LA NATURALEZA DEL MONSTRUO

Nadie mejor que yo sabe cómo es el monstruo. Sus ojos llamean como si fuera a prender fuego a todo cuanto mira y tiene un cuerno en medio de la frente. Es más feroz cuando ríe que al ponerse furioso, pues entonces deja ver su lengua bífida y sus largos colmillos afilados. Su piel es oscura como un ascua apagada y una pelambre densa recubre todo su cuerpo. Cuando los hombres escuchan retumbar sus pasos, se apartan de su camino y huyen espantados, sin ni siquiera mirar atrás. Tratan de evitar la letal embestida de su cuerno, el rapto de los niños, el ultraje de sus mujeres. Ahora ya sé cuál fue el propósito por el que me dejó con vida, por qué no me sacrificó como hizo con los otros niños. Pero entonces, cuando yo no era más que un animalillo dócil entre sus garras, me echaba a temblar pensando que en cualquier momento moriría aplastado al mínimo aliento salido de su boca.
Todo cuanto sé me lo enseñó el monstruo. Durante un tiempo intenté resistirme, pero al fin, con infinita paciencia, fue instilándome su ración de odio diaria contra los hombres. Ahora lo sé, pero entonces no conseguía entender por qué los odiaba tanto.

El monstruo me llevaba a todas partes consigo y viendo cómo acechaba a sus presas, cómo colocaba sus trampas, cómo arrancaba a los cachorros de sus madres, fui aprendiendo todo lo que debe aprender un monstruo para provocar el mayor horror posible. Por allí por donde el monstruo pasaba, sembraba el dolor y el llanto. Desmoronaba casas, calcinaba con sus pisadas las plantaciones, y los animales que los hombres tenían consigo desfallecían de espanto sólo con ver su sombra. Para los hombres, el monstruo era la encarnación del mal. Para el monstruo, el mal no existía.
El mal es cosa de los hombres y de su diablo –solía repetirme. Pero el diablo no es más que un humilde siervo de la muerte. Algo en lo que siempre piensan los hombres y sin embargo nunca llegan a conocerla. Pero nosotros obramos sin disimulo y directamente les enseñamos el sabor de la muerte, para que aprendan a valorar su pobre vida. El mal con el que los hombres quieren contagiarse, los vuelve tontos y nosotros les abrimos los ojos definitivamente. Pero el miedo no les deja ver que la muerte es una liberación. Nosotros somos los heraldos de la muerte, clamaba.
Y debía ser así, porque donde el monstruo pisaba no volvía a brotar la hierba, las aguas se pudrían, descarnados esqueletos iban creciendo en torno. A sus espaldas siempre dejaba un rastro de ruinas y devastación.

Cuando ya no le quedaba al monstruo nada que enseñarme, me abandonó a las puertas de un poblado humano. Quizás para que mostrase a los hombres todos los misterios del horror con el que había sido aleccionado o tal vez para que al fin pudiese regresar por fin con los míos. Durante varios días vagué por los alrededores olvidado de mí, enloquecido por un miedo cerval a los hombres. Los años en que había estado apartado de ellos habían hecho que olvidase mi naturaleza humana. Varias veces me propuse mi regreso y otras tantas desanduve el camino. Hasta que un día en que por fin me había decidido a ingresar en el poblado, sentí que un solo cuerno empezaba a brotarme en el medio de la frente, que mis colmillos habían acabado de aguzarse, que mis garfios habían crecido en punta lo suficiente como para poder hender la carne. Entonces comprendí que mi padre me había abandonado cuando mi aprendizaje había llegado a su fin.

Aunque había sido educado como un monstruo, en mi interior había intentado comportarme como un hombre y, como tal, me sentía atraído por los otros hombres. Me fascinaban de algún modo sus modales delicados, su lenguaje zalamero, su voz sensible y aflautada. La sed y el hambre me habían al fin acorralado y el olor de la comida en la lumbre me hizo aproximarme hasta los márgenes del río que atravesaba su poblado. Mientras acudía al encuentro de los hombres, iba pensando que tal vez ellos me acogerían como a uno de sus animales domésticos. O tal vez, me dije, pueda enseñarles lo que no saben y pueda convertirme en maestro de hombres.

Cuando llegué al río observé que había una niña que estaba bañándose en la orilla. Su cuerpo desnudo, virginal aún, su larga cabellera rubia y sedosa como un penacho me dejaron petrificado en la orilla. Era la primera vez que la niña veía a alguien tan salvaje como yo y debí de parecerle hermoso. Ella se acercó a acariciarme la cabeza mientras me disponía a beber y sus labios dibujaron un gesto delicado que nunca antes había visto ni volveré a ver jamás. Por cortesía, yo le devolví aquel gesto y mis labios se crisparon hasta violentar mi naturaleza feroz. La niña me miró con ternura y curiosidad. Hasta entonces yo sólo había visto miedo y desolación en la mirada de los hombres. El brillo de alegría en la mirada de la niña me cegó y sació toda mi sed de golpe. Para cuando abrí los ojos ya todo había concluido. Pues en nuestra inocencia ni ella ni yo supimos resistirnos. ¿Cómo podíamos saber entonces que nunca se debe acariciar el cuerno de un monstruo? El río ya descendía teñido de rojos resplandores y al contemplarme en su reflejo sentí revivir el rostro de mi padre; y por primera vez no sentí miedo al verle, sino una entrañable ternura, y me vino de golpe a la memoria todo cuanto me había enseñado. Vi que mis ojos llameaban junto al cuerno que había atravesado ya mi frente. Vi que mi piel se había vuelto negra y más peluda. Mis sentidos estaban desmesuradamente abiertos, como si el hambre los hubiera desatascado, y sentía que el olor de la sangre había liberado mis instintos largo tiempo dormidos. Algo se conmovió en mi seno como si acabase de ser preñado. Lancé un mugido al aire y comencé a beber. Mientras lamía aquella sangre dulce, supe que no era el agua lo que había ido a buscar al río; supe, mientras me dirigía al poblado con el cuerno erguido y orgulloso, que aquellos gritos de horror que percibía a lo lejos iban a acompañarme para siempre como una segunda sombra.

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Una respuesta a “ LA NATURALEZA DEL MONSTRUO ”

  1. Tupacalos dice:

    P.h.: ¡Me das miedo!

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