Mercado libre, derechos de esclavo.

Así como una sociedad justa es una sociedad que previene las acciones injustas; así un mercado con normas es un mercado que corrige aquellas acciones que son reconocidas como injustas.

Aquellos principios que se elevan por encima de la experiencia son en sí mismos contradictorios porque es ella el principio del que toma el conocimiento sus verdades.  Así, el capital que produce lo que el trabajador no puede comprar debe, por ello, buscar en otros mercados para que el coste de mano de obra sea más barata, y ésto sólo es posible en países en los que se violan los derechos humanos porque no se respeta la dignidad del trabajador, ni en sus descansos ni en sus jornadas de trabajo ni menos aún en su salario, y qué decir de la salud cuando debe estar protegida por el alimento, y de la libertad cuando sólo toma conciencia de sí gracias a la educación. El propio sistema, por no tener límite contiene su propia contradicción porque nadie consigue sobrevivir a este mercado. El único dinero que crece es la deuda, no-dinero, puesto que los primeros necesitan para seguir expansionando su mercado una mano de obra cada vez más barata, en tanto decrece cada vez más el consumo que está proporcionalmente más endeudado porque va perdiendo salario y empleo. Mientras crece la deuda en los mercados, los pobres son más pobres y los bancos se van quedando sin capital.

El mercado de libre ha llegado al rebasamiento y toca retomar la experiencia como la lógica mínima de verdad, es decir «proclive a permanecer y a no sucumbir bajo sus contradicciones», por lo que debe haber ya sin lugar a dudas unas normas mínimas, como las hay en la convivencia y en la ciencia, como lo hay en todo aquello en lo que la humanidad pretende construir, en vez de destruir. Éste mínimo debe ser aquél que regule la supervivencia del grupo antes que la libertad de unos pocos, que como todos sabemos no es libertad porque ésta por definíción es de todos;  así, un mercado, que no debe ser libre sino equilibrado hasta llegar a ser equitativo, reconocerá las condiciones de posibilidad para que una norma que hemos ideado y construido como justa no deje de serlo al ponerla en práctica, como ha sucedido al creer que la expansión del capital creaba riqueza pero vemos como se ha construido un fantasma que regula el mercado precisamente en la tesis de no regulación, y que se zampa todas las normas mínimas de supervivencia del mercado basadas en el trabajador no alienado, es decir, aquel que puede consumir lo que produce;  de la no regulación se sigue cualquier cosa y por ello todo vale, así que sólo es cuestión de tiempo que el que cerca el pozo del agua para su propio beneficio termina, por no regular el consumo, por secársele.

Como es difícil que los pueblos, aún sin derechos, encuentren la forma de hacer frente al capital lo más pronto y de la forma más pacífica posible, lo cierto es que los países donde se originó éste desaparecen como motor económico y los últimos se condenan sine die a la explotación. Pero el capital sabe que ese camino le conduce a su propia exterminación porque no se puede generar consumo sin consumidores y si asfixias al consumidor de nada le sirven los bajos salarios para mantener lo que se agota por su propia mala gestión, aquella tan extendida entre los que más tienen y que todos nombramos como ambición. Nada más antiguo que el refranero para saber que el saco se rompe, y con conocimiento diríamos ahora, que no tanto por la ambición sino porque es saco. La única solución es aquella que pasa por permitir la entrada de aquellas mercancias que no se producen, porque esta teoría no rebasa la lógica mínima de la que nos da certeza la experiencia: el producto que compite con el mismo producto que se produce en la tierra en que se produce sólo puede llevarnos a la contradicción y por tanto a la desaparición de uno de ellos que no debe ser el que se produce en la propia tierra porque esto es tanto como una guerra en el que los lugareños siempre pierden; la conquista de los mercados no es juego de naipes y los pueblos se arruinan colonizados por el capital depredador del mercado de la ambición.

Si los propietarios de los mercados quieren dejar a la conciencia del consumidor todas las normas de consumo deberán ser recogidas de forma evidente, y deberemos exigírselas a los gobiernos. Efectivamente el consumidor debe pensar en sí mismo cuando paga un precio bajo y saber que tras ello está él mismo, su trabajo, sus descansos, su seguro, sus derechos. El precio que hoy era asequible ha destruido el que ayer nos daba trabajo. Hemos consumido los productos más baratos del mercado sabiendo que si así lo eran sólo podía ser gracias a la explotación, y a la vejación de los derechos de los otros, y como la contradicción no se salva, ahora somos nosotros los que estamos perdiendo «los derechos».

Hay que proteger nuestros productos como a nosotros mismos. Nunca más que ahora somos lo que comemos.  La protección del producto de producción propia debe serlo como parte de la cultura y como parte decisiva en el ecosistema.

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