Alguna vez yo también he escrito cuentos raros

Creo que «La cueva» es rarillo. Hay veces que el estado de ánimo de uno no está para otra cosa. Parte de la gracia es la poesía «Si has servido…» que ya está en el blog, pero no inmporta: Si tienes ganas de leer un cuento raro y ya has leido «Vampiros» puedes leer este…

«L A C U E V A» (Cuento hermético)
Acababa de llegar.
– Habrá sido muy duro sobrevivir ahí fuera…
Las palabras resonaron en la cueva de un modo opaco, como si hubieran sido pronunciadas en otro lugar y otro tiempo.
Por supuesto no contesté.
El hombre miraba hacia afuera como si esperara la llegada de alguien tras de mí, o, tal vez, como si disfrutara del tardío amanecer, retrasado más aún por la niebla. De hecho no miraba nada, porque la vista se perdía en un manto espeso y blanco antes de alcanzar los primeros árboles.
La mañana era templada y el ambiente de aquella bóveda irregular resultaba cálido y acogedor; tenía un cierto aire de hogar.
Las gotas que escurrían de los árboles hacían un ruido de lluvia perezosa.
Estaba cansado. Me recosté contra la pared de roca gris y mi pensamiento se fue muy lejos de allí. Veía al hombre a través de una capa de niebla más compacta que la real que envolvía al bosque. Meditaba: Estaba adquiriendo una conciencia profunda de la posibilidad: Hay deseos y posibilidades. Cuando una cosa no es posible no sirve de nada el desearla…
El hombre extrajo trabajosamente de las profundidades de su ropa, bajo el gastado chaquetón de piel, dos cigarrillos en bastante mal estado. Los acarició como a su más preciada pertenencia, los olió y volvió a guardarlos.
Dijo:
– Cuando empezó este jaleo hacía trece meses que no fumaba.
Seguí sin contestar. El olor del suelo mojado llegaba hasta los últimos pliegues de mi alma y actuaba como un bálsamo… Mis pensamientos seguían su propio camino: A veces, sin embargo, hay esperanzas. Conoces a alguien, y adquieres una esperanza. Pero ninguna esperanza se cumple. Sobre todo si lo que se espera es algo bueno… Aquél hombre ¿Qué esperaba de la niebla?
Volvió a hablar, sobre los cigarrillos.
– Sólo me quedan dos para toda la vida… es preciso cuidarlos…
En su voz se notaba un acento de justificación que me pareció absurda. O tal vez lo que vibraba era la esperanza de que la vida le durara tanto como los cigarrillos en su bolsillo.
El suelo de la cueva estaba seco; hundí los dedos en la arena y sentí un frío especial mientras los granos resbalaban entre mis dedos. La sensación me resultó agradable y repetí mecánicamente el experimento una y otra vez.
Volví a mis pensamientos: Las sensaciones sí son reales. Posiblemente lo único que justifica la vida son las sensaciones. ¿Qué valen, entonces, las promesas abstractas de quienes nos embarcan en una lucha?
Yo no huía. Simplemente me negaba a luchar… y, rizando el rizo, luchaba contra la gente que estaba empeñada en que luchara por alguna causa. ¿Por qué causa lucharía el hombre de la cueva? Tal vez por conservar sus cigarrillos: Lo extraordinario de las situaciones limite es que permiten cualquier reacción desproporcionada, por ejemplo: matar por dos cigarrillos.
La pistola automática sujeta sobre el ombligo me molestaba, la saqué sintiendo una sensación de alivio. El calor de mi cuerpo latía en el negro metal. Es como una parte de mí‚ pensé. Una parte útil… podía servir para mil cosas… la miraba atentamente, como quien estudia su rostro en el espejo esperando reconocerse y siempre ve a un hombre más viejo que él mismo. Tiré hacia atrás de la corredera y la monté.
El hombre pareció no oír el chasquido metálico harto significativo. Ni siquiera un segundo distrajo su atención del manto algodonoso del exterior… Volví a tirar de la corredera y contemplé caer la bala de brillante latón. Repetí ocho veces la operación estudiando cuidadosamente la posición de los proyectiles en la arena como si en ellos pudiera leer mi futuro. El hombre no se volvió una sola vez. Pensé que debía sentir una absoluta indiferencia por mis actos, incluso si estos pudieran interferir en los de él.
Saqué el cargador y volví a llenarlo con las balas. Me acordé de mi padre. Él me había enseñado a disparar con ocho años. Recordaba perfectamente la excitación nerviosa que le producían los estampidos y el olor de la cordita quemada. Yo había heredado su amor por las armas y recordaba aquellas solemnes noches de invierno en las que mi padre sacaba la caja de cedro barnizada, forrada de terciopelo, que albergaba las dos pistolas, sus cargadores y, en un cajoncito, unos útiles de limpieza y una pequeña aceitera. Desmontábamos las armas, las engrasábamos y las pulíamos con un trapo limpio hasta que el empavonado azul brillaba.
El calorcillo de la cueva me recordaba a la casa de mi infancia. El cansancio de la caminata bajo la lluvia y el monótono ruido de las gotas de agua en la semipenumbra me hicieron quedarme dormido, con la pistola, firmemente sujeta, apoyada sobre las piernas.
Soñé que deseaba ir al encuentro de alguien y no podía. Andaba con el macuto en bandolera campo a través hasta llegar a una estación de ferrocarril. Los raíles acababan donde estaba aquella persona… pero no había tren. Hacía mucho calor y detrás de la estación había una cantina, con un emparrado alto en un porche fresco… lugar absurdo, porque por allí no pasaban trenes.
Cuando sentía mas profundamente mi impotencia saqué del macuto papel y lápiz y empecé a escribir una carta de amor, la mas bella carta de amor que se haya escrito nunca: Queridísima Teresa… y su alma, entrando por el papel como por una puerta surgía en el extremo de los raíles y me encontraba…
Unos suaves golpes en un pie me despertaron interrumpiéndome cuando la felicidad parecía a mi alcance. Si no hubiera estado tan cansado me habría irritado.
La niebla parecía algo mas rosada pero todo lo demás seguía igual. El hombre volvió a repetir:
– “Habrá sido muy duro sobrevivir ahí fuera…”
Sentí un especie de odio profundo y, al mismo tiempo, una sensación de ridículo extraña… allí estaba, derrumbado en el suelo y con la pistola en la mano como si mi último pensamiento antes de dormirme hubiera sido el de defenderme…
Pero el hombre continuó:
-“ …pero aquí podemos hasta desayunar”.
Había encendido una pequeña fogata dentro de la cueva y el humo azulado resbalaba por el techo hacia la entrada. Entre dos piedras había colocado un pote metálico con agua, puesto a calentar. Un pellizco en el estómago se apoderó de mi conciencia. Seguí sin contestar, como desconcertado, pero me incorporé y devolví la pistola a su sitio, en la cintura. Sentí el frío del metal por encima de la camisa.
El hombre fue hacia el fondo de la cueva, hasta que tuvo que tumbarse en el suelo y reptó hacia adentro donde la arena y la roca se unían. Sacó un bulto grande de la oscuridad y volvió con él junto al fuego. Era un inmenso macuto de montañero. Revolvió en su interior con cierto cuidado hasta que extrajo una especie de perol metálico y de su interior varios huevos envueltos en un trapo… también tocino en lonchas y un trozo de pan duro. Puso los huevos y el tocino en el perol, sobre las brasas y el pan en el suelo junto al fuego.
– ¿Te gusta la poesía?
Pensé que me había tocado un vecino charlatán. Que no esperaba ninguna respuesta, era evidente. Además la pregunta era tan absurda que hubiera sido incapaz de contestarla en circunstancias normales.
– Cuando yo me siento como tú, escribo poesías.
Mientras removía el perol. Un olor torturante llenó la cueva. La boca se me llenaba de agua y era incapaz de pensar siquiera en la clase de cosa que podía ser la poesía.
El hombre sacó un cuchillo automático de uno de sus inmensos bolsillos, un cuchillo de esos que doblados aún les sobresale media hoja del puño, y lo abrió con un chasquido seco. Descuidadamente lo apuntó en una muda amenaza:
– Solo cinco huevos y tres lonchas de tocino para toda la vida…
Recordé su pensamiento de unas horas antes: Lo extraordinario de las situaciones límite es que permiten cualquier reacción desproporcionada, por ejemplo: matar por cinco huevos y tres lonchas de tocino…
Retiró el cuchillo, cogió el pan caliente y lo partió en dos trozos ofreciéndome uno. Cogió el perol con el trapo y lo puso entre ambos.
– Cuando yo me siento como tú, escribo poesías.
Empezó a comer deprisa, haciendo gestos para que le imitara.
Comimos los dos como dos perseguidos, o como viajeros que van a perder un tren. El silencio se espesaba más con los arañazos de los cuchillos en el perol. El agua hervía en el pote del fuego.
En febrero o marzo, mil años atrás, había sentido sensaciones parecidas: En aquella época hacíamos acampadas en la montaña. Nos despertabamos con el sol y recogíamos ramas secas, cubiertas de escarcha, para encender el fuego para el desayuno… siempre hacíamos lo mismo: huevos con tocino y café mal hecho. Entonces yo huía de la familia, quería reafirmar mi independencia y aprovechaba los fines de semana para desaparecer en el monte con algún amigo. Todo era una aventura, como ésta, pero por gusto. Entonces parecía que la comida hecha en precarias condiciones sabía mejor, pero no ahora. Ahora se echaba de menos una cocina… ¿Qué era una cocina? ¿Quedaría aún alguna cocina en el mundo?
El hombre echó dos puñados de arena seca sobre el perol y lo frotó a conciencia, tirándola luego sobre la hoguera. Apartó el pote de las últimas brasas, sacó una vieja caja de tabaco de pipa de algún pozo sin fondo de su vestuario, la abrió y volcó todo su contenido en el agua que pareció recobrar el hervor perdido: El polvo oscuro en un tiempo pasado había sido café. Se sentó en el suelo, contra la pared. Empujó el pote hasta que quedó entre ambos. Sacó los dos cigarrillos y me ofreció uno. El hombre encendió el suyo con un tizón.
Aquello era desmedido. En el mundo ya no existían ni los huevos ni el tocino ni el café. Fumar habría sido un pecado si hubiera existido algo con qué hacerlo, porque en el mundo solo quedaba cabida para la austeridad más absoluta y los placeres gratuitos debían merecer la muerte. Me sentí culpable. Unos remordimientos angustiosos, por incomunicables, llenaron todo mi ser y ansié más que nunca hallar a una persona a quien me apeteciera hablarle.
-“¿Sabes que es una poesía?”
Tomó un sorbo de café y volvió a dejar el pote a mi alcance: todavía estaba demasiado caliente.
Empezó a recoger todas las cosas. Lo hacía con meticulosidad, sin prisa. De pronto se paró y dijo:
-“Una poesía es lo que nos hace seguir caminando cuando ya no hay camino. Lo que nos hace recordar que tal vez existe la posibilidad de que seamos más de lo que nos parece, o de que existan las cosas que soñamos…”
Recordé mi extraño sueño: una ciudad al final de unos raíles…
El silencio ahora era tenso. Expectante. Tal vez poesía fuera esa carta de amor soñada; la más bella carta de amor jamás escrita; tal vez el porche sombrío del sueño… tal vez una estupidez profunda. Perdí el interés por la poesía. El olor de la hierba quemada parecía impregnarlo todo y comencé a sentirme más deprimido aun. Siempre que fumaba “maría” me ocurría lo mismo: una mezcla de una sensación agradable, atractiva físicamente, y una repugnancia grande en el interior. Volví a aspirar el humo, dejando salir un poco de la boca recogiéndolo con la nariz en una aspiración profunda que le hacía sentir un cosquilleo en la espina dorsal, entre los riñones.
El hombre, en cambio, parecía excitado, optimista. Acabó de recoger todo, sacó unos papeles manoseados del bolsillo lateral del macuto y siguió su monólogo.
– “Quizás las poesías sean medicinas. Unas contra unas enfermedades otras contra otras… ¿Te importa que lea algunas?”
Naturalmente no esperó ninguna respuesta. Tal vez tomó por una afirmación el cambio de postura hacia otra más relajada. Realmente cada uno navegaba en un mar distinto…
– “Por ejemplo, ésta es de aplicación extensiva: una teoría general de la vida…”
Y empezó a recitar.
Por un momento había atraído mi atención. Hasta le había mirado por unos segundos, como si tratara de calibrar el tipo de locura del hombre.
Cuando acabó la lectura, enmudeció. Su voz que había ido adquiriendo un tono ligeramente más grave según iba leyendo y ahora era sólo el ruido de una respiración. El monótono rumor de las gotas, escurriendo de los árboles, volvió a llenar la cueva.
El hombre se quedó en silencio un rato, inmóvil, como repensando lo que acababa de leer. Luego volvió los ojos, como tratando de saber si me había causado algún tipo de impresión sin que le importara en el fondo. Luego volvió a buscar en sus papeles y comenzó a hablar de nuevo.
-“ Esta es un desahogo, una queja por no hallar a quien se busca… Es posible que no sea una medicina sino el síntoma de una enfermedad…”
Ahora, por un momento, mis pensamientos habían seguido un camino parecido, tal vez debido a la suave embriaguez. Recordé las largas caminatas pensando en que existiera alguien a quien buscar, o deseando poder ir a buscar a alguien sin mucha seguridad de su existencia. Recordé momentos de soledad angustiosa aliviada con personajes imaginarios a los que les gritaba o les escribía. Recordé muchos momentos de duda… Los recuerdos fueron sustituidos por un sopor agradable en el que aquel hombre había seguido recitando o cantando suavemente.
Debí quedarse profundamente dormido. Me desperté sin noción del espacio ni del tiempo. Posiblemente el recitador había seguido leyendo todo el rato. Tenía un aspecto fatigado, estaba pálido, como si le hubiera sentado mal la comida. Parecía respirar mal.
Las vibraciones de mi cuerpo descansado me hicieron sentirse de buen humor. Presté un momento de atención a la voz del hombre:
-“… y ésta es para recordar a… tanta gente…”
Si has servido
para pagar el precio, en dolor,
de un minuto.
Si tu ausencia llenó,
aunque de vacío,
un instante.
Si tu desamor inspiró,
en la tristeza,
un verso…
Has sido cincel,
has sido fuego,
has esculpido
y purificaste mi alma:
Te bendigo.
Se hizo, de nuevo, un silencio profundo subrayado por aquella respiración trabajosa. El hombre dejó caer la mano que sujetaba los papeles junto a su costado y apoyó la cabeza contra la roca. Ahora le miraba fijamente. Poco a poco su respiración se fue‚ convirtiendo en un estertor.
Los síntomas eran claros. ¿Cuantas veces había asistido a algo parecido?
Los ojos del hombre se empañaron. Enseguida comenzó a tener espasmos cada vez más violentos que dieron con él en tierra. Por último levantó la cabeza con esfuerzo, le miré con una sonrisa suave y profunda. Cerró los ojos y pareció quedarse dormido. Me quedé con la vista perdida, mirándole sin verle, tan quieto como él.
Fui testigo impasible de algo tan natural como la niebla que había en el bosque y que ahora se deshacía dejando llegar a la entrada de la cueva un rayo de sol amarillo y fuerte.
La luz me hizo volver la vista hacia el exterior. La cueva había perdido todo su interés. Me sentía descansado, seco y de buen humor. Me levanté y probé a mover todos los músculos, como quien verifica el funcionamiento de una máquina. Recogí mi pequeño macuto y me dirigí hacia la entrada de la cueva. Debían ser las once de la mañana de un día del comienzo de la primavera. Salí al exterior y respiré hondo, separando en el cerebro mil olores diferentes: tierra húmeda, hierba, savia, madera podrida, alguna planta aromática en renuevo… Unos trinos agudos alejándose y el rumor de un suspiro del viento me dieron la bienvenida a la luz.
Ensayé dos pasos hacia el camino y un pensamiento turbó mi cerebro. Volví a entrar en la cueva. Miré al hombre con curiosidad. Lentamente me acerqué a él, me agaché, recogí los papeles caídos junto a su mano, los miré por delante y por detrás, como quien se abanica, los doblé cuidadosamente y los guardé en un bolsillo interior del chaquetón.
Luego salí de la cueva con indiferencia, y continué mi camino.

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4 respuestas a “ Alguna vez yo también he escrito cuentos raros ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Me gusta el tono, me parece el adecuado, hay algo en él que hace creíble lo que está contando. Se basa en una situación absurda y ese es el tono del absurdo. En parte ese tono viene dado por estar salpicado continuamente de reflexiones, tono meditativo que acompaña muy bien a cualquier situación absurda.

    A mí es de los que más me gustan. Pero creo que este tipo de cuento es para contarlo un poquito más corto. Pues es de ese tipo de cuentos que necesita velocidad y sorpresa continua y que todo lo que ocurra sea insólito. Si le introduces recuerdos y escenas retrospectivas seguramente se pierda ese efecto, porque el personaje está contando algo que el ya conoce desde siempre: sus propios recuerdos. Por alusiones: este cuento, de raro, nada. No es realista, eso es lo bueno. Y es que no hay nada más raro que la realidad. Raro es que uno se pase toda la vida sin leer poesía, o sin vivir una existencia poética –que no todo el mundo tiene el privilegio de haber ido a la escuela.

    Se agradece el elogio de la poesía, nunca suficientemente elogiada, porque siempre va a estar denostada. Y felicitación por las definiciones. Deberías escribir algún poema con eso. A mí me convence esa que dice que son medicinas para distintas enfermedades. Ahora comprendo porque no me he muerto. Ahora sé qué hacer para tener una salud mejor. Gracias por el hallazgo.

  2. Maria papelotes dice:

    He tenido que leer el cuento dos veces, creo que la hermética era mi cabeza. Tienes un léxico muy romántico, pero no hay quien te pare en el ordenador.

  3. Tupacalos dice:

    María P: Gracias por leer el cuento dos veces. Me encantaría saber si te produjo alguna impresión, buena o mala… en el fondo que me guiaras por el camino que condice de un cuento (raro, hermético, o lo que sea) al teclado imparable de mi ordenador… Atrévete, y Gracias de nuevo.

  4. Maria papelotes dice:

    Ya que cancha me das,
    te hago otra crítica
    «no más».
    Mente de filósofo tienes,
    pero cuando escribas,
    piensa en los demás,
    que te leemos «no más»,
    porque en encrucijadas
    nos metes,
    y no podemos salir
    «no más».

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