El mar

Describir sentimientos es volver a vivirlos. Es contar batallas con un propósito egoísta, porque no se hace para el placer del lector sino el propio de quien escribe. Ese es el caso de «El Mar», una descripción de muchos momentos vividos a lo largo de unos quince o más años. Momentos de placer, de temor… de triunfo. El poso de esos momentos en el fondo de mi espíritu me hizo pensar que un precioso final para mi vida sería lanzarme al océano y desaparecer, intentar cruzar el atlántico o el pacífico y no llegar. Una idea como esta sólo puede acariciarse cuando uno no cree en la propia desaparición. Si una situación – de las frecuentes en la navegación de altura – te hace acercarte a esa creencia, por lo evidente del momento, el instinto de conservación te hace aferrarte a la vida con uñas y dientes, y el triunfo sobre el problema te reafirma en la seguridad de que, incluso navegando, eres inmortal. En esta historia un hombre solo decide seguir el camino que yo había pensado para mí. Puedo imaginar la soledad de ese navegante que le conduce a un diálogo con el barco y con él mismo y sus sentimientos encontrados… El patrón de la Belle Smith vive todos los estados de ánimo posibles, y cuando un triunfo parcial corona parte de su aventura una explosión de vitalidad llena el momento.

Los que no hayan navegado encontrarán difícil seguir los pensamientos del héroe  solitario de esta historia, tal vez éste no es un cuento para «no navegantes». Los que deseen un nudo gordiano no lo encontrarán aquí,  deberán buscarlo dentro de ellos o tan vez en lo que llena los espacios entre líneas que allí he dejado sin querer, porque precisamente allí puede que esté una parte del navegante que todos llevamos dentro.

 

El Mar (o Cómo llegué a Cabo Verde)

1

Tengo que admitir que una vez pensé en el suicidio. Es duro para un hombre llegar al final de su vida solo. Los días transcurren sin objeto y la sensación más profunda es la de la propia inutilidad.

Es posible que ese sea el destino natural de los marinos; siempre viajando, nunca tienen tiempo suficiente para establecer una familia. Si lo hacen, normalmente es un fracaso: Dicen que los dos meses al año que se pasan en puerto no bastan para dejar de ser un extraño en el propio hogar. Si por cualquier motivo el reposo se alarga un poco, creo que la familia y el marino están deseando vivir el día en el que el crujido de la lona tendida al viento anuncie una nueva ausencia de varios meses. Los barcos en que navegué habían comenzado transportando té, pero, en los últimos tiempos la compañía ganaba más dinero con el transporte de chinos a San Francisco, de modo tal que, más de una vez, los fardos de té verde se quedaron en el puerto mientras los chinos se hacinaban en la bodega ocupando su sitio. Y arribábamos a California en vez de a Rhode Island: esto suponía otro año sin volver a casa.

Extraño en mi casa: Nunca quise sentirme así. Nunca formé familia. Ahora es demasiado tarde. Las mujeres de mi edad ya no son mujeres y las jóvenes me parecen tan lejanas como los mares del sur, de los que he oído contar mil veces que allí está el paraíso… y el infierno. O sea que, solo, con 58 años, que tenía cuando comenzó esta historia, retirado de la ruta de los Clippers por el vapor y un poco por propia voluntad, sentía más la llamada del mar que la de los hombres y, entre envejecer en una comunidad que pronto me despreciaría y unas nupcias totales con el mar, la segunda opción me parecía la más atractiva.

No, no. Ciertamente no estaba del mejor de los humores, la vida sin el mar me pesaba y no me sentía con la fuerza suficiente para emprender otra en tierra.

Cuando el 27 de Junio de 1898 el viejo loco Slocum llegó a Newport presumiendo de haber dado la vuelta al mundo usando su nariz como único instrumento de navegación fiable, me dio la excusa que necesitaba. Me señaló el camino que debía seguir para que mi huida se hiciera realidad. Una dulce desaparición sin testigos, un abrazo con mi otro mundo en medio de la violencia desatada de su manifestación más hermosa. Así veía al temporal desde tierra: una llamada. Los días transcurrían lentos, el tiempo había dejado de tener significación para mí, en una locura más grave por su falta de manifestaciones externas, la idea de escoger el como y el cuando me parecía el único consuelo a mi soledad.

En el viejo astillero pequeño y abandonado de Conanicut había un pecio de goleta que estuvo aparejado como sloop. Retirado como yo mismo. Tal vez por las mismas razones: sentirse sólo e inútil. Quién no cree que los barcos tienen memoria, entendimiento, y voluntad, es que no ha establecido nunca esa relación íntima que se da entre patrón y nave, en la que se cuentan sus secretos y exigen, ambos, sin duda, el cumplimiento de sus caprichos.

Imité al loco Joshua y lo compré.

Verdad que no recuerdo como se llamaba. Los días, los meses, adquirieron significado. Reparé su casco de madera de roble con mimo; inspeccioné pulgada a pulgada y barnicé su mástil; renové su aparejo completamente y, cuando todo estuvo terminado, casi cuatro años más tarde, al fin le puse nombre: «Belle Smith», en homenaje a todas las bellas desconocidas que habían aliviado las penalidades de mi vida de marino en la ruta oeste del té.

Pero eso son historias viejas. En los días de los que comienzo este relato tenía ya sesenta y dos años y esperaba que toda mi necesidad de contacto femenino quedara satisfecha por la «Belle Smith». Si no, peor para mí.

La «Belle Smith», reluciente, mecía su casco de goleta en el puerto de Newport y su alto mástil de sloop giraba apuntando al cielo como si hubiera contado las estrellas de noche y de día quisiera enseñarme cómo se hacía.

Había hecho todos los preparativos con calma, sabiendo que en el mar no hay oportunidad para los poco previsores. Repasé cada pulgada del barco, estudié con ayuda de la experiencia mía y con la que saqué de las historias de Joshua, el aprovisionamiento. Completé todo: un gran depósito de agua con algo de lejía, keroseno, conservas diversas, patatas, limones, todas las demás cosas normales y añadí un saco de nueces, un barrilito de miel de los bosques de Providence y una carabina Remintong Tiger del 45 con doscientos cartuchos. Cartas, todas las que pude conseguir. Brújulas tres. Sextantes tres. Whisky, 4 cajas del Mississippi, cuyo sabor, en tierra, me recuerda al olor de los capotes embreados en el mar. Vientos: todos los del mundo. Seres vivos… algo que fuera poco exigente en agua. Esperaba no llevar ratas a bordo. Poco exigente en agua: una planta exótica de los Estados del sur: un cactus.

Y un día, el 19 de Septiembre de 1902, sin despedirme de nadie, pues nadie me echaría en falta y mi desaparición calmaría los celos del viejo Joshua, o los excitaría más… ese día, cuando la noche pretendía acabarse, solté amarras.

Mientras negociaba la salida del puerto me reía pensando en que el loco Slocum creería que intentaba hacerle sombra, cuando mi pensamiento nunca fue volver. Me sentía atraído por las islas del Pacífico Sur como si fueran jóvenes mujeres, por todo lo que se oía de ellas, y más aun porque me parecía un camino demasiado largo para que lograra recorrerlo. Lo suficientemente largo como para servir para celebrar mi unión absoluta con el mar.

¿Sur o sureste? Nunca me cayó bien el cabo de Hornos, y menos de Este a Oeste, además soplaba una brisa de 10 o 12 nudos casi del Oeste así que le di mi aleta de estribor y, sin saber muy bien a donde me llevaría ese rumbo lo fijé con el piloto de viento. Anoté en el cuaderno de Bitácora «20 de Septiembre 500, rumbo 130», y me fui a dormir.

2

Casi cuatro años en tierra hacen que se te olvide lo que es el movimiento continuo del barco, los crujidos del casco y el aparejo, que son como una charla amigable en la bonanza y un grito dramático en la tempestad. Los grandes «windjammers» hablan en público: toda la tripulación los oye y cada uno entiende lo que puede o lo que su interés le manda. Pero nadie osa dirigirse a la nave: hay un sacerdote, el Capitán, a quien volver los ojos cuando parece que lo peor es inevitable: Cuando el casco vuela al salir de una ola, o cuando resbala casi de costado bajando al abismo entre dos montañas de agua, a veces se le oye murmurar frases de aliento, que, sin duda, el barco siente:

– «¡Vamos, bonita, tú puedes!. ¡Aguanta, aguanta un poco más!»

Los oficiales siempre tenemos a algún ser humano al que animar o a quien mandar:

 -«Timonel: ¡Ahora suave! ¡No pierdas el viento! ¡A babor! ¡A babor! ¡Saca la proa del seno!»

Cuando navegas solo, poco a poco el ritmo de tu cuerpo se hace al del barco y, tal vez también, el del barco se hace a ti. Se establece un conocimiento mutuo, una intimidad incomparable con otra. El navegante solitario conoce a su barco y el barco conoce al navegante como nadie. Si la comprensión es mutua ésta es una de las uniones más profundas. Y te sientas y oyes la voz del barco: -«Gloah gloah», y le contestas. Puede que sea la ausencia de otras voces, el deseo de oír sonidos con significado, lo que te impulsa a cantar o hablar en voz alta, y lo haces con el barco como si fuera humano:

-«Belle: ¿Recuerdas la canción de levar:

 «Haced girar el cabrestante,

hacedlo girar sin descansar.

Tensad vuestras espaldas

y el cabo del ancla cobrad?»

Y la cantas. Y preguntas:

-«¿Te ha gustado?»

Y el ruido del agua en la roda y el  brillo de estrellas fugaces de las gotas que el viento arrastra te contestan: -«Ssshhah, Ssshhah…»

Los días pasan.

No hay más ocupación que pensar. La comida se hace frugal. Si la temperatura es templada se disfruta del aire libre. La latitud desciende y la ropa se va cayendo de tu cuerpo, y viento y piel establecen otra maravillosa relación.

Pero no todo es propicio: Los vientos no me han sido favorables y he debido ceñir casi siempre, pero al menos han sido estables y moderados por lo que he debido hacer muy pocos cambios de bordo y ni una sola vez he tenido que cambiar velas. La más elemental de las precauciones me hace alejarme de la costa en vez de seguirla pues en este mes y en Octubre son frecuentes las tormentas tropicales.

No soy un loco, tomo todas las precauciones elementales: el hábito de toda una vida en el mar me hace mirar al compás de cubierta, o al de la bitácora que he montado bajo el puente, cada vez que paso a su lado. Y a las doce de mi cronómetro, el momento más solemne del día, tomo la altura del sol. Luego lo sigo observando con el sextante y tomo la hora en que alcanza la máxima altura y el valor de ésta. Anoto todo en el cuaderno de bitácora y no hago cálculo alguno. De hecho esta rutina, que me toma una hora de preocupación y diez minutos de trabajo, es contraria a mi primitiva intención de ignorar a propósito mi situación y no sé si me hace sentirme algo enfadado conmigo mismo.

Mi humor es cambiante. Al optimismo de los primeros días sucede una especie de embrutecimiento. La meditación tranquila sobre la forma de las nubes o sobre temas más profundos, el dulce pasar de las horas del día y el sueño atento de quien se sabe pendiente de su vigilia, han dejado paso a una especie de enfado permanente que sólo se rompe cuando alguna maniobra me obliga a trabajar físicamente. Y, cuando lo hago, me esfuerzo más de lo necesario, como si quisiera castigar a mi cuerpo.

He caído en un silencio hostil. Ya no hablo ni canto a la «Belle» y sus sonidos no llegan a mi cerebro: -«Ssoahk glohah», y no hay respuesta.

Cada día hace más calor y yo me he convertido en un salvaje desnudo, tostado por el sol y el viento, que gruñe de proa a popa, tanteando amarras, obenques y stays. El barco sigue contándome sus secretos, pero yo, hundido en el marasmo, no los oigo. Sigo, sin embargo con la rutina, de momento inútil, de tomar las alturas del sol y la corrección del medio día. Y también cumplo con el otro rito del navegante solitario: pescar hasta que se tiene comida para dos días. La pesca vieja se tira: más de dos días la hacen incomestible.

El viento, que había permanecido casi estable del oeste fue virando a norte,  nordeste y a este nordeste y subió de los 15 a los 20 nudos, apreciados a ojo de buen marino, lo cual salvo cambiarme la amurada y aumentar la velocidad no influyó para nada ni en mis hábitos ni en mi humor. He perdido la noción del tiempo, no se si ha pasado una hora o un día. Sólo siento amargura.

Hace tiempo que no hago comida. Nueces y miel son prácticamente mi único alimento. Cada vez estoy más delgado y creo que también mas fuerte y ágil. Consecuencias de la vida de primate en la que he caído. Por parecerme a los monos, disfruto pasando largos ratos subido al mástil, maniobra en la que he adquirido una notable habilidad y en la que encuentro cierto consuelo: veo el barco desde fuera, rompo las cadenas que me impone la relación forzosa.

Más tarde, en las primeras horas de la noche, mientras me acurruco en el coy que uso para dormir entre sobresaltos, vuelvo a oír los suaves quejidos de la embarcación y me reconcilio con ella:

-«Ssoahk glohah, ssoahk glohah».

En esos segundos en que la conciencia se diluye, vuelvo a ser el de los últimos días de Newport. Me veo aseado y vestido con mi uniforme de marino mercante y vuelvo a recordar mis sentimientos: esa especie de alegría por haber encontrado una salida a mi pérdida de interés por las cosas normales y de excitación como la que siente un adolescente que va a cometer una travesura.

La noche es otro mundo en el que reinan más los pensamientos que la acción y en el que la conciencia de la propia pequeñez adquiere toda su potencia. Una vela que flamea o la súbita escorada que produce una racha de viento distinta, son advertencias del peligro real… ¿Qué es el peligro? ¿La probabilidad de morir en breve? Y no sé quién, el marino profesional o el salvaje aferrado a la supervivencia, salta de la hamaca y corre a afianzar un cabo, tensar una escota o a tomar un rizo casi a oscuras, a tientas, con la habilidad con que se mueve un ciego en un espacio bien conocido y la premura que da el instinto de conservación.  Mientras los resbalones, los golpes o los fallos al afianzarse producen maldiciones que se pierden en el ruido escandaloso de las velas destensadas frente al viento de proa.

Y luego amanece.

3

A la caída de la tarde he visto una tormenta en el horizonte. Aparentemente no estaba en mi rumbo, pero según la oscuridad aumentaba ha ido creciendo, ocupando cualquier rumbo que no fuera darle la popa. La huida es también imposible: las tormentas corren más que los barcos. La inquietud inmediata me hizo olvidarme de mis desvelos. Pensé que la hora de  mi encuentro definitivo con el mar estaba muy próxima, pero en vez de relajarme y abrir paso al destino, puse el foque más pequeño, tomé los tres rizos en la mayor, cerré todas las escotillas y comprobé que toda la carga estaba bien afianzada y los objetos pequeños en lugar seguro. Arranché el barco a son de mar.

El viento seguía en mi través, muy suave, tal vez fuerza tres, pero no me fui a dormir. Aún, por estribor y popa, veía algunas estrellas. A proa las nubes se iluminaban repentinamente y desaparecían otra vez, sustituidas por otras más lejanas o más próximas, más a babor o más a estribor. Pronto los rayos comenzaron a caer en el mar. Saltaban en horizontal de una nube a otra y en el camino dejaban una cortina de descargas verticales que parecían la reja que me separaría pronto de la vida. Después de un momento llegaba el ronco sonido de los truenos lejanos. La navegación continuaba tranquila y, aferrado al timón, sentí miedo.

No un miedo irracional que me impidiera pensar o moverme. Me hacía pensar más deprisa e imaginarme qué podría pasar cuando el camino de la Belle Smith y el de la tormenta se cruzaran. Olas, viento, rayos en el mástil, astillas de cualquier parte del casco… y según imaginaba las situaciones y los daños planeaba los remedios y las reparaciones; pero todos esos pensamientos se producían en medio de un temblor de los músculos que pedían acción. Dudé sobre la conveniencia de atarme y preferí el riesgo de ser arrastrado por una ola a la incapacidad de movimientos que una atadura segura me produciría.

Repentinamente el viento comenzó a subir. A pesar del alto bordo de la Belle los rociones de las olas que rompían lejos y por babor cubrían completamente la cubierta y las que alcanzaban el casco lo empujaban como si quisieran hacerlo rodar. Era peor de lo que esperaba.

Demasiada escora, pensé. Decidí arriar la mayor, até el timón y estaba a medio camino del palo cuando el viento cesó repentinamente y cargó, con mayor violencia aun, del lado contrario. Oí como un chirrido seguido de una explosión y vi venir hacia mí la botavara, dispuesta a arrasar todo lo que encontrara en su camino. Milagrosamente conseguí saltar y aferrarme a ella. El golpe en el estómago no lo sentí. El barco escoró violentamente y mis pies iban a tocar el agua cuando el viento volvió a cambiar de dirección y botavara y patrón caímos en cubierta: La mayor se había rifado. El barco, sólo con el pequeño foque, se adrizó noblemente, tomó la empopada y comenzó a correr a favor del chubasco. Cuando pude reaccionar había pasado todo. Quizás media hora.

Quedó una mar revuelta, impropia del océano abierto, pero pronto todo se fue haciendo normal, la oscuridad, los ruidos, los movimientos. Volvió la pálida luz de las estrellas y, medio a tientas, até los restos de la mayor y la botavara y largué la amarra del timón para sentir que de nuevo mandaba yo en el barco. Allí, en la rueda, estuve hasta que amaneció. Con el despuntar del sol todo el cansancio del mundo cayó sobre mis hombros. Entonces volví a aparejar el timón de viento y bajé a mi refugio. Cuando desperté el sol caía hacia el horizonte. Realmente no podía saber dónde estaba.

El aspecto de la cubierta con la botavara medio cruzada con más de media vela mal recogida sobre ella era desastroso y el resto de la vela mayor flameando suelta en el mástil hubiera avergonzado al más torpe de los marinos. Antes de pensar en comer arranché la cubierta y monté una mayor de respeto. Dejando la reparación de la rifada para más tarde, volví a aparejar y a tomar rumbo sureste.

Esa noche si me hice un abundante plato de arroz con cecina y páprika.

Todos mis deseos de morir se habían esfumado.

4

Llevaba veintinueve días navegando. Y me atreví a mirarme en el espejo. Ese no era yo. La delgadez había escurrido mis mejillas. La barba, blanca y salpicada de tres colores, crecía salvaje y el color de ladrillo oscuro sobre mi desnudez me resultaba extraño, por más que muchas veces había visto mi cara tostada por el sol. Decidí dejarme la barba pero recortármela. Lo hice en cubierta, con un espejo pequeño sujeto al mástil, sentado sobre las piernas cruzadas. Me tomé todo el tiempo del mundo, tanto que casi se me pasa el mediodía, pero, al fin quedé satisfecho. Cobré los aparejos de pesca para que una cándida presa no atrajera vecinos indeseables, y después de tomar alturas y tiempos hice la capa, me amarré un largo cabo bajo los brazos, aparejé una escala de cuerda a sotavento, y me di un largo y placentero baño sin que ningún habitante del mar turbara mi diversión. Después volví a poner rumbo sureste.

Meditaba, dudaba. No sabía si volverme atrás de mi idea inicial o continuar empeñado en ella. La verdad es que me encontraba feliz, el aburrimiento de los últimos meses en Newport se había esfumado, sentía ganas de vivir, no de filosofar. El mar me había devuelto lo que la tierra me había quitado y hasta sentí deseos de estar acompañado. ¿El viejo Joshua Slocum? No. Sin duda la compañía que necesitaba no era la de un marino sino la de una mujer.

Así que como las patatas estaban aun comestibles y tenía pescado de la mañana, decidí hacerme unas patatas con pescado. Había cogido un pez redondo y largo que pesaría unos dos kilos. Tenía cara de bruto o de enfadado, con la mandíbula inferior más prominente que la superior; no supe ponerle nombre. Lo limpié en cubierta, tiré las tripas pero conservé la cabeza, la piel y las espinas. Cuando bajé y encendí el fuego de keroseno, puse todos estos despojos a cocer.

Mientras guisaba canturreaba viejas canciones del mar y me encontré preguntándole a la «Belle»:

– «¿Te gusta?»

Cuando los restos del pescado habían hervido un rato, puse un bote de conserva de cebolla en una olla profunda y dejé que se friera hasta que el aceite quedó claro. Añadí entonces el pescado limpio y cortado en tacos grandes y dejé que se dorara ligeramente a fuego vivo. Lo extraje dejándolo aparte. Añadí una guindilla no demasiado picante y una cantidad importante de esa especie oriental o suramericana que consiste en los pistilos de cierta flor, que dan un color amarillo fuerte a la comida y un aroma un tanto particular. La boca se me hacía agua, gozando por anticipado el banquete.

Colé el caldo de los restos del pescado usando un trozo de paño limpio y añadí una cantidad de patatas acorde con el hambre que sentía, que estaban un tanto arrugadas y querían convertirse en reales plantas, pero no olían a rancio por lo que tuve la esperanza de que no me estropearían la fiesta. Quitándoles los brotes y la piel arrugada el aspecto no era malo, y al troncharlas todavía parecían frescas. Dejé hervir todo a fuego lento como un cuarto de hora, para lo que debí subirme a cubierta para resistir la tentación de comerme todo a medio hacer.

Y entonces lo vi. Un pájaro. Un animal que anida en tierra. No era la primera vez que observaba el vuelo de un ave a una distancia increíble de tierra, pero este hecho y el buen humor que sentía me decidieron a sentarme en la mesa de cartas cuando hubiera comido. Mientras, recorriendo con la vista el horizonte sin esperanza de ver más que una curva que se me antojó el summun de la belleza, me puse a cantar a voz en grito. Creo que a la «Belle» no le gustó.

Añadí el pescado y medio vaso pequeño de agua de mar. Dejé hervir todo unos cinco minutos, las patatas estaban tiernas, y apagué el fuego.

Pensé que era una persona en día de fiesta, y mientras reposaba el guiso… el placer aumenta con la espera… se me ocurrió vestirme con mi uniforme de gala, incluida la gorra y poner la mesa lo mejor posible, como si el pájaro que había visto me anunciara la llegada de visitantes importantes.

Y así hice mi primera comida de lujo después de un mes. Las patatas me supieron a gloria.

Después abrí la primera botella de whisky y, con un vasito, me senté en la mesa de cartas a calcular mi situación, al menos aproximada.

Si no estaba equivocado y mi cronómetro no me engañaba, el mediodía había avanzado 2 horas y 57 minutos. La altura del sol y las tablas me dijeron que estaba a 19º 59’N y 27º25’W. A unas 350 millas del norte de la isla de Santo Antao del archipiélago de Cabo Verde, a 17º 0’N; 25º2’W.

Habiendo salido de Newport: 41º29’N y 71º18’W, había navegado unas 2630 millas en 29 días a una velocidad media de casi 4 nudos.

Ahora debía tomar una decisión, pero antes podía dormir un rato.

El mar es la soledad. Si no se navega por las rutas frecuentadas un hombre podría vivir la vida entera sin encontrar a otro hombre. Pero la soledad está aliviada por otros seres vivos, peces, pájaros, ballenas… y sobre todo por la sensación de movimiento. Mientras te mueves no estás solo, estás yendo al encuentro de alguien que ocupa en el pensamiento un lugar mucho más cierto que los desconocidos que pueden verse, oírse y tocarse al pasear por una ciudad.

5

Me desperté sudando en mi uniforme de oficial de la marina y con una sensación extraña: el barco había callado, el mar había callado. Estaba realmente solo. La visión en cubierta era desoladora: el mar estaba absolutamente plano y reflejaba el sol como un espejo. Las velas colgaban fláccidas sin el más mínimo atisbo de viento.

La calma no sólo me sorprendió, me devolvió el humor taciturno. Me desnudé y volví a ser el náufrago de la vida de días pasados. Mi esperanza era que estaba en una latitud demasiado alta para que la calma fuera duradera. Pero pasó el día y la noche fue testigo de mis paseos intermitentes de proa a popa, esperando que ocurriera algo. Pero la calma siguió.

El temor a la violencia es mejor que la sensación insidiosa de la impotencia absoluta. En la tormenta puedes hacer algo con apariencia de utilidad. Es verdad que estás a merced de lo que quieran el viento y el mar, que una ola puede hundirte de un zarpazo o el viento hacer rodar al barco como si fuera un tronco de árbol en una montaña, pero el marino cree que puede enfrentarse y, aunque perdonado por la magnanimidad del destino, se cree triunfador del encuentro y, si vive, descansa al fin con la conciencia satisfecha de un guerrero triunfante.

Pero la calma derrota de modo inmediato. No hay maniobra que la contrarreste.

El amanecer del tercer día me sorprendió despierto maquinando un plan para vencer. Salté de la hamaca y comencé una febril actividad, ordenando, limpiando, midiendo, inspeccionando todos los sollados, taquillones, armarios, sentinas… Bombeé frenéticamente la pequeña cantidad de agua filtrada a bordo, todo como si fuera a saltar el viento de un momento a otro y después ya no lo pudiera hacer. Si los nervios no me traicionaban no había por qué preocuparse: tenía agua más o menos potable para quince días o más; comida para un par de meses… y ningún asunto grave ni leve me reclamaba.

La actividad me cansó, pero no quise detenerme, subí a cubierta la vela rifada y, sentado como los pescadores que reparan las redes, comencé a coserla a conciencia, con la aguja curva, el rempujo y el hilo fuerte encerado. Era una labor lenta que me mantenía concentrado mientras sudaba al sol.

¿Y la decisión pendiente? De hecho ya la había tomado, si quería beber agua potable el próximo mes, debía arribar a cualquier isla de Cabo Verde.

Todo fue llegando lentamente, primero los restos de comida que arrojaba por la borda se quedaban flotando en aquel mar absolutamente calmo. El cuarto día aparecieron bastantes pececillos que hicieron desaparecer la comida y desaparecieron ellos también sin morder ninguno de mis anzuelos.

Un ruido extraño en el silencio absoluto me despertó antes de amanecer el quinto día, lo producía lo que hubiera sido la felicidad de un ballenero, un completo rebaño de unas seis o siete ballenas grises entre adultos y crías. No se acercaron demasiado pero si lo suficiente como para que pudiera admirar el espectáculo de los mayores seres vivos en acción, que por cierto también era lenta. Las pequeñas olas que levantaban me hicieron pasar desapercibidas otras del mismo tamaño que venían de mucho más lejos. Enseguida el mar comenzó una conversación queda con el casco. La soledad se rompió, la esperanza contenida se transformó en un ansia de viento. Miraba al cielo absolutamente raso en busca de una nube y olfateaba en la dirección de las olas como un animal salvaje pretendiendo encontrar un olor a tierra. Al fin llegó la brisa:

-«¡Belle, Otra vez los Alisios!»

dije gritando de alegría. Las velas se hincharon y el barco, amurado a babor, me encaminó a Santo Antao. Mi humor había vuelto a cambiar ante la perspectiva de una acción práctica.

6

Aún tarde tres días en llegar a puerto. Santo Antao me pareció una isla grande. Primero, cuando intuí que estaba cerca hice la capa y me eché a dormir esperando que amaneciera. Acercarse a una costa desconocida, de noche y sin cartas es una imprudencia digna de un suicida.

Era una isla grande. El amanecer me la enseñó como un resalto en la curva perfecta del horizonte. Debía estar como a unas 20 millas y hacia el sur destacaban unas rotundas montañas.

Hay dos filosofías de la vida: una consiste en viajar por llegar y otra, muy distinta, es viajar por viajar. Y no aplicamos siempre la misma filosofía. Mientras navegas sin saber a dónde te llevará el viento disfrutas del viaje y cada uno según como le manda el instante, se convierte en viajero puro. Viaja por viajar. Hay muchas clases de viajeros, yo era uno cuando cantaba a la «Belle» y otro cuando no tenía ganas de hablar. Y ninguno de los dos tenía prisa.

Pero, cuando divisas tierra, quieres llegar. El viaje es una incomodidad, se odia la brisa suave y las horas se alargan como si el tiempo fuera distinto del anterior. Te pones nervioso, miras al reloj, oteas con el catalejo la costa queriendo descifrar sus secretos… y no ves nada: Sombras de las quebradas, luces de las cumbres. Y recorres el barco de arriba abajo controlando todo no sea que este momento sea el elegido para zafarse un cabo… Y no ocurre nada, el barco sigue su lento cabeceo acercándose a tierra despacio, terriblemente despacio mientras te contesta con sus sonidos a las preguntas que no le haces: -«Ssshhah, Ssshhah…»

Decidí dar la vuelta a la isla por el norte ya que así tendría siempre el nordeste suave a mi favor y, además, siendo la parte más baja de la isla sería más probable encontrar algún puerto.

Y así se me pasó el día, entre nervios y observaciones, primero acercándome a la isla y luego sin encontrar un refugio que me pareciera seguro. Al caer la tarde el sol se puso tras las colinas. El mal humor se apoderó de mi otra vez. Me había acostumbrado a la seguridad de no tener tierra en cientos o miles de millas y ahora sentía una inquietud que me incomodaba. Volví a hacer la capa. La «Belle» notaba mi humor y permanecía en silencio. Dormí mal, a ratos cortos y subiendo a cubierta cada vez que me despertaba. Me pareció ver alguna luz en la costa nordeste pero no pude comprobar su existencia. Trataba de oír con inquietud rompientes o algún otro ruido que me diera una indicación de mi situación con respecto a tierra… pero solamente una oscuridad más profunda donde se perdían las estrellas me decía que la tierra estaba allí.

Al amanecer la costa se había alejado de mí bruscamente, cambié de bordo y me acerqué a tierra. Unas dos horas más tarde estaba delante de lo que parecía un puerto de pescadores bien abrigado y allí me dirigí con todo el trapo izado.

A unos doscientos metros de tierra largué el ancla con bastante cadena y dejé que su brusco frenado aproara el barco al viento al mismo tiempo que afianzaba el hierro. Posiblemente fue una imprudencia pero disfruté como un chiquillo con aquella exhibición de maniobra ante unos pescadores que me miraban con el asombro del que ve una aparición… y yo lo era.

Antes de media hora sentía el balanceo casi insoportable de la tierra bajo mis pies. Quería beber agua y comer fruta. Y bebí y comí. Y la tierra, poco a poco, se fue aquietando.

Fui la sensación del poblado y todos querían ayudarme de algún modo. Se organizó una fiesta que duró hasta bien entrada la tarde. Cuando volví a la «Belle» estaba un tanto achispado por el aguardiente de los nativos. Ella me preguntó:

-«¿Gluhuh gluhah?»…

Y por todo comentario yo le contesté:

-¿Sabes que no están tan mal las negritas?»

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