Amor

Amor

Buscando una salida a la falta de un terreno firme que sirva de justificación al absurdo ontológico de la vida humana, sobre todo de su precariedad y su finitud, buscando esa idea salvadora, ausente de la creencia que consuela pero no explica, el pensamiento, voy a caer vez tras vez en un hecho universal, caleidoscópico en sus manifestaciones y con un carisma maravilloso y tan inexplicable como la vida misma. Hablo del amor o del Amor, entiendo que son la misma cosa.

Esta meditación provisional surge de la relectura de «Banquete», del recuerdo de la primera epístola de San Juan(I,4,8) y de varios de los ensayos sobre el amor de Ortega y Gasset. Pero el mismo concepto de amor es como un girón de niebla, como un fuego fatuo: es inútil tratar de asirlo, pero en la brega por alcanzar un consuelo subjetivo he adquirido la idea de que no sólo es algo fundamental para el hecho de vivir, es lo absolutamente importante.

Y aquí entra San Juan: «Dios es amor».

Para un fan de Espinosa traicionado por la mala memoria, respetuoso con la incomprensión, podría unir la rotunda aseveración de San Juan con el concepto de Dios como «todo» de Espinosa, de dónde se deduciría que todo es amor.

Una conclusión que no es precipitada sino la consecuencia de una larga línea de pensamiento, aunque su expresión sólo conduzca a una nueva aporía: No sabemos qué es ser y tampoco sabemos qué sea el «amor». Pero si bien la manifestación del ser como acto transitivo resulta difusa por extensa y también por diversa en sus matices de ser – estar – existir, las  manifestaciones de amor, siempre con un fondo de dulzura, nos acercan por la tercera vía del conocimiento espinosiana,  a la personalidad del ser uno y único, fundamental, con el que no cabe otra realidad que la de la unión completa, no como futuro sino como presente en acto.

Somos parte del todo, somos parte de Dios, de algún modo también somos amor. Me gustaría decir que exclusivamente somos amor pero hay demasiado sinsentido a mi alrededor para afirmarlo. A no ser que el amor sea otra cosa.

Por diversas que sean las manifestaciones del amor en lo temporal, por viciadas que estén por la capacidad de confusión, por la ignorancia que diría Sócrates, eros, filía o ágape son la consecuencia de la atracción irresistible de ser uno con el todo. Y este sentimiento-pulsión sí es universal, sólo hay que buscarlo, como la «voluntad» de Schopehauer, en el interior de la propia conciencia. Ese interior es como un agujero negro, imposible escapar de él cuando te has acercado más allá del límite de la coherencia y te has enamorado. Su contenido es la voluntad de ser uno con el todo, de ser amor. Y la salida no puede ser más que el silencio. Si alguna vez un sabio supo que era «ser» o que era «amor», ni quiso ni pudo comunicarlo, únicamente le quedó desaparecer en una sonrisa, aunque su cuerpo siguiera siendo tangible.

Menos cercano, sin haber alcanzado el límite, puedo pensar y decir que la voluntad, el ser, amor, dios, el uno: son la misma cosa. Y es inexpresable. El que lo haya vendido como fruto de su pensamiento, a sabiendas de su incapacidad, merece el calificativo que mi amigo Arturo le dedica: Filosofastro.

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