta su orilla
como lleva el azar la maleta de un náufrago
a la playa en que alguien la abre con extrañeza
-y esa ridiculez de disfraz desamparado
que adquieren los vestidos de la gente al morir.

Lejano y codiciable,
el tiempo es territorio del que sólo
regresa, sin sentido y demente,
el viento sepulcral de la memoria,
devuelto como un eco.

Como devuelve el mar su podredumbre.

Todas nuestras maletas
reflejan la ordenación desvanecida
                                                                           de un viaje
que siempre ha sucedido en el pasado.
                                                                                 Y las abrimos
con la perplejidad de quien se encuentra
una maleta absurda
en esa soledad de centinela
que parecen tener las playas en invierno.
                                          («El equipaje abierto», 1996)

*****

LA CONDENA

El que posee el oro añora el barro.
El dueño de la luz forja tinieblas.
El que adora a su dios teme a su dios.
El que no tiene dios tiembla en la noche.

Quien encontró el amor no lo buscaba.
Quien lo busca se encuentra con su sombra.
Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.
El dueño de la rosa sueña con laberintos.

Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.
El que no lo halló nunca
es desdichado.
Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.
Quien busca las palabras lo cifren
halla sólo palabras.

Nunca la posesión está cumplida.
Errático el deseo, el pensamiento.
Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.

Nuestros tesoros son tesoros falsos.

Y somos los ladrones de tesoros.
                          («El equipaje abierto», 1996)

*****

LA PALABRA

La mano que reposa en la mano de amante,
jugando con la joya de algún aniversario.

Los tacones rojos de una puta vestida de rojo
por el pasillo de un hotel de alfombras rojas.

La adolescente que se pone los calcetines escoceses
en un almacén de bebidas,
sentada sobre un fardo de cartones, mirando su reloj,
contando unos billetes.

El jubiilado que vuelve
a casa con un ramo
de rosas sin abrir -y medio siglo
vivido ya con esa vieja
que cocina sin sal y apenas habla.

El cliente de peep-show, mirando
a través del cristal de la cabina
-como un caleidoscopio de quimeras y bragas-
el girar de unos cuerpos que sonríen.

El muchacho que entra en el bar de ambiente
con ojos de gacela lastimada.

El viajero que besa la foto familiar.

El viajero que desliza
por el mostrador la tarjeta
de crédito y se pierde
con la muchacha elegida por el laberinto de los reservados
bajo las luces especiales de un reino de peluche.
El que pronuncia un nombre, y no se duerme,
y abraza la amohada.

Los colegiales que se besan en los jardines del internado.

La separada joven que mira el teléfono,
rogándole que suene.

El señor atildado que detiene su coche en una esquina
y cierra un trato
con el chapero de las zapatillas de deporte.

El niño que busca el cuarto oscuro
para quedarse a solas con la gélida
imagen de una modelo de revistas de moda.

Contra nosotros mismos: lo que llamamos amor.

Y cada cual pronuncia esa palabra
con un secreto temor y una secreta demencia.
                               («El equipaje abierto», 1996)

*****

LA EDAD DE ORO

Lo que el tiempo se lleve
que sea tanto
como aquello que el tiempo nos dio,
regalo inmerecido,
dejando la memoria en la inocencia
de la vida cumplida, porque nada
hiere más y más hondo que el recuerdo:
mientras dure una noche en la memoria,
esa noche es la Noche
y esa intensa memoria la memoria.

Llévese el tiempo todo
lo qu quiera llevarse,
porque todo fue suyo desde siempre.

Que desvanezca el tiempo
el oro delincuente del amor
y la imagen hermética de aquello
que llamabas pasado
                                             -y era apenas
ayer: la fugitiva
edad de no tener
edad para el pasado.

Edad de Baudelaire y de muchachas
que adquirían nociones de la vida
en las últimas filas de los cines
y en esos viejos cines de posguerra
convertidos
en locales de baile que cerraban
cuando el cielo quería amanecer.
Amaneceres de domingo,
volviendo a casa con
un vaso aún en la mano
y con tabaco extraño en el bolsillo,
a esa hora en que abrían los cafés
y las damas de caridad montaban mesas
con carteles de niños moribundos.

Y era la muerta luz que amanecía
la metáfora helada y la exacta ilusión de estar quemando
las naves de la eterna juventud.

Pero en su coche fúnebre
el tiempo iba admitiendo pasajeros.

Y las naves quemadas son ceniza,
y muy poco de eterna
tuvo la juventud.

Así que arrastre todo, que se lleve
en su vértigo el tiempo la memoria,
                                                                          dejando
un vacío perfecto en el pasado.

Porque todo recuerdo
se acaba corrompiendo en el presente.
y este presente ya
de poco va a servirnos.

De poco va a servirnos
el saber que hubo un tiempo en que la vida
valía su peso en oro.

Porque la vida pone
su casa en el pasado.

Y esta casa sombría no parece la nuestra.
                            («Equipaje abierto», 1996)

*****

PRÓLOGO Y LOGOMAQUIA

Imagínate el tiempo como un perro que huye,
enseñando los dientes, con la cabeza vuelta.
O bien como la mar, que, cuando sube,
crecida en su delirio, parece más pequeña.

La memoria es la esfera de niebla de un reloj
que valora tan solo las horas cuando mueren.
(Vigila el pensamiento, que es fuente del terror

Y mueve con cuidado
las fichas de la suerte).

Todo avanza sin fin, aun teniendo un final
y se hace todo extraño, como un cetro de oro
en manos de un bufón
que ríe, sufre y baila.

El tiempo que nos queda perdió su eternidad.

De modo que aceptamos su fluir, porque tan sólo
lo fugitivo nos alivia de la nada.
                         («Escaparate de venenos», 2000)

*****

LA HABITACIÓN NEGRA

 La vi primero en sueños -con esa imprecisión
compacta que poseen las figuras
veloces que aparecen en los sueños.
Luego la imaginé, ya exacta, en la vigilia:
con su altura y sus metros cuadrados de tiniebla,
como un borrón oscuro en el que habría
que entrar alguna vez palpando sombras.
Pronto intuí que en ella había un cadáver.

De manera que entré en la habitación,
y estaba allí:
la rigidez de un rostro inexpresivo
esculpido en el acto por la muerte,
con un cincel de hielo.

Barajé mis hipótesis, pensé en móviles raros,
llegué incluso a dar nombre al asesino.

Ahora estoy en la negra habitación.

La vi primero en sueños, y luego en la vigilia.

Ya no salgo de ella.

Sea invierno o verano,
la negra habitación es siempre cálida.

Las visiones allí son muy cambiantes,
todo es contradictorio y fugitivo,
pero es la habitación que veo en sueños,
y puedo describir la realidad:
en ella hay
un asesino desganado
que cada noche apuñala un mismo cuerpo,
y ambos tienen el gesto de quien no entiende nada,
y el rostro de un payaso ensangrentado,
y ese rostro es el mío.
             («Escaparate de venenos», 2000)

EL MONÓLOGO DEL VAMPIRO

En vuestra sangre bebo
la historia universal y las leyendas,
el confundido magma de la especie,
su memoria esencial, su herencia turbia:
los secretos radiantes de la ciencia
y las revelaciones de la magia,
las mutaciones geométricas de la luna indecisa
y el misterio del sol, que es sólo fuego.

Bebo en ese fluido
los racimos oscilantes de las constelaciones
y el dolor de las amantes de los naúfragos,
la savia primigenia de los bosques
y el veneno volátil del deseo.
Bebo en ese fluído de dramática púrpura
las quimeras mezquinas de vuestros gobernantes,
el vuelo del primer pájaro
y la noticia última que ha llegado al periódico.

En vuestra sangre bebo
la espuma de los mares sin confines,
el terror apacible que es pensar en la muerte sigilosa,
la suma inconcebible de moléculas
que componen la cúpula celeste
y la suma pequeña
del tiempo que os regala el tiempo avaro.

Bebo en la sangre vuestra
la memoria dinástica del miedo al sufrimiento
y el olfato del lobo,
bebo la sinrazón de todos los linajes
y la totalidad de la noche de procreación,
bestia sobre la bestia deseantes,
al dictado lunar de la tiniebla.

En vuestra sangre
bebo los mitos, los sucesos, los rumores,
el sexo de una diosa imaginaria
y el de una parturienta que supura
un pequeño cadáver sin pasado.

 En vuestra sangre bebo
el caudal metafísico de los ríos cambiantes,
la liturgia retórica del ser y la nada,
el ruído de Estambul a mediodía
y el que hace la araña al tejer sus prisiones.

Yo bebo el universo en vuestra sangre,
en su denso fluir
hacia el caos prodigioso de la vida:
la exacta maquinaria
que surte de esplendor cuanto destruye.


 


 

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