Chwan-Shi-Lú

Otro cuento largo. Espero que si alguien lo lee no sea con prisa, que quiera ver detrás de la anécdota todos los pensamientos que el guerrero pudo tener, y las consecuancias de su karma. Mejor impreso.
No se si parecerá aceptable: espero la benevolencia del respetable.

Chwan-Shi-Lú

I.-

La sensación era maravillosa. La excitación duraba meses y nos hacía vivir como en una borrachera permanente. Nuestros maestros nos habían hecho fuertes y hábiles; tan fuertes y tan hábiles en la lucha que no necesitábamos combatir para despreciar al enemigo. En la calle éramos arrogantes, lucíamos brillantes en nuestros complicados uniformes de seda, con nuestros cráneos rapados hasta la mitad y las largas coletas indicando nuestra categoría noble. Al andar dejábamos arrastrar nuestras larguísimas espadas haciendo un ruido que espantaba, suponíamos, a los malvados, a los ladrones, a todos los enemigos del Emperador.

Éramos cien. Los cien escogidos y adiestrados como los mejores guerreros destinados a demostrar donde hiciera falta que el Emperador era todopoderoso, que no reconocía enemigos dignos de su fuerza. Era feliz, me sentía orgulloso de mí y de mis compañeros. Me sentía invencible.

Solamente al caer la tarde de los últimos días del verano cambiaba mis sentimientos por otros, también embriagadores pero mucho más dulces. Era cuando veía de lejos o cuando conseguía acercarme a la bellísima Chwan-Shi-Lú, y más aún si lograba atraer su mirada, no pavoneándome como en las tabernas ante las mujeres públicas, sino asumiendo el papel de un humilde servidor de su belleza. En estos momentos me sentía débil, entregado y sabía que ni mis armas eran útiles para evitar mi derrota ni mi uniforme podía hacer mi apariencia comparable con la de quién había tomado en mi pensamiento el nombre de Princesa, de Reina, de Emperatriz de la dulzura.

Si sus trajes eran ricos y hermosos me resultaban odiosos porque ocultaban casi toda su piel, mas fina que la más fina de las porcelanas, sin ningún defecto ni irregularidad y de un color crema claro que me hacía soñar con su tacto, con su sabor, y con el olor de los extraordinarios perfumes que debían acompañar a tanta perfección.

El paseo vespertino por los jardines del Emperador era diario, y la luna había desaparecido del cielo tres veces desde que yo había sabido de la existencia de semejante espíritu de amor, que no dudaba en considerar un premio eterno del que debía hacerme merecedor.

Los días pasaban y yo no osaba acercarme, sólo contemplaba anonadado los pasos cortos de su caminar que me hacían suponer que era de verdad un espíritu que flotaba sobre la arena de los paseos, acompañada por una fiera guardiana, tal vez un monstruo disfrazado con vestidos de mujer, que se ocultaba en oscuros ropajes de pies a cabeza y no se separaba más del tamaño de una mano del costado de mi Princesa.

Entre los ejercicios de combate, la meditación, la atenta escucha de los consejos de nuestros maestros y la bulliciosa visita a las tabernas, se me escapaban los días esperando los breves momentos de la tarde en los que de lejos podía ver lo que era, sin duda, mi felicidad. Y el recuerdo de su fugaz visión convertía la noche en un suspiro en el camino del tiempo de modo que el amanecer me encontraba despierto tratando inútilmente de dormir un sueño en el que ella estaba siempre presente.

Un día logré tomar la misma senda que Chwan-Shi-Lú y su guardiana, pero en sentido contrario, y como el camino entre las enormes serpientes de plantas de té era estrecho, logré ver sus ojos, de color violeta oscuro, como la misma noche, y brillantes como el reflejo del sol en mi espada. Y no sólo los vi, vi que se fijaban en mí, y mi vista, traspasando el abanico que tapaba la mitad de su rostro, imaginó una sonrisa furtiva dedicada a mi persona, que florecía mientras su mirada descendía al suelo en imposible humildad.

Este fútil hecho cambió mi vida. Me derrotaban en la lucha, no oía a los maestros y dedicaba el tiempo de la meditación a imaginar cómo sería mi vida junto a Chwan-Shi-Lú. Y esa vida era solo estar en su presencia, poder oler su piel, oír su voz hablar y cantar, ver sus manos volar como pájaros divinos sobre las cuerdas de algún instrumento y dejar a mis ojos resbalar por su vestido buscando su dulcísimo rostro.

Este sueño me apartaba de mis compañeros que me gastaban pesadas bromas sobre mi ausencia mental. Ya no fanfarroneaba frente a los matones de la calle ni gozaba en las tabernas ni con las prostitutas. Sólo soñaba en otra vida que no era real pero me parecía posible.

Los gritos de coraje que lanzábamos tras la arenga me despertaron: Nos íbamos de expedición al norte, muy al norte, donde unas tribus de gigantes se habían levantado contra el emperador, y, tras la arenga y en medio del entusiasmo de mis camaradas, armados de punta en blanco, salimos en un galope desenfrenado a encontrarnos con nuestro destino.

La cruda realidad no me permitió ni una última mirada a mi amada, ni una palabra de adiós dicha al viento al pasar a su lado.

II.-

Éramos cien. Podría recitar de memoria sus nombres, pero ahora sólo recordaré a Wang-Ho-Chi-Ran, el mejor de los jinetes, el más alegre de los camaradas. Apenas habíamos salido de las puertas de la ciudad, cuando aun resonaban en nuestros oídos los gritos de pavor y de ira de las gentes de las calles asustadas por nuestro furioso galope, su caballo tropezó y jinete y cabalgadura cayeron con tan mala fortuna que su cuello se quebró. Cuando intentamos levantarle su cabeza pendía como la de un muñeco desarticulado, en una postura imposible. Sus ojos abiertos ya no veían.

Éramos noventa y nueve. La confusión nos hizo detenernos un instante, pero, enseguida, los gritos de los más animosos nos hicieron recordar que nuestra vida no era más que el servicio del Emperador. Tres se quedaron para devolver el cuerpo a la ciudad y avisar a la familia, los demás seguimos el camino. Se nos unieron al final de la primera etapa.

Al llegar la hora del paseo en los jardines del palacio del emperador mi corazón se volvió hacia aquel sendero entre los bancales de té y se quedó prendido en aquel recuerdo. Muchos de mis camaradas trataron de consolarme por la muerte del amigo, pero mi añoranza no era de una vida sino de un sueño tan fuera del tiempo como Wang-Ho-Chi-Ran, pero luminoso en vez de negro: la gloria añorada en vez de la nada oscura, y mi pena más inconsolable, pues de un bien mayor era la ausencia sentida.

Veintitrés amaneceres más tarde llegamos a la ciudad fiel situada más al norte. Allí cambiamos nuestros maltrechos uniformes de paseo por pesadas ropas de invierno, basto fieltro y pieles. Nuestra arrogancia infantil de sedas y bordados y espadas en fundas lujosas se cambió. Nos encontrábamos extraños vestidos de guerreros con ropas que ni siquiera eran de nuestra medida. Yo me miraba hacia los pies y encontraba humillantes las arrugas del capote de piel mal curada ceñido a mi cintura con una cuerda de cuero trenzado, e imposibles de usar las bastas botas, demasiado grandes, en las que mis pies danzaban tratando de encontrar su sitio.

Mi norte siempre fue el mismo, el mayor dolor que me producía la necesaria ropa era la suposición de que Chwan-Shi-Lú pudiera soñarme vestido de aquel modo. Mi mayor alegría que no pudiera verme. Mi permanente consuelo su recuerdo y la esperanza de volver pronto a su lado.

Con los informes de los nómadas fieles, que huían hacia el sur buscando la protección de nuestras tropas localizamos pronto algunas de las tribus invasoras y nos lanzamos a su encuentro. La primera vez que vimos a los supuestos gigantes creímos morir de risa pues apenas eran hombres algo más altos que los que veíamos en nuestros mercados, aunque su aspecto era tan terrible como el nuestro, por lo menos a lo que al vestido respecta, pero sus caras estaban enrojecidas por la vida al aire libre y su piel arrugada. El rictus de sus labios era de amargura y sus voces agrias y rotas. Por el tamaño de su campamento, más de veinte grandes tiendas, dedujimos que eran el doble que nosotros. En el tiempo que estuvimos espiándolos antes de lanzarnos al ataque no vimos ancianos, sí mujeres y niños a quienes despreciamos como contendientes.

Ciegos en nuestra soberbia lanzamos a nuestros caballos al galope hacia el centro del campamento; nuestras espadas pronto estuvieron rojas de sangre, matábamos o heríamos todo cuanto encontrábamos a nuestro paso y lanzábamos terribles gritos continuamente.  La lucha no fue breve y si vencimos fue por la sorpresa inicial, al final las mujeres tomaban las armas de sus hombres caídos y se enfrentaban a nosotros con tal ardor que nueve de nosotros fueron heridos por semejantes fieras. Otros diez habían muerto antes, en el combate con los hombres.

Tras cuatro horas de lucha, de nuestros enemigos no quedó nadie vivo.

Enterramos a nuestros muertos y no muy lejos del campamento destruido, cuyas llamas aun iluminaban la noche, el grupo, agotado, se aposentó como un tigre de las nieves lamiéndose las heridas tras una pelea con otro macho.

Este fue mi primer combate real. El polvo, los gritos de dolor o de ira, los aullidos de la carga, ese odio inmediato por el hombre o la mujer que tienes delante, a  quién no habías visto nunca y no te ha hecho otro mal que el ser señalado como invasor por alguien que no sabes si miente… Todo eso se mezcla en mi recuerdo. Esa noche no podía pensar en Chwan-Shi-Lú. Me sentía sucio, aparte de que realmente lo estaba de sangre y vísceras. Me veía a mí mismo tal como era realmente: brutal. Yo no quería hacer cosas como aquella. Yo deseaba una vida en paz junto a un espíritu de belleza, paseando por jardines inmensos en el suave ambiente de los otoños del sur.

Todos estábamos excitados. Sólo este anormal estado nos permitía seguir en pié sin un motivo especial. Tal vez porque no deseábamos enfrentarnos al sueño lleno de las caras de nuestros enemigos muertos. O tal vez porque nos mantenía despiertos el ruido de las fieras disputándose los cadáveres a menos de doscientos pasos de nosotros.

Cuatro de los heridos murieron durante la noche. El amanecer nos sorprendió con las mantas de piel cubiertas por un palmo de nieve. Los otros cinco heridos murieron antes de llegar de nuevo a la ciudad amiga.

Podría recitar el nombre de los diecinueve. Nunca olvidé sus rostros, y, cuando los recuerdo los veo gastando sus bromas favoritas, riendo y jugando, como si se hubieran detenido en el camino del tiempo, y estuvieran esperándome para alegrarse con mi compañía.

Éramos ochenta. Habíamos envejecido de golpe. Aunque nuestras caras aún tenían el aspecto de la juventud, la risa inocente había huido de nuestros labios.

III.-

Ahora encuentro mi aspecto natural. Las arrugas del abrigo de piel se han hecho parte de la hechura y el cinturón no es casi necesario para mantenerlo adaptado a mi cuerpo. La punta de las botas se ha curvado hacia arriba de modo que nunca encontré un calzado más cómodo. Por lo demás me veo como siempre. La luna se ha oscurecido más de quince veces y otra vez el frío mata a los caballos pero el tiempo pasado no ha cambiado nada de mi amor. Yo sigo siendo el mismo y Chwan-Shi-Lú sigue siendo esa estrella que me guía. Las noches de reposo sueño que estoy en los jardines del Emperador, con mi vestido de seda, paseando con ella. Su piel sigue siendo suave y su tacto es como la luz de luna en el verano.

Mis amigos sí han cambiado. La tez de su cara y de sus manos está roja. Sus labios se han curvado hacia abajo y ya no ríen como antes. Están más delgados y fuertes. Ya ninguno lleva la coleta de la corte. Todos se han dejado crecer el pelo y la barba, que es rala y les da un aspecto inquietante. Yo no me encuentro parecido a ellos, aunque realmente no lo sé porque hace miles de vidas que no me veo en un espejo de plata pulida. Sí sé que no necesitamos ir en grupo o arrastrar las espadas para imponer respeto. Incluso yendo solos, los paisanos se apartan para no estorbar nuestro paso. Pasamos poco tiempo en la ciudad. Casi siempre estamos en el páramo liso, lleno de plantas raquíticas en la primavera, agostado en verano y cubierto de nieve en el invierno.

Nuestros caballos no resistieron el primer invierno y ahora cabalgamos en otros, de la región, capaces de soportar las noches frías sin más abrigo que una piel y el resguardo de una ondulación del terreno.

Los hombres no somos tan fuertes y si acampamos sin tiendas debemos hacer una fosa en la nieve y dormir en el fondo, despertándonos de vez en cuando para evitar que las nevadas nos cubran y asfixien, pero ese nimio refugio, en el que la soledad es la más fiel compañera, hace tiempo que se ha convertido en mi mundo más real. No importa que pasó durante el día, si seguimos en las breves horas de luz la pista de un grupo enemigo, si descansamos, si atacamos y matamos o fuimos atacados y muertos. Si yo estoy vivo es sólo cuando cae la noche; es mi otro espíritu, el yang, el que vaga por el páramo luchando con otros espectros. Por la noche el yin viene a mi retiro y en una unidad más real que el frío, la nieve y la muerte; volamos a los jardines del Emperador. Y vuelve a ser verano, aquel verano que se detuvo en el camino del tiempo, y vuelve a ser aquél momento en que yo estuve tan cerca de Chwan-Shi-Lú. Todo se queda inmóvil, nuestros cuerpos también, tal vez porque todo se ha convertido en una pintura de un jardín, pero la vista de mi espíritu traspasa el abanico y ve la sonrisa, y sus rasgados ojos detenidos justo en el momento en el que me dedican un destello. Y mi espíritu busca al suyo, revolotea como la lluvia de los pétalos de la flor del cerezo cae buscando el suelo, soy miles de copos… No, no. Me despierta la nieve que vuelve a caer, pero me siento feliz porque pronto volveré a aquel momento.

Ya no somos ni ochenta ni setenta ni siquiera cincuenta, apenas quedamos veinticuatro. Ha pasado tanto tiempo que mi vida en la capital me parece una mentira, una leyenda que alguien me contó en alguna ocasión, pero los días no han borrado de mi memoria el nombre de los camaradas muertos, podría recitarlos como una plegaria. Las imágenes terribles de las batallas sí se han borrado, como si fueran lo natural el horror de los cuerpos destrozados, hombres, jóvenes y viejos, muertos, niños y mujeres violados, tiendas incendiadas, ganado y caballos robados…

Veinticuatro. No somos suficientes para atacar ni por sorpresa al más pequeño grupo, pero nuestra condición de nobles nos impide admitir que no podemos luchar. Otros hombres se nos quieren unir. Nuestra fama les atrae. Decidimos por fin organizar un pequeño ejército, tan vez cien hombres para cada uno de nosotros… las armas las que cada quién traiga; la soldada lo que cada cual sea capaz de saquear. El premio la fama y la gloria, tal como nosotros veinticuatro hemos adquirido y se refleja en nuestros rostros de viejos prematuros quemados por la intemperie y en nuestros gestos tristes y cansados. Pero alguno tiene esperanzas, un ejército como ese podría traspasar las fronteras del oeste y conseguir más riquezas de las que se pudiera soñar.

La organización tomará un tiempo, además deberemos escoger un jefe… yo me he desentendido. Dentro de mí ha crecido, como una planta un deseo. Siento sus raíces en mis pies y su tronco atravesando mi cuerpo entero y sus frutos maduros reventando en mi cabeza: quiero volver a la capital, hace ciento cincuenta lunas o más que no soy un hombre, que he olvidado padres y hermanos, que no sé lo que es un vestido, ni un baño. Y mi felicidad está congelada esperándome… tengo derecho a todo, a volver y a no volver a empuñar una espada.

Por las noches galopo en un caballo de fuego para entrar en la pintura del jardín. Todos los elementos son cada vez más concretos: es un jardín con bancales de té primorosamente cortados dibujando caprichosas sendas. Árboles exóticos que parecen araucarias crecen en grupos al fondo, dándole profundidad pero sin estorbar la visión de las figuras principales. A el centro hay una bellísima princesa con preciosos vestidos acompañada por una dama que disimula mirando más a la izquierda de lo posible. La princesa tiene un abanico en su mano derecha pero, en vez de ocultar su rostro con él, lo mantiene cerrado y hacia fuera, como en un gesto de bienvenida a un caballero que haciendo media reverencia está entrando por la parte izquierda. Algo más atrás de los personajes, hay un estanque en el que unas sombras rojizas hacen intuir la presencia de las carpas. Eso es casi todo. Allí estoy yo y está Chwan-Shi-Lú  recibiéndome, y la dama, advertida, aprobándome. Y yo soy el que marchó ayer, mejor: “el que te dijeron que se había marchado pero que nunca se fue”. Y sueño.

IV.-

He debido hablar con cada uno de mis camaradas. Ninguno me ha comprendido: -“Ahora que la riqueza y la gloria están más cerca que nunca…” Pero mi decisión está tomada: montaré en mi caballo y emprenderé el regreso. Un día volveré por mi parte de los botines antiguos, que me harán rico. Vendré en un palanquín, en el verano; el cortísimo verano es muy bonito aquí. Visitaré con mi esposa los bosques de oriente y nos bañaremos solos en los estanques que están en el nacimiento del gran río. El verano apenas dura pero me sobrará tiempo y volveré con una caravana cargada de riquezas y una escolta de fieros guerreros contratados para nuestra mayor seguridad, y Chwan-Shi-Lú será feliz a mi lado y yo seré feliz contemplando su rostro, estudiando sus gestos, oyendo sus risas casi infantiles.

Por fin llegó el momento de mi regreso. Mis veinticuatro camaradas están todos juntos alrededor de mi caballo, uno sujeta las riendas como si no quisiera dejarme ir. Todos me miran serios y, por fin, Tián-Shi-Kou ha tomado la palabra y me ha dicho:

-“Antes de que te vayas has de saber que nos hemos reunido y discutido acaloradamente la situación en la que quedamos tras tu marcha, porque, en secreto, los veintitrés habíamos acordado nombrarte nuestro jefe. No hay nadie que escoja mejor la posición en las batallas, ni que sea más fiero con los enemigos, ni que sienta menos piedad por mujeres y niños; ni ningún otro hay que nos pueda enseñar más del silencio y la meditación. Esperamos que nuestra admiración por ti y la necesidad que tenemos de tu presencia te hagan cambiar de opinión, y ya que es tarde para disuadirte de hacer el viaje a visitar a tus ancianos padres y a tus hermanos, sea que pronto estés de vuelta. Mientras, nosotros prepararemos el ejército más fiero que nunca se haya visto y cuando vengas no conocerás otros límites a tus conquistas que las orillas de los océanos”

Yo no he contestado. Apenas he asentido con la cabeza dos veces pero mi pensamiento es el contrario del que querían causar: Ya no quiero luchar ni matar ni conquistar. Sólo quiero amar. Por fin he salido al paso de mi caballo, como quien no tiene prisa o quiere asegurar que llegará a la meta.

Las jornadas se me hacen eternas y así, cada amanecer me embarga más la urgencia de la llegada y cada día pretendo apurar más al caballo. Mientras galopo pienso en qué haré cuando llegue: ¿Pagaré a un barbero para que me bañe, me masajee y me perfume con la mejor de sus esencias? ¿Me vestiré para llegar elegante al paseo de la tarde en el jardín del Emperador? ¿Seré así digno de que Chwan-Shi-Lú me dirija la palabra?

Por fin, en un galope sólo comparable al de mis camaradas cuando comenzó la expedición, atravesé la puerta de la ciudad. Era casi la hora del paseo: o esperaba al día siguiente o iba directamente al palacio del Emperador. La entrada no era ningún problema ya que viajaba como mensajero de las autoridades del norte y amparado seguramente por mi fama de héroe. La decisión era fácil ¿Quién después de más de ciento cincuenta lunas puede esperar un día más?

Llegué a las puertas del palacio y maldije la tardanza del noble encargado de la guardia. Por un momento pensé matar al centinela que me detenía, regar las baldosas de la entrada con sus tripas y correr a los jardines y me reí de mí mismo: en la gran ciudad los asuntos no se arreglan de ese modo. Más vale que me vaya acostumbrando…

Al fin libre pude correr hacia el jardín. Instintivamente tomé el camino que me haría entrar en mi cuadro por la izquierda. No me daba cuenta de que el caballero y sus vestidos habían cambiado. Todo estaba allí como en mi sueño incluidos los árboles, las carpas y… Chwan-Shi-Lú con su dama de compañía. Todo menos el joven elegante.

Corrí a su encuentro, aparición inesperada, tardaron unos segundos en apreciar mi presencia. La dama lanzó un grito terrible y cayó desmayada.

Me detuve en seco y consideré mi aspecto: Jadeaba, el invierno no había acabado pero la temperatura era suave anunciando la llegada de la estación de las flores. Pero yo estaba vestido con un abrigo, de color indefinido, de pieles vueltas manchadas de los chafarrinones oscuros que deja la sangre seca de los enemigos. Mi cabeza estaba cubierta por un gorro orlado de piel de tigre blanco que había perdido casi todo su lustre y por debajo, a los lados y por detrás, asomaban las greñas grasientas de mi pelo largo. En la cintura tenía colgada una daga de dos palmos grandes de hoja y en la mano izquierda el sable de combate en su funda. Sudaba como quien ha galopado una tarde entera y supuse que olía como quien no se ha bañado en todo el invierno y mis botas… Oh¡ mis botas: nunca se habría visto semejante modelo en la corte…

Mi cara tampoco debía ser muy tranquilizadora, la piel quemada por el viento, los largos pelos del bigote colgando a ambos lados de la boca, al estilo de los guerreros del norte y una barba rala y larga que me llegaba casi hasta el pecho. La Princesa permanecía de pié, la dama desmayada en tierra. No se me ocurrió nada mejor que arrojarme a los pies de mi sueño, ocultando mi cara entre los brazos que, juntas las manos, había puesto en el suelo hasta los codos.

Un momento antes, mientras me humillaba, pude ver la cara de Chwan-Shi-Lú. Era ella, sin duda, pero no era la Chwan-Shi-Lú del cuadro ni la del sueño: se había hecho mayor, pero no me importaba y entonces le dije:

-“Chwan-Shi-Lú, dueña de mi vida, soy yo…” y le dije mi nombre y el de mis padres… “yo, él que ayer vio tu sonrisa antes de marchar al infierno y que sólo ha sobrevivido por tu recuerdo. Te amo desde que te vi la primera vez, desde entonces hemos estado siempre juntos en mi mente: Te ruego me permitas hablarte y perdones mi aspecto pues acabo de llegar del mas horrible de los viajes.”

Ahora si que se había detenido el mundo entero en el camino del tiempo. El cuadro era distinto, una dama desmayada en el suelo, unos guardias corriendo entre los bancales de té, una bella mujer, real, sensual, de pie ante un salvaje guerrero que le rendía pleitesía. Todo inmóvil, absolutamente inmóvil. El resto era el de siempre.

-“Levántate” oí y pronunció mi nombre. Me levanté. Los dos guardias llegaban a la carrera y yo desenfundé mi sable en un acto instintivo. –“Cálmate” oí, y otra vez mi nombre. Los guardias se detuvieron y se miraban desconcertados: ¡Un guerrero salvaje dentro de los jardines del Emperador!

Chwan-Shi-Lú les hizo un gesto y comenzaron a retirarse andando hacia atrás sin dejar de mirarme. La dama rebullía en el suelo. Yo tragué saliva, junté las cejas y miré su cara. Lejos de la falsa humildad que suelen mostrar las damas de la nobleza su rostro se iba encendiendo poco a poco de ira.

-“¿Quién eres tú para venir a mi paseo, para entrar en mi vida como un animal salvaje en la sala de las porcelanas de palacio? ¿Quién eres tú para mirarme con descaro, para presumir delante de mí día tras día, para conquistarme, enamorarme, arrancarme la mejor de mis sonrisas, y desaparecer? ¿Quién eres tú para llenar mi vida de ilusiones y de tristeza? Este jardín contigo y tu vestido de seda y tu larga espada han sido mi refugio durante miles de días. Esperaba que volvieras pero no volviste…”

Yo no podía dejar de mirar su cara, más redondeada, más madura, más bella aun que en mis sueños, que reflejaba como los sentimientos aprisionados en su corazón se volvían ira contra mí. Ahora no era un espíritu, era la más adorable de las mujeres y despertaba en mí unos nuevos deseos, que se unían a los antiguos, haciendo a la soñada felicidad de su compañía tal vez menos divina pero mucho más deseable.

Siguió:

-“¿Quién eres tú para aparecer ahora en mi vida, como un demonio, pretendiendo deshacerla? Me has hecho más daño que nadie y espero que tendrás tu castigo. Mira:…”

Entonces se abrió la capa que la cubría de pies a cabeza. Yo miré su cuerpo nunca soñado, nunca rozado en mis pensamientos para no profanar tan puro espíritu, y vi un abultadísimo vientre que anunciaba la próxima llegada de una criatura de mujer.

Siguió:

-“Te esperé nueve primaveras. Mucho esperar a alguien con quien nunca has cruzado una palabra. Tú fuiste mi secreto y yo conseguí torcer la voluntad de mi padre nueve veces. ¿Quién eres tú para merecer esto? El año pasado ya no pude hacer nada. Mi voluntad claudicó cuando comprendí que de un modo u otro habías muerto, y mi padre me casó con el hijo mayor del Gran Chambelán, y esta criatura que espero es suya.”

Yo tenía el sable de combate en la mano y apretaba su empuñadura como si quisiera estrangularlo. Apretaba y aflojaba con el ritmo de los latidos de mi corazón que quería reventar el pecho. Desde que vi el vientre dejé de oír, aunque puedo repetir sus palabras una por una: de tal modo entraron en mi memoria que sin entenderlas quedaron grabadas.

Realmente estaba absolutamente desconcertado y difícilmente era capaz de ordenar el tropel de pensamientos que me asaltaban, pero antes de que pudiera coordinar la más simple respuesta siguió:

-“Y ahora, vete y no vuelvas más” y volvió a decir mi nombre: Gengis Khan.

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