LOS UTOPISTAS 2. La resistencia de Ernesto Sábato.

Ahora tocaría dedicarle una necrológica a Sábato. Es una pena que sólo seamos capaces de dedicar buenas palabras tan sólo a los muertos. Y es que esto es lo que ocurre: que los muertos nos suelen venir de uno en uno, mientras que los vivos se nos agolpan y acumulan igual que se nos van hacinando los muertos en un gran cementerio. Y no conseguimos dar a basto. Los muertos saben morirse en el momento exacto en qué empezamos a hablar bien de ellos. La muerte produce magnificos conciertos de alabanza, abrazos fraternos y exultaciones de paz. ¿Pero cómo saber cuándo podemos empezar a hablar bien de los vivos? Los muertos, como las madres, son siempre ciertos; los vivos, en cambio, pueden llegar a engañarnos. La muerte nos da ya esa certidumbre que nos sentencia al oído: “ya puedes pronunciar tu discurso, ha llegado la hora del panegírico y de la oración y del sermón fúnebre, y el muerto ya no tiene derecho a réplica”. Sin embargo creo que es bueno dedicar unas palabras de salutación a los que se van a despedir. Quien sabe dedicar buenas palabras a los muertos, demuestra que ya sabía apreciar sus palabras y obras mientras estaba vivo. El aprecio del muerto es el mismo aprecio que se le tenía al vivo, pero todo mucho más condensado y sintetizado y ajustado. Aquí hay que recomponer de otra manera la vida del muerto. Lo bueno de la imaginación es que podemos poner del revés el mundo, lo podemos poner patas arriba para que se nos caigan encima cosas que antes no llegamos a descubrir, ni siquiera a sospechar. Imaginar es mostrar con los ojos del espíritu lo que nuestros desorbitados ojos de la frente no aciertan ni a ver. Igual es ahora buen momento para que se nos caiga encima algún informe Sábato sobre el más allá de las torturas y las desapariciones. Quizás es buen momento para que Sábato nos revele cuál es el secreto de los pobres diablos torturados y de los crueles diablos torturadores; quizás ahora Sábato podría divulgarnos el secreto de su resistencia durante casi un siglo en ese gran campo de concentración en que a veces se nos convierte el mundo: “que el mundo es horrible es una verdad que no necesita demostración –nos asegura el protagonista de «El tunel»-. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un expianista se quejó de hambre y entonces le obligaron a comerse una rata, pero viva”. More…

Las necrológicas nos sirven para recordarnos que el mundo por el que anda el hombre es un mundo muy delicado y frágil. En cualquier momento puede perder el equilibrio y romperse la crisma. O el mismo mundo puede hacérsele añicos. Es un mundo que parece del derecho, pero al que el más mínimo soplo puede hacerle volverse del revés. Es el mundo en el que nos acordamos de los seres que queremos y apreciamos cuando nuestro recuerdo ya no les sirve para nada. Nos ponemos a llorarles cuando quizás tendríamos que reirnos de la gracia de la muerte. Porque la muerte además de tener la gracia de la risa, tiene la gracia de la belleza, de lo que está bien hecho y pone el mundo del revés o del derecho. Lo bello siempre nos conmueve arrancándonos una sonrisa. Es la sonrisa con la que algunos sonreímos a los muertos. Sabemos que los muertos, a diferencia de los vivos, están bien hechos, están hechos de la misma pasta que la muerte. Y por eso nos reímos de la muerte, porque a la muerte le da por ponerlo todo del revés, y no hay más remedio que reirse cuando todo anda cabeza abajo. El momento de la muerte es ese momento en que el difunto reina por fin entre los vivos, y va presidiendo el séquito de deudos, y a todos nos toma la delantera , justo en el mismísimo momento en que los vivos hemos superado al muerto, lo hemos arrollado ya, devorado, incluso piadosamente lo hemos echado de pasto a los gusanos, al fuego liberador. Comienza el momento de la trituradora, el momento de la verdad, de los grandes contrastes con que nos ciega la muerte. La muerte es lo que se ajusta a derecho, lo más recto que somos capaces de encontrar dentro de nuestras torcidas vidas.

Así que para esto nos vale el mundo de la imaginación. Estaría bien que el mundo pudiera ponerse de vez en cuando del revés y mostrarnos su cara oculta. Un mundo como ese que nos narra Scott Fitzgerald en “El extraño caso de Benjamin Button” o Alejo Carpentier en el “viaje a la semilla”, donde el protagonista nace ya viejo, y a medida que va creciendo se va desnaciendo y haciéndose joven, en un eterno desencuentro con todas las generaciones que le acompañan, como si ambos, el mundo y su vida, fueran líneas paralelas que van recorriéndose en sentido contrario. Estaría bien que los hombres llegáramos al mundo con nuestro inmejorable curriculum debajo del brazo, y así no tendríamos que correr con la lengua fuera por la vida en busca del puesto marmóreo que nos espera en el cementerio. Entonces las buenas palabras que oíriamos con motivo de nuestra llegada al mundo nos darían aliento para el resto de la vida que nos quedase por vivir o por morir. En vez de llorar, naceríamos riéndonos a carcajadas, y lo primero que escucharíamos de los labios de nuestros padres sería el nombre escrito por los hados en nuestro viejo curriculum. En él estaría escrita también la fecha de nuestro deceso y podríamos someter nuestra vida a obra de arte y hermoso cálculo. Sabríamos a qué atenernos. Viviríamos una vida apartada del estrés que nos impone el destino de vivir sin aliento y sin estrella, pues cada uno ya llevaría su propia estrella fulgurante o apagada en el centro de la frente. Sería bueno vivir de esa manera tan poco codiciosa, sabiendo que no debemos ambicionar aquello que nunca conseguiremos, y sabiendo que sólo podemos aspirar a una trayectoria limitada por nuestros propios talentos. Llevaríamos así a la perfección la máxima pindariana de llegar a ser el que ya somos. Nuestra vida consistiría en llegar a merecer el hombre nuevo que un día fuimos. Sería bueno vivir de esa vida tan poco trabajada, sabiendo que no hemos de cuidarnos por las cosas que tarde o temprano acabaremos consiguiendo, tal como había profetizado el oráculo en forma de curriculum que traeríamos debajo del brazo, si pudiéramos nacer en ese mundo al revés. Un mundo en el que llegaríamos ya con todos los títulos desplegados y las condecoraciones en el pecho, con todas nuestras conquistas y posesiones, y de los que nos iríamos despojando a medida que fuéramos desnaciendo. Un mundo en el que empezaríamos a declinar nada más parirnos, dando un salto hacia atrás, en vez de hacia delante, un salto en el que iríamos perdiendo poco a poco nuestras conquistas y posesiones, para llegar a ganar la verdadera pobreza que representa la muerte. Nuestra máxima riqueza. A esa muerte que nos esperaría en el mundo al revés, no nos llevaríamos nada. Llegaríamos verdaderamente desnudos, tal como dice Machado que andan los hijos de la mar, tal vez más sencillos, menos aparatosos, iluminados por la filosofia de la desposesión y el desapego. Mucho habría que ganar y nada que perder en esa venida a un mundo al revés. Pues todo aquello que habríamos de perder ya lo tendríamos ganado con nuestro partida de nacimiento. Ahí estaría la página en negro y emborronada y el libro cerrado de nuestra vida. Sólo tendríamos que abrirlo por la página final donde se nos cuenta el principio de toda nuestra historia. Sería bello ver cómo la muerte nos sorprendería pariéndonos. Sería la mejor manera de hacernos el muerto y de hacer el amor con la muerte, esa caminata traviesa que nos permite avanzar por la vida en eterna desposesión de todo lo ya conseguido, y, en incesante cúmulo de fuerzas, irnos rejuveneciéndonos hasta abandonar el mundo en el puro llanto de nuestro parto, como si todavía después de nuestra muerte, fuéramos a prometer lo que ya hemos cumplido en vida. Y ahora que escribo esto me doy cuenta  que apenas he hablado sobre Sábato: es que sé muy poco de Sábato, para qué decir mentiras delante de un muerto, pero me hubiera gustado saber un poquito más mientras estaba vivo. No podemos dar abasto con ellos. Hay que esperar a que se nos mueran para atenderlos. Alguno ya se ha apresurado a enterrar a Sábato antes de tiempo y a afirmar que ya nadie lo leía ni le apreciaba. Que había perdido su fama entre los escritores. Sólo Saramago le apreciaba, nos recuerdan. Será que el que esa necrológica escribe aspiraba a recoger su fama. Es la única manera que tienen los escritores fantasmas de convertirse en escritores vivos, buitreando su cadáver antes de morirse, despellejándole con la lengua en el día del juicio final, enterrándole en olvido para que no resucite y le arrebate su puesto de escritor en el olimpo. La mezquindad de los vivos para con sus muertos ilustres revela más que ninguna otra cosa lo muertos que anda por la vida algunos de esos vivos, lo encanallados que andamos todos. Dedicarnos a los muertos es una manera profunda de abordar su vida. Yo quería centrarme sólo en una obra de Sábato “La Resistencia”, algo que ya iba a hacer antes de enterarme de su fallecimiento. Debía ser un escrito de continuación a “La Indignación de Stephane Hessel”. Aunque no me importaría haber escrito una reflexión sobre la maravillosa novela que fue para mí el tunel. Las grandes novelas son capaces de provocar páginas y más paginas con infinitos comentarios. Ese es el caso del tunel. No voy a aburrir aquí con mis comentarios sobre uno de los personajes de novela más vivos que recuerdo. Así se puede morir en paz un novelista, sin que le importe que otros novelistas se apresuran a enterrarlo. Baste dejar aquí la primera frase de su novela, con la intención de que alguien la lea y la quiera seguir leyendo y la quiera completar con el resto de la novela que no puedo dejar aquí. “Bastará decir que soy Juan Pablo Castell, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no necesitan mayores explicaciones sobre mi persona”. Sin embargo Juan Pablo Castell quiere desnudarnos su corazón y sus tripas,  y explicarnos los motivos de su crimen, y nos escribe la novela de su bella, apasionante historía de amor. Un gran amanuense Ernesto Sábato.

Pero hay que volver a “La resistencia” de Ernesto Sábato. Ni Hessel en “!Indignaos!, ni Sábato en “Resistencia” abordan el asunto de la utopía –es curioso notar que la palabra es escasamente mencionada en ambos libros-, y sin embargo se colocan ya en el umbral de este lugar inexistente, pero que creemos merecedor de existencia. Para empezar a imaginar un mundo utópico es necesario indignarse primero por el desajuste y torcimiento del mundo distópico en que nos movemos; tenemos antes que resistirnos a aceptarlo. Como ya demostró Platón, es hombre esclavo quien acepta su lugar bajo las cadenas del mundo. Quien no es utópico está condenado a ser atópico, a vivir en el limbo de los bobos y de los ofuscados. La indignación y la resistencia encarnan, pues, la actitud que nos puede encaminar hacia el mundo de la imaginación en que se proyecta la utopía. Tenemos que llegar a imaginar un mundo utópico si no queremos perder nuestra condición humana, si queremos dejar de ser hombres cavernarios. Tenemos que poner del derecho el mundo al revés que a todo hombre le va a tocar vivir. Tenemos que llegar a imaginar el mundo en que nos gustaría vivir para poder llegar a detestar mejor el mundo que nos impide ser. La utopia no se dedica tanto a imaginar un mundo, como a señalarnos una ética manera de ser, una nueva forma de vida, el nacimiento de toda una antropología. El hombre no está en los orígenes, sino que nos aguarda bajo la obra de nuestra propia mano; la antropología humana no nos viene dada, más bien nos la habemos de dar. No está en el hombre viejo que nos trajo al mundo, sino en el hombre nuevo que tenemos que forjar.El hombre tiene una naturaleza más bien vaga, con  una joven historia y un largo proyecto emancipador.

Dentro de ese proyecto emancipador que se sitúa en el umbral de la utopía, podría colocarse el mensaje que trata de inculcarnos Ernesto Sábato en su libro “Resistencia”, escrito en 2000, cuando estaba a punto de cumplir 90 años. Y esto es lo que lo emparenta con el libro de Hessel, el ser el fruto de un nonagenario que no quiere ser complice del mundo canalla y cobarde que está a punto de dejarnos en herencia. Y por eso nos anima a la sublevación. Por dos motivos, porque ese mundo sin valores y sin corazón le subleva, es decir, le indigna. Y porque de este mundo hay que sublevarse, o sea, rebelarse, antes de que nos acabe por pervertir del todo, por avasallarnos y por esclavizarnos. Para Sábato la posibilidad de una vida más humana está en nuestra mano. El que podamos vivir en un mundo más humanizado depende de nosotros y sólo podemos salvarlo de la deshumanización cultivando los valores del espíritu. Fue precisamente la percepción de este mundo deshumanizado que le estaba tocando vivir, lo que hizo que desertara del prometedor puesto que le aguardaba como científico. Renunció a su beca de investigación en el laboratorio Curie en Paris, regresó a Argentina y se dedicó a la literatura. Su postura queda explicitada en su primer libro “Uno y el Universo”, donde explica las razones que motivaron su adios a la ciencia. Más que traición a la ciencia, definía su deserción como una fidelidad a su condición humana. Y es precisamente esta pérdida de condición humana lo que Sábato denuncia en su libro “Resistencia”. A sus noventa años, Sábato observa alarmado que el mundo está cambiando para mal. Que es más difícil dialogar con las personas, que cada vez el hombre se vuelve más autista e incapaz de reconocer el mundo que le rodea, que se está perdiendo la capacidad para mirar y ver lo cotidiano. Sábato se pregunta, sin salir de su asombro, por qué en todos los cafés hay un televisor o un aparato de música a todo volumen que no deja escucharse los unos a los otros. Sábato comienza a caminar por las cada vez más feas y ruidosas calles de su ciudad con tapones en los oídos. Sábato cada vez vive más esceptico; ¿en qué cree, entonces, Sábato?. En algún momento nos desvela su dogma de fe: Sabato cree en los cafés, en los diálogos, en la dignididad de la persona, en la libertad. “Siento nostalgia, casi ansiedad de un infinito, pero humano, a nuestra medida”. Pero el mundo en que malvive Sábato los últimos años de su vida es un mundo chato, vergonzoso. A Sábato le averguenza este mundo que está a punto de dejarnos y que él mismo a ayudado a construir, tal como le pasa a Stéphane Hessel.

Pero a Sábato no sólo le averguenza la inhabitalidad del mundo en que vive. También mira el hombre y ve su corazón desahabitado. Le averguenza que el hombre actual haya perdido su capacidad de avergonzarse; le averguenza, en suma, la pérdida de los valores, el desprecio de la dignidad y del altruismo. Para Ernesto Sábato los grandes valores que dieron sentido al hombre, incluyendo aquellos que nos inspiraron las religiones y el arte, están desapareciendo porque el mundo desarrollado en el que vivimos está despreciando los valores trascendentes y comunitarios. El tiempo de la vida está siendo fagocitado por el tiempo sin alma de los relojes. No hay lugar ni para el rito, ni para el mito, ni para el ocio creativo. El tiempo utilitario y productivo nos va convirtiendo en uno de sus engranajes, y el consumo estupidizante de la televisión aniquila toda posibilidad de juego. Y es esta critica que hace Sábato a la televisión uno de los sonsonetes de su denuncia. No sólo se pregunta por qué en todos los cafés hay un televisior, sino que echa a la televisión la culpa de que nos embote la sensibilidad para mirar y ver lo cotidiano y lo que nos rodea. Sábato critica con gran saña la sobrevaloración de la diversión en las sociedades contemporáneas, como ya lo hicieran Ortega y Adorno medio siglo antes. Sábato critica el abuso en la televisión de esos programas divertidos en los que todo se banaliza y no sirven más que para degradarnos “como si habiendo perdido –dice, la capacidad de grandeza nos conformaramos con una comedida de regular calidad. Esta desesperación por divertirse –augura Sábato- tiene sabor a decadencia”.

Aunque Sábato se describió a sí mismo como un hombre de pasiones, siempre tuvo la necesidad de frecuentar la filosofía para dar respuesta a los problemas que acosaban su espíritu. De esta inquietud filosófica nació su segundo libro de ensayos, dos años después de publicar “el tunel”. En esta obra titulada “Hombres y engranajes” trata de expresar lo que en aquellos años -1950- sentía con respecto a la ciencia y a la técnica. “El mundo crujía y amenazaba con derrumbarse –llegará a escribir posteriormente-. Campos de concentración que, paradójicamente, eran el estallido racionalista de una civilización que había sobrevalorado la razón; guerras que a su tradicional ferocidad unían una agresiva mecanización; juventud angustiada que buscaba en las drogas algún paraíso perdido; crisis de ideologías y un creciente pesimismo sobre el destino de la especie humana estaban engendrado el monstruo que había engendrado el fetichismo de la ciencia, desencadenando una abstracta pero siniestra fantasmagoría en la que el hombre de carne y hueso terminaba en el hombre-masa, ese extraño ser con aspecto humano, pero ya engranaje de una gigantesca maquinaria anónima”. Lo curioso es que cincuenta años después el mundo que nos pinta es muy parecido. Es probable que peor, pues a todo lo dicho anteriormente, hay que añadirle la degradación de la naturaleza por el daño ecológico, la superpoblación mundial y la creciente uniformización y eliminación de la originalidad que conlleva un mundo cada vez más globalizado. Para Sábato lo más duro de tragar resulta la conciencia de sufrimiento de millones de personas que viven en la miseria bajo nuestra anuencia. Pero no echa la culpa al sistema capitalista, sino que, a su juicio, se trata de una crisis basada en la idolatría de la técnica y en la explotación del hombre, una crisis en la que hace agua toda una concepción del mundo. Lo que más parece aterrorizarle a Sábato es el peligro que padece el hombre de convertirse en un autómata, si no consigue parar la espiral de velocidad y vértigo en que se ha metido. No le aterroriza tanto la miseria material como la espiritual. Ante este panorama, cree Sabato que es necesario tomar postura para salvarnos del abismo; trata de persuadirnos para que no seamos complices de un sistema que legitima la muerte silenciosa. Detesta la resignación que tratan de contagiarnos los conformistas. “Creo- nos arenga- que hay que resistir, ese ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra (…) ¿Se le puede pedir a la gente del vertigo que se rebele? Para Sábato la resistencia ahora se ha vuelto más difícil y hay que tratar, por tanto, de redefinir su significado. Una vida más humana sólo puede comenzar a labrarse mediante una reforma de la educación, pues el mal comienza por el individualismo y la competencia que nos transmiten los modelos educativos. Cada uno de nosotros «puede resistir, posee más poder sobre el mal en el mundo de lo que piensa. Si la bondad y la maldad nos resultan inabarcables es porque acontecen en lo profundo de nuestro corazón, nos dice. El hombre sólo se salvará del abismo si pone su vida en riesgo por otro hombre, comprometiéndose con la orfandad del ser humano». Fiel a la filosofía dostoyeskiana que impregna los personajes de sus novelas, Sábato nos recuerda que la vida es “un equilibrio tremendo entre el angel y la bestia, pero el hombre siendo capaz de las peores atrocidades, es a la vez capaz de los más grandes y puros heroísmos”. A pesar del pesimismo consustancial que le hacía teñir todo lo que escribía de cierto tono de desesperación, el mensaje que nos llega no es desesperanzado. Sólo es desesperanzada la visión del mundo, no la confianza en el hombre y en sus propias fuerzas. Su libro es un libro lleno de esperanza, pero una “esperanza demencial” ligada al hecho de que “algo grande pueda consagrarnos a cuidar afanosamente la tierra en que vivimos” A Sábato, que siempre parecía tener la sensación de vivir en un inmenso campo de concentración, y que conocía de los sinsabores de la gente que es obligada a comerse ratas vivas cuando tiene hambre, le hubiera gustado la definición paradójica que sobre el hombre nos presenta Victor Frankl en su libro “El hombre en busca de sentido”: ¿Y qué es en realidad el hombre?, se pregunta Frankl. El hombre que nos esboza Frankl es un hombre que se  parece mucho al que tratado de dibujarnos Sábato a lo largo de sus libros: el hombre es ese ser «que decide siempre lo que es. El ser que ha inventado las cámaras de gas y al mismo tiempo ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.”

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