POETAS 63. Mark Strand III (Tormenta de uno»)

Mark Strand nació en 1934 en Sunmerside (Canadá) y murió en Nueva York el 29 de noviembre de 2014. Aunque Mark Strand abandonó pronto Canadá, siempre conservó un vínculo con este país. Canadá representaba para Strand el país de sus primeros recuerdos, en el que sus padres vivieron sus últimos años y en el que estaban enterrados: “Era el refugio de su pena, y era tan grande y vacuo que cada día que vivieron ahí tuvieron la certeza de estar perdidos”. Su destino itinerante iba a llevarle con su familia a instalarse en Estados Unidos. Cleveland, Montreal, Nueva York y Filadelfia fueron las plazas del padre como directivo de Pepsi-cola, convirtiendo los primeros años del poeta en una mudanza continua. También vivió durante estos años en Colombia, México y Perú, donde aprendió un español suficiente que a la larga le serviría para traducir a Rafael Alberti y Octavio Paz. Pero más que de Canadá o Estados Unidos, se consideraba ciudadano de un mundo hecho de libros, cuadros o fotos y cuya nación era la nación del idioma inglés. “No creo –comentó en cierta ocasión -que las condiciones geográficas que se me impusieron por haber nacido en Canadá y vivido en los Estados Unidos me definan en absoluto. Creo que me define de manera más elocuente lo que leo, lo que miro, la gente que conozco, y lo que escribo”. Después de graduarse en Antioch College en 1957, su vocación por la pintura le llevó a Yale para estudiar con el artista Joseph Albers, graduándose como pintor en la facultad de Bellas Artes en 1959. Desde entonces la pintura iba a ser una de las constantes de Mark Strand. Se ha dicho que en sus versos surrealistas e introspectivos se proyecta la sombra de Max Ernst, Giorgio de Chirico, o Magritte. Iba a ser precisamente el surrealismo una de las influencias capitales de su obra poética, como confesaría a Rosa Pereda en una entrevista: “yo creo que la poesía tiene tanto que ver con el azar como con la causalidad, que lo irracional tiene un papel tan importante en la vida como la razón”. La pintura le enseñaría, además, el valor de la paciencia, a darse cuenta que uno siempre puede volver sobre el trabajo al día siguiente. Pero mientras estudiaba en Yale, las lecturas de poesía, especialmente Wallace Stevens y Forster, le encaminaron de forma imprevista a su segunda vocación. “Nunca fui muy bueno con el lenguaje cuando era niño. Créame –aseguró en una entrevista a “Los Angeles Times” en 1991”-, la idea de que algún día me convertiría en poeta habría sido una gran sorpresa para toda mi familia”. No menos importante para su formación como poeta fue la fascinación que “veinte poemas de amor…” de Neruda ejerció en sus inicios. Neruda era un genio –escribió en “Alfabeto de un poeta”- pero en cuya escritura se mezclan inextricablemente la belleza y la banalidad. Cuando lo leemos, nos sentimos felices porque todo ha alcanzado una condición privilegiada. El universo es bueno después de todo. La utopía verbal de Neruda, dependiendo de la credulidad de cada quién, es un antídoto inocuo contra este siglo torturante”. De Neruda también llegó a decir que era el gran demócrata de la poesía, por rebajar lo elevado y elevar lo bajo, aunque le decepcionaban sus limitaciones intelectuales. No pensaba lo mismo de Octavio Paz, a quien consideraba uno de los hombres de letras más inteligentes del siglo XX, y cuya obra poética le había conmovido especialmente. Ya resuelto en su vocación poética, en 1960 se traslada con una beca Fulbright a Florencia para estudiar a los poetas italianos del siglo XIX. En Iowa continúa sus estudios literarios en el “Iowa Writers Workshop”, graduándose en 1962. Allí se hace amigo de Philip Roth, concluye su primer libro y comienza a dar clases en un taller de literatura. Su carrera docente le iba a hacer recorrer parte de Estados Unidos: Utah, Chicago, Nueva York o Boston. Su desembarco literario tiene lugar en 1970, cuando el responsable de la editorial Athenaeum, Harry Ford, publica su segundo volumen de poesía, «Reasons for Moving». Ford continuaría publicando su poesía con otras tres colecciones durante esa década hasta que, en 1980, Strand decidió pausar su producción poética. «Ya no creía en mis poemas autobiográficos», dijo entonces. Sentarse en su escritorio cuando no tenía nada que decir se le empezó a volver un suplicio, por lo que “ya sólo escribía cada vez que tenía tiempo y ganas y estos periodos empezaron a espaciarse cada vez más, y a veces hubo periodos de silencio de dos o tres años…De cualquier manera, ya nadie lee poesía. Los poetas sí, pero el lector común ha sido abandonado por la poesía». Mark Strand se empeñó entonces en otras aventuras literarias, como libros para niños, relatos o ensayos sobre arte. Una década después volvió con nuevos bríos, con volúmenes como «A Continuous Life» (1990), «Dark Harbor» (1995) y «Blizzard of One» (1998). Mientras tanto, comenzó a ganar terreno su pasión por la pintura. Escribió ensayos sobre Edwar Hopper o William Bailey, al mismo tiempo que en un taller en Hell’s Kitchen producía sus papeles pintados, mezclando pulpas de colores secos. A partir de 2011 se trasladó a Madrid de la mano la marchante de arte Mari Cruz Bilbao, quien se convirtió en su pareja. Trasladó cuadros, libros y gran parte de su mobiliario a un piso de Chamberí donde seguía recortando y pegando esos papeles pintados para convertirlos en collages que este mismo otoño expuso en una galería de Nueva York. El final de su carrera como poeta estuvo jalonado de números reconocimientos. Fue nombrado Poeta Laureado de Estados Unidos, ganador de la beca MacArthur en 1987, del premio Bollingen en 1993 y del Pullitzer de poesía en 1999 por “Tormenta de Uno”. Este mismo otoño estaba nominado al National Book Award por sus Collected poems. Su traductor, Dámaso López García, a quien se debe la traducción de los poemas aquí seleccionados, ha señalado como rasgos característicos de su poesía el que su mundo no tenga rasgos diferenciales propios. Los lugares no tienen nombre, los personajes son anónimos: “comparten los rasgos comunes de todos los paisajes y de toda la humanidad”. La presunta oscuridad de sus poemas no se relaciona tanto con la dificultad del lector ante un lenguaje oscuro como con la ausencia de referencias a un universo familiar. Las manifestaciones de temor ante un mundo maligno, el valor de la poesía ante una naturaleza apática y el deseo de gozar de un “momento perfecto” han sido también rasgos señalados por la crítica. Pero el propio Mark Strand nos ha dejado en diversas entrevistas una visión personal sobre su poesía. Mark Strand se consideraba un poeta metafórico. A diferencia de los poetas metonímicos, que representan fielmente el mundo de la experiencia, el poeta metafórico cree en un mundo alternativo con sus propias reglas y regulaciones. “Lo que me importa –dijo- es la integridad del mundo que creo, y no lo que estoy revelando sobre el mundo en el que viven los demás.” Mark Strand no se consideraba un poeta de la naturaleza, sino un poeta que ahonda en el comportamiento de las cosas. “Mis poemas describen actividades, a veces de carácter nervioso o absurdo, a veces muy pacífico, pero eso es lo que les da vida”. Era un poeta al que le gustaba mezclar la melancolía y lo elegíaco, que nunca desdeñaba el humor, interesado en las sintaxis complejas pero amante de las palabras sencillas como “piedra” o “cielo” o “mar”. Para Mark Strand los poemas no tienen por qué tener sentido: “son en primer lugar, y sobre todo, una experiencia, no un vehículo para un significado”. Por eso creía que la musicalidad verbal era un elemento imprescindible y confiaba esa musicalidad al ritmo que aporta la escritura a mano. “La gente que escribe en la computadora se olvida de escuchar el poema, creo que establecen un contrato visual con la computadora. En primer lugar, los poemas llegan tan rápido a imprenta que parecen mucho más terminados de lo que realmente están.” Puesto que la métrica es lo que distingue la poesía de la prosa, era fundamental para Strand que el poeta educase su propio oído escuchando el ritmo y la cadencia que otros poetas han imprimido a sus versos. También consideraba importante la tarea de reescritura de los poemas: “Los poemas no son estáticos. Cobran una vida propia y van hacia donde quieren. Pueden volverse estériles o resistirse. Si no mejoran, los odias” Por eso solían tener muchísimos borradores de cada poemas, a veces treinta o cuarenta. Escribía a mano varias versiones y después los pasaba a la computadora. Trataba de postergar lo más posible el momento de ponerlos en limpio. “Más que leer mis poemas, me interesa escucharlos, y cuando están escritos a mano me parece que los estoy escuchando”. Dos cosas consideraba importantes en su poesía: el misterio y la muerte. “La vida me parece misteriosa, mi presencia en la Tierra me parece misteriosa. Muchas veces, cuando termino un poema, no estoy muy seguro, aunque generalmente estoy seguro de lo que he dicho, siempre hay un elemento inexplicable”. Respecto a la muerte, llegó a escribir en “Alfabeto de un poeta” que había sido la influencia medular de su escritura. Pero también la preocupación central de la poesía lírica: “La poesía lírica nos recuerda que vivimos en el tiempo. Nos recuerda que somos mortales. Celebra o reconoce estados de ánimo, ideas e incluso acontecimientos para recordarnos que existen sólo en su forma transitoria. Pues ¿qué habría que tuviera significado fuera del tiempo? La poesía es un prolongado epitafio, un recuerdo de nuestra estancia aquí en la tierra”. También comentó: “Buena parte de lo que amamos en los poemas, sin considerar su tema, es que nos dejan con una sensación de novedad de vida agregada. La vida, por otra parte, nos prepara para nada y nos deja sin dónde ir. Sólo se detiene”.

Se deja aquí una selección de poemas de su libro “Tormenta de uno”, libro que recibió el premio Pulitzer y que compuso mientras trabajaba como profesor durante el periodo que pasó en Chicago y Baltimore entre 1993 y 1998.

 

ME VA A ENCANTAR EL SIGLO XXI

La cena se enfriaba. Los invitados, con la esperanza de los habituales

Encuentros rápidos, fríos y caprichosos, estaban echados

En los dormitorios. Las patatas estaban duras; las alubias, blandas; la carne…

No había carne. El sol de invierno había vuelto amarillos los olmos y las casas,

Los ciervos bajaban por la carretera como si fueran refugiados; en el camino unos gatos

Se calentaban sobre el motor de un automóvil. Luego un hombre se dio la vuelta

Y me dijo: “Aunque amo el pasado, su oscuridad,

Su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo

Que no pide nada, me va a encantar aún más el siglo XXI,

Pues veo en él a alguien en albornoz y zapatillas, con ojos castaños y pobre,

Que camina sobre la nieve sin dejar tras de sí ni siquiera una huella”.

“Ah”, dije mientras me ponía el sombrero, “ah”.

 

I WILL LOVE THE TWENTY-FIRST CENTURY

Dinner was gettin cold. The guests, hoping for quick,

Impersonal, random encounters of the usual sort, were sprawled

in the beadroms. The potatoes were hard, the beans soft, the meat-

there was no meat. The Winter sun had turned the elms and houses yellow;

Deer were moving down the road like refugees; and in the driveway cats

Were warming themselves on the Hood of a car. Then a man turned

And said to me: “Although I love the past, the dark of it,

The weight of it teaching us nothing, the loss of it, the all

Of it asking for nothing. I will love the twenty-first century more,

For in it I see someone in bathrobe and slippers, Brown-eyed and por,

Walking through snow without leaving so much as a footprint behind”

               “Oh,” I said, putting my hat on, “Oh.”

 

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Esto no es filosofía 4

 4.- Apocalípticos e integrados

 Es el título de un ensayo extenso de Umberto Eco, de 1965. El título es sugerente pero el contenido no tiene que ver con este deslizarse. Para mí los eruditos son “integrados”, su pensamiento es apolíneo. Los pensadores son “apocalípticos”, dionisíacos, y el producto de sus cavilaciones es, a veces, escandaloso. Por ejemplo:

Los derechos humanos no existen. Son un ente de razón. Nadie tiene derecho a evitar totalmente el dolor, de cualquier clase, físico o moral. Nadie tiene derecho a la vida. Ambos supuestos derechos son negados por la naturaleza que nos tortura y nos mata. La vida no es el bien supremo, que decía Semprún; todos tenemos justificación ética para matar, siempre que sea por un bien que nos parezca “mayor”. Lo hacemos con los animales que nos alimentan y con los enemigos que se nos oponen, y viceversa si les damos la oportunidad. Esto no lo decía Semprún.

Pero jamás se me ocurrirá decir que los apocalípticos son “mejores” que los integrados o los pensadores más simpáticos que los eruditos. Si no sé que pueda ser “lo bueno” ¿cómo voy a saber que es “mejor”?

 

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POETAS 101. Allen Ginsberg III (América)

 

 

 

Allen Ginsberg (Newark, 1926-New York, 1997) fue una de las figuras más destacadas de la cultura Underground de Norteamérica y gran impulsor, durante la década de 1950, de la generación Beat –abreviatura de beat-nik, que significa vencido o golpeado, pero también beatitud. Ginsberg saltó a la fama mundial como poeta con su célebre poema “Aullido”. Estudió en la Universidad de Columbia, donde conoció a Jack Kerouac, William Burroughs y Lucien Carr, con los que formaría un movimiento revolucionario contra el capitalismo y el estilo de vida americano. A finales de los años 40, Allen Ginsberg pasaría ocho meses en un hospital psiquiátrico después de tener una visión de William Blake que le embargó durante una semana. Un ejemplar del Bhagavad Gita con el que entró en aquel psiquiátrico le abriría las puertas de su interés por la Indía y el hinduismo. Entre 1961 y 1962 viajó a lo largo de ese país junto con su pareja sentimental durante tres décadas, Peter Orlovski, y también junto al matrimonio formado por los poetas Gary Snyder y Joanne Kyger. Un viaje que quedó ampliamente registrado en los diarios de Ginsberg y que se adentra en la fascinación por el budismo y la experimentación con las drogas más dispares. Esta fascinación por Oriente iba a quedar afianzada cuando en una calle de Nueva York tuvo un encuentro casual con Chogyam Trungpa Rinpoche, un budista tiebetano maestro de meditación que permanecería como su mentor durante el resto de su vida, llegando el poeta a impartir clases y seminarios de budismo en la Naropa University de Colorado. Durante los años 60 se embarcó en toda clase de movimientos de protesta no violenta, desde la oposición a la guerra de Vietnam hasta la defensa de los derechos de los homosexuales, convirtiéndose en un abanderado de “la revolución de las flores” y del movimiento hippie. Con su poema Aullido,  Ginsberg recobra la importancia de la oralidad para la poesía, ya que el poema fue elaborado con la finalidad de que fuera leído en voz alta. La primera vez que recitó este poema fue en 1955, en el curso del recital en la Six Gallery de San Francisco. Ginsberg había concebido cada verso como una unidad respiratoria, tomando a Walt Whitman como modelo, si bien con un tono más pesimista y siempre revindicando la poesía visionaria de William Blake. Por la crudeza del lenguaje y las imágenes que desplegaba, esta obra fue prohibida por escándalo al poco de su publicación en 1956. La segunda parte de aullido estuvo inspirada por las visiones que le provocó la ingesta de peyote, una más de las variopintas drogas con las que el poeta experimentaba para escribir poemas que iba recitando sobre la marcha mientras los registraba en un casete. Cuando en una entrevista realizada en 1993 se le preguntó cuál debería ser la función de un poeta, Ginsberg aclaró que el poeta tiene que revelar y explorar su propio conocimiento, dejando a un lado los artificiosos discursos políticos que pueden conducir a la manipulación. La poesía “tiende hacia la plenitud del pensamiento. El poeta es un ser que debe mantenerse en estado de vela, despierto, para ver lo que pasa en él mismo y alrededor suyo.

 

CANCIÓN

El peso del mundo

es el amor.

Bajo la carga

de la soledad,

bajo la carga

de la insatisfacción

 

el peso,

el peso que cargamos

es el amor.

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Esto no es filosofía 3

3.- Esto no es erudición (Continua “Esto no es filosofía”)

Todo esto no es erudición. Un erudito sabe, almacena en su memoria una enorme cantidad de información ordenada y dispuesta a aclarar cualquier duda que se plantee acerca de su o sus especialidades. Detrás de lo que dicen o escriben los eruditos hay ficheros virtuales llenos de precisiones, esquemas y estructuras que sirven para intentar comprender el mundo. Y para responder a cualquier cuestión de modo casi inmediato. En resumen tienen memoria cultivada. Otros mortales son incapaces de recitar las doce categorías kantianas, cosa a la que el incapaz de mi yo no da mayor importancia, sobre todo después de que Schopenhauer se planteara en el apéndice “Critica a la filosofía…” que sólo era necesaria una categoría, que imagino que sería la de “Uno” porque no recuerdo otra que fuera imprescindible, aunque sí quedó impresa en mi recuerdo la ausencia de “Ninguno” como concepto puro a priori, acompañando a “Uno”, “Varios”, “Todos”. Me parece que es discriminar a la Nada, aunque excuso a Kant porque ya debía tener en la mente la imposibilidad de la metafísica trascendental… y no debía recordar los sermones del Maestro Eckhart. Esto es una demostración de los jardines a los que puede conducir el “pensamiento artístico” acompañado por mi ignorancia. De paso tengo que reconocer que me dan mucha envidia sana los eruditos, sobre todo si son amigos. Si alguien pretende ser erudito debe encomendarse a Santa Catalina de Alejandría que es la patrona de ellos, tal vez porque lo fuera ella misma. Los que saben más acerca de todos los que se han llamado filósofos antes que ellos son eruditos. Pero ¿Qué aportan al pensamiento artístico?

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POETAS 108. CLAUDIO RODRÍGUEZ

(Zamora, 1934-Madrid 1999)

 

NANA DE LA VIRGEN MARÍA

Duérmete, Niño amante

Luz de mi sueño.

Duérmete sin cuidados

Que yo te velo.

 

Cuando caiga la noche

Sobre el silencio,

Se hará cojín de espumas

Mi blanco pecho.

 

Cuando frías estrellas

Nieven del cielo

Será para tu carne

Pañal mi beso.

 

Cuando sepan pastores…

Cuando el misterio…

¡Duérmete, Niño amante,

Luz de mi sueño!

¿Por qué tienes los ojos

limpios y abiertos?…

 

Ya más no puedo darte…

Duerme, lucero.

Duérmte. Mira:

Hosannas

Dicen los vientos…

(Despacio…

Callad

Despacio,

Que está durmiendo…)

 

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POETAS 103. Philip Larkin (III). Albada y otros poemas

Un hombre vive; vive todavía. Un hombre vive de lleno todo el asco de su existencia: trabaja todo el día y por la noche se emborracha. Se narcotiza día y noche. De día se deja intoxicar por el veneno del trabajo y de noche olvida su trabajo con el narcótico del alcohol. Su antídoto es a la vez su veneno. Un hombre vive; vive todavía y no sabe por cuánto tiempo. Un hombre vive por el día como si estuviera soñando y de noche sigue entregándose a los sueños. Vista así la existencia de un hombre, es difícil ver qué tipo de fisura se le puede abrir para que le sea dado encarar la muerte y poner en claro su existencia. Un hombre vive como si no viviese. Es alguien obstinado en darle la espalda a la muerte. Un hombre que vive en estado de ceguera permanente y que vive plenamente el vacío de su existencia. Vista así la existencia de un hombre, es difícil ver qué puede venir a iluminarle. Y, sin embargo, tal tipo de hombre es el hombre que todos somos. Poco antes de morir, Larkin compuso un poema que nos representa a todos, un poema que representa la relación que todos podemos mantener con la muerte, cada cual a su manera, con la figura que arme su propia mirada.

Aunque “Albada” fue publicado en el suplemento literario de “The Times” poco antes de su muerte, este poema fundamental en la obra de Larkin puede considerarse como obra póstuma, ya que nunca llegó a integrar ninguno de los tres libros de poesía que publicó en vida. Larkin demuestra con este poema que la muerte no es sólo uno de los grandes temas de la filosofía, sino también de la poesía. Cuando un poeta logra descifrar una de las muchas figuras que la muerte gusta adoptar, sus versos llegan entonces a alcanzar la cumbre de su obra. “Albada” es sin duda el mejor poema de Larkin y tal vez uno de los mejores poemas dedicados nunca a la muerte. Un extraordinario poema. Pero lo primero que hay que decir de este poema es que no hay que creérselo a pies juntillas. La facilidad con la que parece haber sido escrito es sólo engañosa. Es un poema fruto de una medida y meditada puesta en escena. Por eso el poema es tan significativo y tan certero. Nada en él está colocado al azar. Para causar mayor efecto el poeta se nos ha ido de caza. Y la pieza que quiere ir a cazar es nada menos que la muerte. Y, después de muchas batidas y de buscarle las vueltas, el poeta ha llegado a conocer las costumbres de la pieza que se quiere cobrar. Después de mucho acecharla, ha aprendido que la muerte puede dejarse sorprender en esa última hora previa al amanecer. En esa hora en que un hombre se despierta de su borrachera para ir a un trabajo brutal. Es en esa hora, si un hombre se despierta y se mantiene en vela, cuando todavía se puede cazar a la muerte. Sólo que la muerte es una pieza difícil de cobrar. Sólo que la muerte más bien suele sorprendernos que dejarse sorprender. A esa hora previa al amanecer, los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse, pero todavía se puede sorprender a la muerte antes de que se haga de día y se disuelva como una sombra más. Tras la filtración del alba por entre los bordes de las cortinas ya será imposible sorprenderla. La muerte tiene su hora de mediodía en la cual nos puede venir a iluminar. Es en medio de una callada oscuridad, a esa hora poco antes del alba, cuando se puede alcanzar la iluminación de la muerte. Pero como suele ocurrir en las iluminaciones, no se comienza a percibir claramente algo que era imperceptible, sino que se percibe algo que ya estaba ahí: sólo que nuestra insensata ceguera nos impedía verlo. Pero la muerte es lo que siempre ha estado ahí, la más vieja presencia del mundo, siempre infatigable, tal como la sombra acompaña a toda luz cuando toca un cuerpo. Otra característica tiene también para Larkin la muerte inexorable: cada día que pasa, está más cerca. Ella rejuvenece mientras nosotros envejecemos. Tal es la extraña simetría con la que se nos opone la muerte. Su modo de aparecérsenos es siempre la aproximación. Para quien ve la muerte como algo negativo, toma siempre la forma de lo que nos amenaza. Pero también cabe una visión más hospitalaria de la muerte. Es lo que ya desde el primer día nos anuncia que viene a visitarnos. Ignorar esos anuncios, esos signos, es entregarse al abandono. Es, so pretexto de mirar a otro lado, no encarar la vida con arrojo y vivir arrojados a la vida. Cada uno ve la muerte según la imagen que ya lleva impresa en la mirada. Y la mirada que lanza Larkin a la muerte es de sobrecogedor terror. Es el “mysterium tremendum” que fascina hasta el punto de hacer imposible otro pensamiento que no sea el de la muerte: el de cómo y dónde y cuándo moriremos. El pensamiento de la muerte tiene semejante poder. Invade el pensamiento hasta el punto de convertirse en el único pensamiento que no deja traspasar otros pensamientos. Es el terror de la muerte manifestándose en el pensamiento, ocupando la mente por entero. Es la muerte que comienza a ganar la batalla a la vida. La vuelve vacua. Es la cosa más extravagante del mundo, pues no admite interrogaciones. Por eso la muerte es aquello de lo que no sabemos nada, porque es ininterrogable. Su hermetismo es el silencio y su palabra es la acción. Su luz es cegadora, pues es la luz del terror absoluto. Sus efectos: dejar la mente en blanco, primer signo anticipatorio de la devastación que producirá a su hora. La muerte desocupa todo lo que ocupa. No admite rival ni comparte su poder con cualquier otra instancia. Es la forma del éxtasis ante la muerte cuando se le ha sorprendido en su forma más pura: su total y perfecta vacuidad. Larkin alcanza a ver la nuda muerte, sin ropajes ni trampantojos. Plantearle cuestiones a la muerte sería un subterfugio más, sería privarse de mirarla tal cual es: el punto final de todas las cuestiones. Ni siquiera puede ya provocarnos buenos o malos sentimientos, porque la muerte anuncia la defunción de todo sentimiento. Larkin no busca a la muerte como consejera. No busca hacer balance, ni componendas, ni un motivo para todavía mejorarse antes de que sea demasiado tarde. Es la muerte como extinción, el final de un viaje cuya única meta era el correr hacia su encuentro; es la certeza de la derrota. No un perder la batalla sino un perderse en ella. Es la imposibilidad de estar en algún lugar, que es la manera que tiene la muerte de ganarnos el espacio y de acostumbrarnos a lo imposible. Es lo doblemente terrible, por ser además lo más cierto. Larkin le descubre otro atributo más a la muerte: nadie ha escapado de ella; lo que quiere decir que no admite trucos, ninguna impostura. La postura que adopta Larkin ante la muerte representa la escéptica postura del hombre moderno. La postura del hombre que sabe que a la altura de su tiempo, tras el derrumbamiento de todas las creencias, ya no puede fingir que no ve la verdad de la muerte: la muerte es y será y nosotros ya no seremos. Y ante ese no ser, comenzamos a no ser nada. Y todavía tiene tiempo de sorprender Larkin el más terrible atributo de la muerte. Nos priva de todo hedonismo, de aquello con lo que más nos ligamos a la vida. He aquí por qué Larkin ve a la muerte como el monstruo más horroroso. Porque a su vez nos convierte en el monstruo mayor de los horrores: un monstruo que no tiene vista, que no tiene oído, que no tiene tacto, que no puede oler ni saborear. Quien le ve el rostro a la muerte se queda sin su propio rostro. La muerte toma cuerpo dejándonos sin cuerpo. La muerte posee el sortilegio de convertirnos en ese animal imposible y nos despoja de nuestro mayor tesoro: nuestro amor propio. Después de esa iluminación ya nada vuelve a ser igual. La muerte ha dejado su tarjeta de visita, su huella indeleble: una pequeña mancha desenfocada que desenfoca el resto y un escalofrío permanente a la altura del hombro. En Larkin, la muerte es lo helador por excelencia, lo que paraliza todo impulso vital y vuelve indecisa toda decisión. Lo que vuelve tan terrorífica a la muerte, lo que la convierte en el terror absoluto es precisamente el que estamos ante ella completamente desarmados. Podemos enfrentarnos ante cualquier eventualidad porque tenemos el poder de anularla, regularla o hacerla imposible. Podemos obrar con cualquier cosa y contra cualquier cosa. Pero la muerte es la única cosa contra la que no podemos hacer nada. Es el gran suceso: lo que sucederá, se quiera o no, inexorablemente. La muerte es nuestra gran impotencia. Todo lo que vemos alrededor de nuestra vida habla el lenguaje de la potencia, en mayor o menor medida. La muerte nos habla en otro idioma incomprensible y su reino es el de la impotencia. Nadie ha podido regresar de la muerte porque contra la muerte nada se puede. Y la paradoja de la muerte es que siendo su reino el de la impotencia, al mismo tiempo lo puede todo. Y la imagen de un Larkin que comprende semejante verdad sin poder aferrarse a una copa o a una compañía, completamente desarmado, sin consuelo, sin aditamentos ni intermediarios, nos hace también a nosotros lanzar un rugido de miedo al crematorio. Larkin se ha ido de caza, ha intentado cobrarse su pieza, ganar la batalla a tan terrible rival. Se ha medido con él y no ha conseguido descubrirle ningún flanco vulnerable. Prueba por última vez y esgrime el arma del coraje, la sempiterna apelación del sentido común. Pero también descubre Larkin que el coraje es un truco más, el último truco que le quedaba al hombre después de haber utilizado todos los otros trucos. Y es quizás el peor truco, porque es un truco urdido para fingir ante los demás que no tenemos miedo. Pero la parálisis ya nos ha penetrado: podemos fingir que la muerte no va con nosotros, y sin embargo la muerte viene con nosotros y acabaremos yendo con ella.

Igual que el pensamiento de la muerte tiene su mediodía, también tiene su ocaso. El día se va filtrando por la habitación, los bultos van tomando su forma y el fantasma de la muerte se va disipando. Pero nos ha dejado una certeza y el fruto de su saber. La verdad de la muerte se nos ha hecho evidente. Hemos sido cercados por la muerte, es decir, hemos intimado con ella, hemos sentido su aliento, nunca antes tanto se nos había aproximado y hemos comprobado que de esa su proximidad ya no podremos escapar. Sabemos que ya de nada sirven las evasivas, ninguno de los antídotos contra el malestar de la muerte. Ni siquiera la resignación. Pero el mundo sigue girando mientras tanto y la muerte va mostrándole, al despertarse, la verdad que trata de enterrar con su tráfago mundano. El poeta ha probado la amarga manzana de la muerte, ha degustado la sabiduría del gusano y ya nada le será igual. Sabe que tras la indiferencia que muestra el mundo hacia la muerte, se agazapa la misma presencia de la muerte que lo vuelve todo diferente. Sabe que tras los afanes de los hombres en su trabajo diario se esconde la inconsciente evasiva a la muerte. Larkin ha tenido su iluminación y sabe que no hay escapatoria. El mundo de los afanes cotidianos se le ha hecho transparente: los afanes son la forma más laboriosa que el hombre ha urdido para escapar de la muerte. El trabajo no puede esperar. Igual que los médicos y los carteros, la muerte infatigable también va ejecutando su sordo trabajo. Larkin ha descifrado el intrincado enigma de la muerte. Saber descifrarlo consiste en no darle la espalda y mirarla cara a cara. No en desesperarse hundiéndose en el narcótico de los afanes diarios, sino en vivir a la espera de la muerte sin apartar la cara.

 

ALBADA

Trabajo todo el día, y por las noches me emborracho.

Me despierto a las cuatro en una oscuridad callada, y miro.

Los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse.

Hasta entonces veo lo que siempre ha estado ahí:

La muerte infatigable, ahora un día entero más cerca,

Que borra todo pensamiento excepto

Cómo y dónde y cuando moriré.

Árida interrogación: no obstante el temor

De morir, y estar muerto,

Centellea de nuevo, te posee, te aterra.

 

La mente se queda en blanco ante el resplandor. No

Por remordimiento –el bien no hecho, el amor no dado,

El tiempo desperciado- ni con tristeza porque

Una vida pueda tardar tanto en superar

Sus malos inicios, y quizá nunca lo consiga;

Sino ante la total y perpetua vacuidad,

La segura extinción hacia la que viajamos

Y en la que nos perderemos para siempre. No estar

Aquí, no estar en ninguna parte,

Y pronto; nada más terrible, nada más cierto.

 

Es un miedo concreto que ningún truco

Disipa. Antes lo hacía la religión,

Ese vasto brocado musical apolillado

Creado para fingir que no morimos nunca.

Y ese capcioso discurso que dice Ningún ser racional

Puede temer lo que no sentirá, no ver

Que eso es lo que tememos: ni vista, ni oído,

Ni tacto ni sabor ni olor, nada con que pensar,

Nada que amar ni a lo que estar ligado,

El anestésico del que nadie despierta.

 

Y así permanece al borde de la visión,

Una pequeña mancha desenfocada, un escalofrío

Permanente que deja todo impulso en indecisión.

Hay muchas cosas que quizá nunca ocurran; esta sí,

Y el comprenderlo es un rugido

De miedo al creamtorio cuando nos pilla

Sin nadie y sin bebida. El valor no sirve:

Significa no asustar a los demás. Tener coraje

No te salva del último viaje.

Igual muere el llorón que el fanfarrón.

 

Lentamente se hace de día, y la habitación cobra forma.

Es evidente como un guardarropa, lo que sabemos,

Lo que hemos sabido siempre, sabemos que no podemos escapar,

Pero no lo aceptamos. Algo tendrá que desaparecer.

Mientras tanto los teléfonos se agazapan, dispuestos a sonar

En oficinas cerradas, y todo este mundo indiferente,

Intrincado y de alquiler comienza a despertar.

El cielo es blanco como arcilla, sin sol.

Hay trabajo que hacer.

Los carteros, como los médicos, van de casa en casa.

 

AUBADE

I work all day and get half-drunk at night.

Waking at four to soundless dark, I stare.

In time the curtain-edges will grow light.

Till then I see what’s really always there:

Unresting death, a whole day nearer now,

Making all thought imposible but how

And where and when. I shall myself die.

Arid interrogation: yet the dread

Of dying, and being dead,

Flashes afresh to hold and horrify.

 

The mind blanks at the glare. Not in remorse

-The good not donde, the love not given, time

Torn off unused- nor wretchedly because

An only life can take so long to climb

Clear of its wrong beginnings, and may never;

But at the total emptiness for ever,

The sure extinction that we travel to

And shall be lost in always. Not to be here,

Not to be anywhere,

And soon; nothing more terrible, nothing more true.

 

This is a special way obeing afraid

No trick dispels. Religión used to try,

That vast moth-eaten musical brocade

Created to pretend we never die,

And specious stuff that says No rational being

Can fear a thing it will not feel, not seeing

That this is what we fear –no sight, no sound,

No touch or taste or smell, nothing to think with,

Nothing tol ove or link with,

The anaesthetic form whieb none come round.

 

And so it stays justo n the edge of visión,

A small unfocused blur, a Standing chill

That slows each impulse down to indecisión.

Most things may never happen: this one will,

And realisation of it rages out

In furnace-fear when we are caught without

People or drink. Courage is no good:

It means not scaring others. Being brave

Lets on one off the grave.

Death is no diferente whined a than withstood.

 

Slowly light strengthens,and the room takes shape.

It stands plain as a wardrobe, what we know,

Have always know, knonw that we can’t escape,,

Yet can’t accept. One side will have to go.

Meanwhile telephones crouch, getting ready to ring

In locked-up offices, and all the uncaring

Intricate rented world begins to rouse.

The sky is White as clay, with no sun.

Work has to be done.

Postmen like doctors go from house to house.

(más…)

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Quién me robó el tiempo

Quién me robó el tiempo

¿Quién me robó el tiempo
de la escritura?

¿Quién dejó marchitos
mis sentimientos?
Secos, deseosos de amar
sin osar pensarlo:
¡Tan pobre es mi oferta!

Ya no es tiempo de nada.
Ninguna cabeza
se apoyaría en mi hombro.
Ningún brazo
cruzaría mi pecho
soportando una mano
que busca mi rostro
para dejar un mimo.

¿Quién me robó esas caricias
que nunca me dieron?
Y sueño manos preciosas
que vienen del recuerdo
y reviven lo imposible:
me tocan.

¿Qué hacer
con todo el cariño
que no pude dar en la vida
y me sobra?
Y vendrá un continuo
sin dimensiones,
y me gustaría creer
que allí todo lo insatisfecho
se allanará como un monte
que cae en el valle,
y tendré tanto amor
como me arde en la carne.

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2.- Eruditos y pensadores.

Hay eruditos y pensadores. Por desgracia es relativamente fácil, aunque largo, pasar del pensamiento a la erudición y muy difícil deshacer el cambio: el erudito genérico cree que se ha acercado a la verdad más que otros, tal vez porque los conoce, craso error: la verdad es inaprehensible. De estar en alguna parte debe ser en el caos, lugar imposible para el estudio organizado. Los eruditos no son pensadores. En algún caso raro un erudito es también un pensador. Pero no hay que fiarse: la mayor parte de las veces los intereses personales corrompen la actividad de pensar.

Pensar, filosofar artísticamente, es nadar en el caos de los pensamientos. Sin pretender llegar. Atender a lo que sugieran esas intuiciones independientes de la actividad inmediata que, de tarde en tarde, nos propone… ¿el Demiurgo?

Ese planeo sobre las ondas de toda la actividad de la razón preguntando por el todo, no es, por ejemplo, quedarse prendido en la página 153 de la “Filosofía real[1] de Hegel un año entero, y sin ponerse divino. No es pero se parece, sobre todo si se revisa después de haber conocido superficialmente a Arturo Schopenhauer. Tratas de comprender lo escrito pero, sin querer, surge de la nada, del caos, del absurdo, una idea de cierto valor perecedero independiente del trabajo propuesto, de valor perecedero porque está destinada a ser sustituida por la siguiente y porque no es válida para nadie más. Y eso que pasa forzosamente es, para Schopenhauer, el resultado de la acción de la “Voluntad”.

Todo el interés de Ripalda estaba centrado en enseñarnos a pensar. Decía que lo importante era el método. El tema ya lo escogeríamos después, según nuestro interés. El problema de aquella didáctica era y es que el “pensamiento artístico” es incomprensible, incomunicable, y perfectamente inútil para otros sujetos. La hermenéutica, interpretación recurrente de temas difíciles, tampoco es filosofía. Pero ese modo de pensar pudiera ser un primer paso.

Busco un término apropiado: hace tiempo repetí el hallazgo de otros buscadores y me pareció que el adjetivo “líquido”, “pensamiento líquido”, era suficientemente esclarecedor: un pensamiento que se adapta a la forma de su continente, pero creo que ahora debe cambiarse por el de “pensamiento artístico” para incluir esas intuiciones kantianas que superan subliminalmente a los productos de la razón y hacen de puente entre ella y los sentimientos. Me refiero al interés desinteresado ante la obra de arte genial y al sentimiento de lo sublime estético o matemático, descritos en “La crítica del juicio”, incomprensibles, incomunicables, perfectamente inútiles.

Dice Aristóteles que “Todos los hombres desean por naturaleza saber[2], es el comienzo de su estudio sobre lo que está más allá del mundo tangible, prescindiendo de coincidencias editoriales, es verdad. El conocimiento de lo que coloquialmente se conoce como “la realidad” no es el saber que añoran “todos los hombres”[3]. Ese conocimiento deseado sabemos, desde finales del siglo XVIII, que nos está vedado, precisamente por el estudio de la metafísica que demuestra que el conocimiento termina allá donde lo hacen las sensaciones. El deseo del “hombre” es estar comunicado, ser uno con los demás, de aquí la manía compulsiva de aferrarse al teléfono. No es que lo que se dice no tenga el más mínimo interés, que no lo tiene, es que la necesidad de ser uno fundido en los demás es la vocación definitiva y absoluta aunque sea tan lejana en el pensamiento que muy pocos alcancen a intuir su existencia. Y tan próxima a la realidad como la misma muerte.

[1] Edición de Ripalda.- Fondo de cultura económica 1984.-

[2] Libro A parágrafo 980a línea 21: PanteV anqrwpoi tou eidenai oregontai fusei

[3] Aristóteles.- Comienzo de la Metafísica.-

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Esto no es filosofía 1

Meditaciones provisionales II.
12:06:2014

1.- Esto no es filosofía

Las ideas platónicas, el Deus sive natura de Espinosa, la cosa en sí o noumeno kantiano, el Yo de Fichte, el Absoluto de Hegel, alguna voluntad de Schopenhauer (hay varias a escoger) y la Voluntad de poder de Nietzsche… más o menos hasta aquí llega la filosofía. Y es sólo semántica, o flatus vocis que diría Ockham. Lo escrito que sigue no es filosofía.

Pensar es un placer. No el pensar en la solución de un problema. Pensar dejando que las ocurrencias resbalen siguiendo trayectorias curvas, onduladas, en un espacio sin dimensiones, sin resultado. Ese pensamiento es una obra de arte más efímera que las esculturas de hielo pero tan arte como las manzanas de Cézanne. O más: el cuadro se podría vender. Esos pensamientos deslizantes son invendibles; no son de este mundo. son para el único disfrute del pensador.

Paradójicamente ahora que apenas me queda tiempo por vivir es cuando tengo más tiempo para pensar. Pensamientos lentos, que se superponen a cualquier otra actividad, como si estuviera ya cerca del Atman, o a punto de alcanzar la ataraxia de Menekles el pirrónico.

Veo el mundo inmediato como algo externo, ajeno a mí. Algo que debo abandonar, no me preguntes cómo. En cambio, si miro adelante, en la lejanía intuyo un universo en el que es mi necesario destino confundirme. Lo necesario no puede ser triste. Morir no puede ser un drama porque es cumplir con el destino, completar el ciclo para el que fuimos creados, si es que eso nos pasó. Una enorme geometría imposible, sin espacio y sin tiempo, sin sentido externo ni sentimiento interno eso es lo que percibo fuera y siento en mi interior un aliento de lo sublime kantiano: yo soy todavía mayor que ese espacio apeirónico.

Pero supongo que será un breve instante, algo como la visión de un veloz viajero que contempla, desde el proyectil imaginario que le arrastra, el mundo que deja atrás y desaparece. Y no se atreve a volverse y mirar hacia delante pues ignora cuál será su destino. Y siente miedo.

Llegados aquí, se puede imaginar cómo serán los pensamientos de alguien que ha escrito los párrafos anteriores. Evidentemente esos pensamientos no serán filosofía y el escritor no será, en modo alguno, un filósofo.

¿Qué hace entonces en una reunión de filósofos?

La más absurda de las esperanzas ha movido a cientos de escribientes a imaginar una estructura comprensible. No me interesan. Ese empeño es inútil. Algunos son muy buenos escritores; otros nunca serán leídos. Yo, como uno de ellos, grito desde el papel como si no supiera que soy el único y solipsista habitante de mi mundo. Un mundo en el que no hay eco. Mi grito es inútil, pero siento por mi pensamiento un profundo interés desinteresado, que diría Kant, aunque sea un mensaje sin destinatario y sin respuesta.
Para mí, mi pensamiento es una obra de arte, incomprensible, incomunicable, perfectamente inútil, incluso efímera. Se podría adjetivar a este pensamiento de “artístico”, pero no es filosofía. Ni tampoco erudición.

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POETAS 63. Mark Strand (II)

 

Mark Strand nació en 1934 en Sunmerside (Canadá) y murió en Nueva York el 29 de noviembre de 2014. Aunque Mark Strand abandonó pronto Canadá, siempre conservó un vínculo con este país. Canadá representaba para Strand el país de sus primeros recuerdos, en el que sus padres vivieron sus últimos años y en el que estaban enterrados: “Era el refugio de su pena, y era tan grande y vacuo que cada día que vivieron ahí tuvieron la certeza de estar perdidos”. Su destino itinerante iba a llevarle con su familia a instalarse en Estados Unidos. Cleveland, Montreal, Nueva York y Filadelfia fueron las plazas del padre como directivo de Pepsi-cola, convirtiendo los primeros años del poeta en una mudanza continua. También vivió durante estos años en Colombia, México y Perú, donde aprendió un español suficiente que a la larga le serviría para traducir a Rafael Alberti y Octavio Paz. Pero más que de Canadá o Estados Unidos, se consideraba ciudadano de un mundo hecho de libros, cuadros o fotos y cuya nación era la nación del idioma inglés. “No creo –comentó en cierta ocasión -que las condiciones geográficas que se me impusieron por haber nacido en Canadá y vivido en los Estados Unidos me definan en absoluto. Creo que me define de manera más elocuente lo que leo, lo que miro, la gente que conozco, y lo que escribo”. Después de graduarse en Antioch College en 1957, su vocación por la pintura le llevó a Yale para estudiar con el artista Joseph Albers, graduándose como pintor en la facultad de Bellas Artes en 1959. Desde entonces la pintura iba a ser una de las constantes de Mark Strand. Se ha dicho que en sus versos surrealistas e introspectivos se proyecta la sombra de Max Ernst, Giorgio de Chirico, o Magritte. Iba a ser precisamente el surrealismo una de las influencias capitales de su obra poética, como confesaría a Rosa Pereda en una entrevista: “yo creo que la poesía tiene tanto que ver con el azar como con la causalidad, que lo irracional tiene un papel tan importante en la vida como la razón”. La pintura le enseñaría, además, el valor de la paciencia, a darse cuenta que uno siempre puede volver sobre el trabajo al día siguiente. Pero mientras estudiaba en Yale, las lecturas de poesía, especialmente Wallace Stevens y Forster, le encaminaron de forma imprevista a su segunda vocación. “Nunca fui muy bueno con el lenguaje cuando era niño. Créame –aseguró en una entrevista a “Los Angeles Times” en 1991”-, la idea de que algún día me convertiría en poeta habría sido una gran sorpresa para toda mi familia”. No menos importante para su formación como poeta fue la fascinación que “veinte poemas de amor…” de Neruda ejerció en sus inicios. Neruda era un genio –escribió en “Alfabeto de un poeta”- pero en cuya escritura se mezclan inextricablemente la belleza y la banalidad. Cuando lo leemos, nos sentimos felices porque todo ha alcanzado una condición privilegiada. El universo es bueno después de todo. La utopía verbal de Neruda, dependiendo de la credulidad de cada quién, es un antídoto inocuo contra este siglo torturante”. De Neruda también llegó a decir que era el gran demócrata de la poesía, por rebajar lo elevado y elevar lo bajo, aunque le decepcionaban sus limitaciones intelectuales. No pensaba lo mismo de Octavio Paz, a quien consideraba uno de los hombres de letras más inteligentes del siglo XX, y cuya obra poética le había conmovido especialmente. Ya resuelto en su vocación poética, en 1960 se traslada con una beca Fulbright a Florencia para estudiar a los poetas italianos del siglo XIX. En Iowa continúa sus estudios literarios en el “Iowa Writers Workshop”, graduándose en 1962. Allí se hace amigo de Philip Roth, concluye su primer libro y comienza a dar clases en un taller de literatura. Su carrera docente le iba a hacer recorrer parte de Estados Unidos: Utah, Chicago, Nueva York o Boston. Su desembarco literario tiene lugar en 1970, cuando el responsable de la editorial Athenaeum, Harry Ford, publica su segundo volumen de poesía, «Reasons for Moving». Ford continuaría publicando su poesía con otras tres colecciones durante esa década hasta que, en 1980, Strand decidió pausar su producción poética. «Ya no creía en mis poemas autobiográficos», dijo entonces. Sentarse en su escritorio cuando no tenía nada que decir se le empezó a volver un suplicio, por lo que “ya sólo escribía cada vez que tenía tiempo y ganas y estos periodos empezaron a espaciarse cada vez más, y a veces hubo periodos de silencio de dos o tres años…De cualquier manera, ya nadie lee poesía. Los poetas sí, pero el lector común ha sido abandonado por la poesía». Mark Strand se empeñó entonces en otras aventuras literarias, como libros para niños, relatos o ensayos sobre arte. Una década después volvió con nuevos bríos, con volúmenes como «A Continuous Life» (1990), «Dark Harbor» (1995) y «Blizzard of One» (1998). Mientras tanto, comenzó a ganar terreno su pasión por la pintura. Escribió ensayos sobre Edwar Hopper o William Bailey, al mismo tiempo que en un taller en Hell’s Kitchen producía sus papeles pintados, mezclando pulpas de colores secos. A partir de 2011 se trasladó a Madrid de la mano la marchante de arte Mari Cruz Bilbao, quien se convirtió en su pareja. Trasladó cuadros, libros y gran parte de su mobiliario a un piso de Chamberí donde seguía recortando y pegando esos papeles pintados para convertirlos en collages que este mismo otoño expuso en una galería de Nueva York. El final de su carrera como poeta estuvo jalonado de números reconocimientos. Fue nombrado Poeta Laureado de Estados Unidos, ganador de la beca MacArthur en 1987, del premio Bollingen en 1993 y del Pullitzer de poesía en 1999 por “Tormenta de Uno”. Este mismo otoño estaba nominado al National Book Award por sus Collected poems. Su traductor, Dámaso López García, a quien se debe la traducción de los poemas aquí seleccionados, ha señalado como rasgos característicos de su poesía el que su mundo no tenga rasgos diferenciales propios. Los lugares no tienen nombre, los personajes son anónimos: “comparten los rasgos comunes de todos los paisajes y de toda la humanidad”. La presunta oscuridad de sus poemas no se relaciona tanto con la dificultad del lector ante un lenguaje oscuro como con la ausencia de referencias a un universo familiar. Las manifestaciones de temor ante un mundo maligno, el valor de la poesía ante una naturaleza apática y el deseo de gozar de un “momento perfecto” han sido también rasgos señalados por la crítica. Pero el propio Mark Strand nos ha dejado en diversas entrevistas una visión personal sobre su poesía. Mark Strand se consideraba un poeta metafórico. A diferencia de los poetas metonímicos, que representan fielmente el mundo de la experiencia, el poeta metafórico cree en un mundo alternativo con sus propias reglas y regulaciones. “Lo que me importa –dijo- es la integridad del mundo que creo, y no lo que estoy revelando sobre el mundo en el que viven los demás.” Mark Strand no se consideraba un poeta de la naturaleza, sino un poeta que ahonda en el comportamiento de las cosas. “Mis poemas describen actividades, a veces de carácter nervioso o absurdo, a veces muy pacífico, pero eso es lo que les da vida”. Era un poeta al que le gustaba mezclar la melancolía y lo elegíaco, que nunca desdeñaba el humor, interesado en las sintaxis complejas pero amante de las palabras sencillas como “piedra” o “cielo” o “mar”. Para Mark Strand los poemas no tienen por qué tener sentido: “son en primer lugar, y sobre todo, una experiencia, no un vehículo para un significado”. Por eso creía que la musicalidad verbal era un elemento imprescindible y confiaba esa musicalidad al ritmo que aporta la escritura a mano. “La gente que escribe en la computadora se olvida de escuchar el poema, creo que establecen un contrato visual con la computadora. En primer lugar, los poemas llegan tan rápido a imprenta que parecen mucho más terminados de lo que realmente están.” Puesto que la métrica es lo que distingue la poesía de la prosa, era fundamental para Strand que el poeta educase su propio oído escuchando el ritmo y la cadencia que otros poetas han imprimido a sus versos. También consideraba importante la tarea de reescritura de los poemas: “Los poemas no son estáticos. Cobran una vida propia y van hacia donde quieren. Pueden volverse estériles o resistirse. Si no mejoran, los odias” Por eso solían tener muchísimos borradores de cada poemas, a veces treinta o cuarenta. Escribía a mano varias versiones y después los pasaba a la computadora. Trataba de postergar lo más posible el momento de ponerlos en limpio. “Más que leer mis poemas, me interesa escucharlos, y cuando están escritos a mano me parece que los estoy escuchando”. Dos cosas consideraba importantes en su poesía: el misterio y la muerte. “La vida me parece misteriosa, mi presencia en la Tierra me parece misteriosa. Muchas veces, cuando termino un poema, no estoy muy seguro, aunque generalmente estoy seguro de lo que he dicho, siempre hay un elemento inexplicable”. Respecto a la muerte, llegó a escribir en “Alfabeto de un poeta” que había sido la influencia medular de su escritura. Pero también la preocupación central de la poesía lírica: “La poesía lírica nos recuerda que vivimos en el tiempo. Nos recuerda que somos mortales. Celebra o reconoce estados de ánimo, ideas e incluso acontecimientos para recordarnos que existen sólo en su forma transitoria. Pues ¿qué habría que tuviera significado fuera del tiempo? La poesía es un prolongado epitafio, un recuerdo de nuestra estancia aquí en la tierra”. También comentó: “Buena parte de lo que amamos en los poemas, sin considerar su tema, es que nos dejan con una sensación de novedad de vida agregada. La vida, por otra parte, nos prepara para nada y nos deja sin dónde ir. Sólo se detiene”

 

La presente selección de poemas va acompañada de un «vínculo»  a la valoración que Antonio Lucas -desde el diario «El mundo»- hace sobre la figura de Mark Strand.

http://www.elmundo.es/opinion/2014/12/01/547cc085ca4741894a8b457b.HTML

 

EN QUÉ PENSAR

Piensa en la selva,

El vapor verde ascendiendo.

 

Es tuya.

Eres el príncipe del Paraguay.

 

Tus favoritos se arrodillan

Bajo la sombra de enormes hojas

 

Mientras caminas

Benevolente como el oro.

 

Besan el aire

Que hace un momento

 

Resbaló por tu piel,

Y se levantan sólo cuando has pasado.

 

Piensa en ti, casi un dios,

Tu pelo en llamas,

 

El fuelle de tu corazón bombeando.

Piensa en los murciélagos

 

Saliendo veloces de sus cuevas

Como un viento oscuro para celebrarte;

 

O en las inmensas ciudades nocturnas

De las luciérnagas brillando

 

Mientras flotan río abajo

Desde Minas Gerais;

 

O en las serpientes de coral;

O en los pájaros carmesí

 

Con su pico esmeralda;

O en las toneladas de mariposas morpho

 

Llenando el aire

Como frío confeti del paraíso.

 

WHAT TO THINK OF

Think of the jungle,

The Green stearn rising.

 

It is yours

You are the prince of Paraguay.

 

Your minions kneel.

Deep in the shade of giant leaves

 

While you drive by

Benevolent as gold.

 

They kiss the air

That moments before

 

Swept over your skin,

And rise only after you’ve passed.

 

Think of yourself, almost a god,

Your hair on fire,

 

The bellows of your heart pumping.

Think of the bats

 

Rushing out of their caves

Like a dark wind to greet you.

 

Of the vast nocturnal cities

Of lightning bugs

 

Floating down

From Minas Gerais;

 

Of the coral snakes;

Of the tons and tons of morpho butterflies

 

Filling the air

Like the cold confeti of Paradise.

 

(«Reasons for Moving», 1968″)

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