DESAFORISMOS IV

La prueba del que el hombre no es ningún animal es que no existe ningún ejemplar de dicha especie en los zoológicos. Pero a cambio de desterrar al hombre de los zoológicos, ha creado otros zoológicos dentro de su propia especie, y ha hecho proliferar cárceles y gulags, campos de refugiados y ergástulas de esclavos, cenobios y manicomios, sólo para poder así confinar a aquellos ejemplares que se aproximan peligrosamente a la animalidad, con la intención de despistarnos y hacernos olvidar que el hombre es el más grande animal.

Lo que le dejamos ver a la muerte cuando nos abre su puerta, es toda la sucesión de actos que es nuestra vida; la muerte no es más que un espejo, pero es el espejo de nuestra vida cuando ésta ya no tiene remedio y resulta irrevocable; es nuestra vida al revés, vista, no desde el nacimiento, sino desde el desnacimiento; nos deja ver nuestra vida desde el reverso, ese lugar imposible de visitaciones y fantasmas. Entonces es cuando nuestra vida cobra verdadero significado, porque se ha instaurado el hecho de que no puede ya ser enmendada; ella está completa y acabada, y, por tanto, ya no nos atenazan ni el deseo, ni el temor, ni ninguno de esos sentimientos y expectativas que hacen que nuestra vida la percibamos de una forma confusa. Cada uno de nosotros se va de este mundo con la misma actitud y disposición con que ha venido a él, pero mirando en sentido contrario. El nacimiento y la muerte son los momentos más puros de la persona. El uno porque se tiene todo, el otro porque ya no nos queda nada. El uno porque empezamos a mirar de frente; el otro porque acabamos de dar la espalda.

Ciudades de gozo y ciudades de desgracia. Ciudades benéficas y protectoras en las que uno se siente feliz, incluso cuando se es un poco desgraciado. O esas ciudades malditas e irredentas en las que uno no deja de ser un desgraciado, incluso en los momentos más felices.

El espejo y la máscara. ¿De dónde proviene la extraña naturaleza del espejo, su perversión moral? Tal vez de que es el único objeto que nos hace vernos a nosotros mismos. Su hechizo estriba en que consigue hacer del resto de las cosas un espejo en que nos contemplamos. Pero en realidad nosotros no estamos en el mundo, sino que el mundo está en nosotros, o con nosotros. No hay una diferenciación entre uno y otro. Somos indistintos con él. Mas el espejo nos engaña; él es el gran mentiroso. Nos hace creer que entre la vida que vivimos y el mundo que palpamos hay una figura de carne y hueso que nosotros encarnamos. Pero esa figura no es más que aquello que nosotros ponemos en el espejo. Nosotros no estamos en el mundo mas que cuando hallamos nuestro fantasma en el espejo; sólo cuando creemos en esa vanidad llamada espejo. Pero resulta que hemos convertido el mundo en una gran vanidad y en un engañoso espejo.

El espejo y la máscara. La prueba de fuego con que nos prueba el espejo es la prueba de la invisibilidad; uno sólo puede ver la maravilla que el universo contiene a condición de que se vuelva invisible, cualidad que sólo se puede obtener volviéndose ciego a su propia imagen; algo que se consigue al atravesar el espejo y dejarlo atrás. Toda visión en el espejo contiene, a la fuerza, una máscara: la de la cara que se busca contemplarse. Todas las distintas máscaras tienen el mismo nombre: Narciso. Y tienen la misma forma: la de la visión con la que nos buscamos contemplar. Romper con el espejo es a la vez arrojar la máscara. Pero sólo rasga su máscara quien mira el espejo sin verse. Pero si acaba siendo tan costoso rasgar nuestra máscara es porque esta visión resulta ser pavorosa; es la visión de nuestra propia muerte.

Somos el sentimiento con el que damos ejecución a nuestros actos, es decir, somos la vanidad con la que nos miramos en el espejo, la gula con la que nos atiborramos de comida, la codicia con la que deseamos volvernos millonarios, la humildad con la que nos arrodillamos ante dios.



Uno se hace bello produciendo belleza; uno se hace elocuente produciendo elocuencia; uno se hace sabio produciendo sabiduría, o se hace necio produciendo necedad. No tiene otro medio el hombre de llegar a ser algo, que ya haciendo ser ese algo que quiere llegar a ser. Ha de producir belleza, o elocuencia, o sabiduría, o necedad a su alrededor. Transmitir: esa es la función del ser. El ser transmite aquello que ya es; lo acaba irradiando, como la fuente de luz irradia aquello que ya es: pura luz.

En un mundo atiborrado de cosas materiales y de máquinas, nos resulta más complicado la percepción de lo espiritual, pues lo espiritual queda desalojado, invisibilizado. Las cosas que tienen vida y que, por tanto, tienen el poder procreador de dar la vida, son apartadas de nuestra lado, para acabar rodeando nuestra existencia de aquellas cosas que ni tienen ni pueden dar vida: las máquinas. En un mundo atiborrado de cosas materiales, el hombre ya no puede concebir lo espiritual, pues él mismo es compelido a que viva su vida de la manera más groseramente material y a que se aleje de lo vivo.

En los carteles de carretera que nos indican los miradores y las vistas panorámicas, el dibujo de un ojo resplandeciente ha sido sustituido por el de la cámara de fotos. Importa ya más la máquina que el órgano. Más la obra del hombre que el hombre mismo. Más la utilidad que el recreo. Y más el negocio que el ocio.

Vivimos en la sociedad del paparazzi. De alguna manera, su figura nos representa. La moderna cultura del turista. Al que sólo le interesa obtener un trofeo de los lugares a los que acude en peregrinación “voyeurista”. Lo espiritual y lo sagrado también se vivencian como posesión. Queremos arrancar al mundo todos sus trofeos. Mentalidad de expoliador; nunca de explorador. Porque no es una fotografía lo que nos queremos llevarnos de los lugares a los que hemos concurrido. Si nos permitieran llevarnos una piedra de todo monumento que vamos a fotografiar, no quedaría piedra sobre piedra, acabaríamos despedazándolo todo, y dejaríamos en negativo la realidad positiva. Y al mismo tiempo haríamos desaparecer todas las catedrales, todas las mezquitas, todos los palacios, todas las estatuas. Pero de alguna manera esa desaparición ya la hemos realizado. Con cada fotografía que hacemos le robamos un jirón de alma a lo que fotografíamos. Al mismo tiempo nos arrancamos un jirón de la nuestra. Con cada flax que disparamos nos vamos cegando un poquito más. Así es como vivimos en un mundo desencantado. Lo más sagrado se profana. Lo más profano se sacramenta. La varita mágica con la que se ha producido este desencantamiento se llama “tecnología”. Ella ha robado al hombre la otra varita mágica de sus poderes sagrados.

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