Ápeiron

Ghost of the past

Como en las novelas antiguas, en las que al principio de cada capítulo se explicaba lo que ócurría… «En el que se aclara casi todo y se cuenta algo de lo que sucedió varios años más tarde». La verdad es que quería dejar pasar más tiempo antes de publicarlo, para que corriera su suerte como ente independiente.

Ghost of the past
Ahora vuelvo a puerto. Ha anochecido y el mar está en calma, hará una agradable noche de otoño. He puesto el barco a 15 nudos para dejar atrás a los tiburones y el monótono ronroneo de los dos motores y los rítmicos choques de los pantoques, al romper las olas, me relajan. Hoy no he pescado ningún marlín y he perdido una buena caña, pero he arreglado otros problemas. Me siento relajado. Pienso y mis recuerdos, viejos y nuevos se mezclan.En mi vida, lo normal es que pasen los días sin que ningún pensamiento extraño altere la rutina del trabajo ni la del trato familiar. No sé si eso es vivir, pero sí sé que es fácil acostumbrarse a esa calma un poco boba y me molesta que algún suceso me saque de ella. Vivo en una población pequeña. Veo a las mismas personas en los mismos sitios a las mismas horas y encuentro agradable saber a quien voy a saludar en el próximo minuto.

Casi siempre soy el sujeto paciente o estático de la rutina, pero, de vez en cuando, tengo una idea, un deseo, una ocurrencia, algo capaz de hacer decir a quien me oye: “¡Qué ocurrencia!”, usando ese sustantivo que califica tan bien a los pensamientos exóticos, a las travesuras, a lo fuera de lo normal.

Es un placer sencillo, pero profundo, hallar en quien te acompaña una respuesta positiva: Encontrar la complicidad para salir corriendo a las 7 de la tarde de un jueves a ver si se consiguen entradas para una función, que empieza a las 9, en un teatro que está en la ciudad, a cincuenta millas, en un lugar de tráfico endiablado y aparcamiento difícil, olvidando, a conciencia, que volveremos tarde y el viernes habrá que llevar a rastras el cuerpo todo el día. Es maravilloso encontrar a alguien que nos siga en lo venialmente irrazonable, porque, en lo profundo de lo ilusorio, creemos que nos seguiría en lo irrazonable de verdad, en lo mortalmente irrazonable, sólo porque quien te oye te ama. Y ese “mortalmente” significa que queremos morir, el uno por el otro. Es una expresión de la pasión, esa que arde como una mecha lenta. Esa que produce el eco a las propuestas locas. Ese fuego interno que dura años. O que quisiéramos que durara. O que aparece y desaparece. Al que se cuida como hace el que sopla la mecha de yesca para que se avive.

Hay otras pasiones, como la pasión que es como una explosión que rompe, que destroza, que no calcula las consecuencias. Pero entonces no hay tiempo de ir al teatro, ni de hacer un viaje. Fuego que todo lo quema. Entrega absoluta sin más final que la amargura. Sólo algún egoísmo, que siempre queda, trata de salvar, en las cenizas, algo de lo construido con otras pasiones. A la postre, cuando se tiene suerte, queda solamente algo oscuro, gris y de superficie áspera, como el hierro forjado. Cenizas de “old flames”.
Por supuesto que pensaba en amores, pero no descarto la amistad. Los sinceros, los que no podemos presumir por escrito de amantes, podemos recibir o hacer llamadas “en medio de la noche”: a un amigo al que hace mil años que no vemos, o quince, o cinco. No, cinco años son pocos, tal vez aun parece lógica nuestra llamada. Quiero decir después de un tiempo lo suficientemente largo como para que nos hayamos convertido en una memoria vaga de la que no se sabe ningún detalle concreto.
– ¡Hi Jack! ¿Sabes quien soy?

No, no es un secuestro pero tampoco Jack nos recuerda de modo inmediato. Rebobina en la memoria, descarta acentos, timbres. Ya no figuramos en sus listados de personas importantes, que le importan, que le aportan algo. Somos un “Gost of the past”, un fantasma del pasado, ya no hay amor, que ha sido sustituido por otros amores, y el viejo interés por nosotros puede estar en contra de intereses más vivos.

Por fin nos reconoce pero su tono de voz es casi de desilusión, o de miedo. Sentimos que quiere preguntarnos: ¿Qué pasa? ¿Qué cataclismo cósmico ha ocurrido para que una voz olvidada venga a despertarme? ¿Qué amenaza me trae?

Y entonces uno hace una propuesta loca: Voy a estar dos días en New York, ya sé que tu estás en Cinccinnati, pero: ¿Por qué no te vienes y nos vemos?

Y se me ocurre esto porque a mí, si tuviera algún amigo de verdad viviendo a tres mil millas de mi casa y a quinientas de un sitio al que nunca voy, si yo viajara allí tal vez se me ocurriría hacerlo: llamarle y hacerle una propuesta loca. Uno debe ser consciente de sus propios defectos.

Pienso todo esto porque me gusta explicarme las cosas que pasan, y entenderlas, como si comprender fuera lo mismo que deshacer lo mal hecho. Justificar, llegar a la conclusión de que no fue posible actuar de otra manera. Justificar: creer que uno es justo, más que admitir que todos lo son. Justos o encadenados por el destino.

Y cuando comprendo las cosas siento como un placer tranquilo. Casi no me importa el esfuerzo que he hecho, cómo he debido cambiar mi opinión. Una vez hechas y comprendidas, entierro en el fondo de la memoria las cosas que no quiero pensar, ni recordar, aunque no deje de saberlas.

Ahora debería explicarme por qué las cosas que se quedan enterradas en el alma, cuando surge la ocasión, brotan de nuevo. Debe ser que son como las semillas de esas plantas salvajes que se secan y desaparecen al final del verano pero renacen con fuerza con las primeras lluvias de la primavera. Y más, porque donde había una planta nacen mil, y llenan el terreno y ahogan la buena simiente, y parece que no sea posible deshacerse de ellas, sino dejar que quede baldío el campo, que sea como ellas quieren, no de otro modo.

Y muchas de esas cosas fueron, en su momento, admitidas, toleradas, tal vez queridas… en función de un cálculo largo y meditado cuyo resultado era que merecía la pena pagar un precio por lo que se conseguía.

Por ejemplo en el amor. ¿Merece la pena soportar todo lo que no nos gusta, lo oscuro de la persona amada, para conseguirla?

Muchas veces sí. Otras veces no. Y con el paso del tiempo y el cambio de las circunstancias: unas veces sí y otras no.

Yo soy una persona pacífica, odio la violencia. Lo que más me gusta, como se ve, es repensar las cosas, recordarlas y comprobar que lo que hice estuvo bien hecho. Y no es que haya sido fácil siempre. No quiero involucrar a otras personas, ni echar la culpa de lo que ocurre u ocurrió a nadie. Por ejemplo, Ruth, mi mujer, prefirió en un cierto tiempo a mi mejor amigo; bueno, creo que lo prefirió siempre, pero él no fue leal con ella, de hecho, la dejó embarazada y la abandonó. Poco más tarde, mi mejor amigo desapareció de la región sin que nadie supiera que había sido de sus huesos.
Así fue. Vivimos en un pueblo pequeño en donde los escándalos eran y son infinitamente mayores que en una ciudad. Yo seguía enamorado de ella. Durante un tiempo los chicos de mi edad se metieron conmigo, porque Dick no solo había burlado a Ruth, sino también un poco a mí. O un mucho. Bien estaba que, en buena lid, me hubiera birlado a la chica de mis sueños, pero si lo hizo sin quererla y pasando por encima de mi amistad…

Pero crecimos muy deprisa y todo pareció olvidarse. No habría pasado un año cuando murió el padre de Dick, y su madre y su hermana se fueron a vivir al Canadá con un pariente de la madre o algo así. Y la ausencia de toda esta familia pareció cambiar el paisaje completo del pueblo.

Pero yo no me había olvidado, yo no. Pensé y repensé que era lo que podía hacer. Quizás hoy parezca todo sencillo y normal. Por lo menos es frecuente, pero yo hablo de los años sesenta. Así que asumí que valía la pena servir de… Bien, hacer que todo se arreglara. Ruth nunca me mintió: no estaba enamorada de mí ni nada parecido, pero yo le ofrecía una vida digna que era mucho más de lo que podía esperar si se quedaba en el pueblo y algo mucho menos arriesgado que si se iba a una gran ciudad con su hijo a cuestas. Además, sin duda, me tenía un cariño importante, que aumentó cuando primero comencé a sacarla de su encierro y más tarde y muy seriamente le propuse que se casara conmigo.

O sea que admití una parte de su lado oscuro, que no me quisiera, porque yo sí estaba enamorado y mi amor necesitaba satisfacción.

Y es verdad que el amor de verdad surge del trato, y así han pasado dieciséis años. Tuvimos dos hijos más y para mí los tres fueron iguales. Y fuimos felices, con esa felicidad pequeña de lo cotidiano, que tal vez no admite, o raramente lo hace, locuras veniales.

Y para entender mi historia no se requiere nada más. No está todo dicho, pero solo faltan detalles, lo accesorio. Lo fundamental si es así. Nadie necesitaría saber los nombres ni los lugares ni por que nos conocíamos para comprenderme.

Nos iba bien. Mi pequeña finca familiar producía lo suficiente para llevar desahogadamente nuestra sencilla vida. Ruth heredó también una pequeña fortuna. Pudimos comprar una casa hermosa y grande. No somos aficionados a movernos del pueblo pero el mar está allí, a menos de veinte millas, tenemos ésta bonita motora y en verano recorremos la costa arriba y abajo, pasando alguna noche en otros pequeños puertos cercanos. Muchas mañanas de primavera y otoño, cuando el marlín pica, antes del amanecer, yo salgo a pescar, unas veces solo, otras con algún amigo.

Y un día, hace dos semanas, sonó el teléfono. La voz era vagamente conocida, pero no era nadie inmediato. Poco a poco reconocí el timbre, el acento, la risa: Dick, mi mejor amigo había vuelto. Y todas las cosas malas que había olvidado volvieron a la actualidad.

No sé si se sabe como es la pesca del marlín. Es un ejercicio violento. Normalmente se pone el piloto automático con un rumbo fijo y a unos cuatro nudos de velocidad se comienza a recorrer la zona que se quiere batir. Algunos usan cañas fijas al casco del barco, pero lo emocionante es atarse en una silla especial fija a la cubierta de popa y usar una caña metida en un alojamiento tubular al pie de la silla y sujeta con ambas manos. A más velocidad también pican, pero, si te has descuidado con el freno del carrete, el tirón puede romperte una muñeca y casi arrancarte del sillón.

Cuando el marlín pica se puede llevar doscientos metros de sedal, pero entonces el pescador lo retiene, tira de la caña, cobra carrete, o larga si encuentra exagerado el esfuerzo. Esta maniobra se repite una y otra vez, tratando de acercar a la presa. Debe agotarse al marlín antes de poder traerlo al costado del barco e izarlo a bordo. Muchos prefieren rematarlo con un arpón o de un disparo antes de cobrarlo, a mí me gusta subirlo vivo a bordo, es la parte más emocionante, aunque no la más peligrosa. Con un tirón seco salta la fijación del cinturón que sujeta a la silla, rápidamente se lleva la caña al costado más favorable, normalmente babor, y con un “cocle”, aparejo que es un anzuelo enorme firmemente sujeto a un mango largo, se sujeta al animal y se le sube a bordo si se puede. El mismo “cocle” tiene junto al anzuelo una argolla en la que se puede enganchar un pequeño cabrestante para izar la pieza, si por su peso no se puede a mano.

El ideal es pescar un pez de unos treinta o cuarenta kilos. El tirón inicial es potente y la última parte del lance puede hacerse sin auxilios mecánicos y se puede sentir la violenta resistencia del pez y la satisfacción de haberlo vencido con tus propias manos.

El ideal es el ideal, pero: ¿Quién quiere el ideal si hay marlines más grandes? Dicen que los hay de seiscientos kilos. El tirón debe ser terrible…

El peligro son los tiburones. Suelen verse atraídos por el alboroto del animal herido, lo persiguen sin atreverse a atacarlo mientras está pleno de fuerzas, pero cuando agotado se queda casi inmóvil en el costado del barco algunos le atacan. Si hay varios, que es lo normal, todos enloquecen, y pueden destrozar el trofeo en muy pocos segundos. Es imaginable lo que le puede ocurrir al pescador que caiga allí.

La inteligencia de los tiburones es extraordinaria, si durante varios días se bate la misma zona, a la hora oportuna te están esperando. Siguen al barco de lejos y, a veces caen en la tentación de comerse la carnada. Pescar un tiburón también es bonito, pero no es eso a lo que se sale. Cuando se les ve, debe prestarse atención y terminar rápidamente el cobrado de la pieza, si uno quiere llevar de vuelta algo más que un esqueleto de marlín. Últimamente estoy encontrando una bandada de ocho o diez tiburones, más pequeños que los comunes pero mucho más agresivos. Parecen conocer el ruido de mi motor y apenas estoy a unas quine millas de la costa comienzan a seguirme. No, no los confundo con delfines porque si encuentran un banco de bonitos lo atacan y, al comer, enseñan sus panzas blancas. No he tenido problemas porque no he pescado nada.

La llegada de Dick alteró nuestra tranquila vida. Yo no le dije a Ruth nada de la llamada. Pero este secreto me incomodaba. Pasé una tarde taciturna y un día extraño, sin saber que hacer. La cuestión se resolvió sola: Al día siguiente de la llamada, alguien le dijo a Ruth que Dick había vuelto, y cuando llegué a casa por la tarde, la noticia fue el primer saludo que recibí. No sé si por generosidad o por despiste mi mujer no pareció recordar la llamada de la tarde anterior. Posiblemente porque algo, en su interior, que hacía brillar a sus ojos, no la dejaba pensar con claridad. Pero de ese sentimiento interior no me dijo nada: todos tenemos nuestros secretos.

Dick estaba viviendo en Plainfield, a no más de 15 millas de Little Town, y seguro que a cualquier hora era fácil que un paisano le trajera o llevara en auto stop.

La verdad es que creo que no se atrevió a venir a mi casa. Después de mi llamada debió realizar otras y alguien le puso al día de la situación y eso debió hacerle explicarse mi frialdad. Pero sí vino al pueblo; al pasar con el coche le vi cerca del bar de Stephen, y otro día hablando en la calle con la viuda Moth, que había sido amiga de su madre. Otra vez me pareció verlo cerca de mi casa, y por ese camino no se va a ningún otro lado, pero ya estaba oscuro y no se me ocurrió pararme a comprobarlo.

No habían pasado cinco días Dick me volvió a llamar, quería hablar con Ruth, y que nos viéramos y ver a su hijo. Le dije que no era posible lo primero y sobre lo segundo que me llamara al trabajo. Acepté verle en Plainfield.

Estaba muy delgado, los huesos de la cara se le marcaban y tenía un brillo especial en la mirada, como algunos enfermos. Su aspecto general, desaliñado, me hizo compararle con la imagen del fracaso. Traté de adivinar el por qué de su vuelta, pero no se lo pregunté. Había quedado en la esquina del hotel, el único de Plainfield, y más bien tarde. Escogí la hora para que estuviera oscuro: no me apetecía que me vieran con él y volver a ser el centro de todos los comentarios de Little Town. Me despedí pronto, aunque él quería que le contara más y más cosas, mejor, que le contara alguna cosa, porque no le conté nada. Casi sólo le oí hablar de lo mucho que quería a Ruth… y a mí. Su insistencia en que fuéramos a un bar, que nos viéramos con más tranquilidad, que pasáramos “todos” juntos unas horas, una agradable velada me sonaba a amenaza. Su presencia, esa reunión, lo único que podía causar era un desastre en mi vida.

Se había hecho noche oscura. Le dije que tenía que volver. ¿Cuándo nos vemos?, me preguntó. ¿Dónde podía yo encontrarme con él lejos de miradas indiscretas?. En ese momento se me encendió una luz: El barco. Salir de madrugada, volver tarde, de noche. Con un poco de suerte nadie nos vería embarcar ni desembarcar. Yo conocía bien las costumbres de Mitch, el guarda del puerto, que nunca salía de su garita cuando veía mi coche pasar.

Entonces le hice la propuesta: -“Pasado mañana voy a pescar. Lo mejor para tener todo el tiempo que queramos es que te vengas conmigo, si te parece bien, y tendremos todo el día para explicarnos cuanto queramos. Te puedo recoger aquí mismo a las 5 pasado mañana.”

Y dijo sí.

Tampoco era tan grave. Pensé alquilar un coche. No usar el mío. Al final la presencia de Mitch me aconsejó llevar mi 4×4, bien grande y bien conocido. Y en Plainfield a las 5 no hay un alma por la calle.

Anteayer se me hizo eterno. No dormí después del encuentro. No dormí la noche de ayer.

Dije que iba a pescar solo. Era normal. Este otoño lo he hecho decenas de veces. Me levanté muy temprano. Ruth dormía.

Si, creo que no nos vio nadie en Plainfield. Mitch ni se despertó.

Había tiburones. A 7 nudos casi no seguían la carnada. Picó el mayor marlín de mi vida cuando yo estaba llevando el timón.

Di un tirón seco del cinturón de seguridad.

Ahora vuelvo a puerto. Ha anochecido y el mar está en calma, hará una agradable noche de otoño.

 

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