Docemil amados

Doce mil amados

El Aline zarpaba cada día a las 6.
Hacia el paraíso.
O yo me lo imaginaba:
en el otro lado de la frontera
está el Paraíso.
¿Cómo no soñar
con su suma de bienes?
Cómo no detenerme a pensar,
al borde del muelle,
que mi puesto estaba allí.
Allí pero inalcanzable.

Y cómo no unir
mis fantasías tempranas,
estando en aquella frontera,
con la conciencia presente
de la realidad del límite.
De mí límite.
Pequeño era entonces
y más pequeño soy ahora,
y al otro lado de la frontera
sigue estando el paraíso:
todo hecho.
Todo deseo evaporado
al calor del amor perfecto.
Pero mis deseos, añoranza
de todo lo amado, hambre
de presencias,
de todas las presencias que ya no son,
esa angustia, negrura de las ausencias
ese dolor no se calma
al pasar una frontera:
¡Qué interesante será encontrarse allí,
guiado por Sócrates, con Parménides!

Pero no me imagino esa escena:
Poseída la sabiduría, es el amor
quién pide satisfacción.
Y esa está mucho más allá
que el estado en acto perfecto.

Y veo a doce mil amados
vestidos de blanco deslumbrante
esperándome sin tiempo.
Disfrutando de mi llegada.
De mi estar presente.
De mi pasado.
De mi futuro.
De mi segura compañía.
El segundero de su reloj
marcando siempre,
delante o atrás,
el segundo deseado,
mientras yo espero
cerca del abismo,
en el reino de los relojes,
que se abra mi frontera.

El Aline ya no zarpa a las 6,
y yo no necesito un barco.

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