Ápeiron

Máximas en favor de las máximas

Antes de dejar estas máximas, me gustaría justificarlas. Estas máximas nacieron como una ocurrencia para distraerme durante un aciago día de metro. Si hubiese empleado más tiempo en ellas, no me hubiera a atrevido a lanzarlas aquí. Aún así, sé que no dejan de ser todo un atrevimiento. No el escribirlas, que pensar tonterías es libre; sino el darles publicidad. Estas máximas son un poco falsas; me han salido mientras jugaba a fabricarme máximas. Las verdaderas máximas son irrevocables y salen, pienso, directamente del corazón, o por lo menos de algo que no es una nuestra parte cerebral. Ahí, probablemente, radica su hondura y su verdad. No tengo yo el corazón aquilatado para entregar este tipo de máximas. Nacieron, más bien, de un ánimo jugetón. Pero por medio del juego es como podemos acercarnos tarde o temprano a la seriedad de las cosas. Para que las cosas que deseamos acudan a visitarnos, es necesario invocarlas primero. Este es un ejercicio de invocación para ver si de verdad vienen las máximas. Pero no quiero ignorar que lo que esperan las verdaderas máximas es cumplirse en el silencio y en el corazón de uno -por lo menos, no en su parte cerebral-. Sólo en ese momento las máximas ya no nos serían necesarias. Y yo dejaría de dar la lata con mis máximas. Se trata de máximas que andan gritando sobre la necesidad que uno tiene de darse máximas. También de la necesidad que uno tiene de afinar la expresión de su propio pensamiento para que éste no ande descalabrado. No es un ejercicio para producir pensamientos, pero si para enderezarnos en la práctica del pensamiento.

(Me importa hacer un comentario, que no va dirigido a nadie en particular, sino al conjunto de los que en algún momento escribieron en apeiron, y que ahora han venido a dejarme solo. El comentario es el siguiente: -aquí empiezo a desenvolver arrugadas y trizadas servilletas de papel garrapeteadas con mis comentarios y a copiar lo que más o menos sigue medianamente inconexo, y que bien pudiera haber sido escrito por otro motivo o para otro público-:

«El hecho de que nadie nos conteste no significa que nadie nos escuche. Cuando alguien toma la palabra puede haber silencio, pero lo que no hay es soledad. El hombre rompe a hablar para dejar de estar solo. Resulta que cuando el hombre calla, los demás se nos mueren un poco. Así que hablamos para morirnos menos, para no asesinarnos mucho. Sólo a veces el durmiente ensaya a hablar en sueños; pero entonces ha dado ya un paso, mediante su sonambulismo, hacia el despertar que a todos anda esperándonos. Y de esta manera, comunicándose, sale de su orfandad. Podrá, al despertarse, no tener personas, pero tendrá en cambio cosas. Al hablar de las cosas, el hombre se comunica con ellas, y también les aplica el oído, y les toma el pulso, y las escucha. Y así logra tener mundo, porque a donde va le acompañan las cosas consigo. Sólo cuando el hombre logra comunicarse, el silencio que le responde está preñado de sus propias palabras. Pero cuando deja de comunicarse y calla, el silencio resulta estéril. Cuando el hombre calla, si no es en soledad sonora, resulta que las cosas le han abandonado, y le han dejado en solitud, con su submundo clausurado, vaciado de humanidad. Pero resulta que al abandonarnos las cosas, se llevan también consigo toda su belleza, lo bueno y verdadero que portaban , y nos cierran tras de sí la puerta de nuestro mundo clausurado. bueno, ésto último suena fatal, pero algo así. O sea, que no estoy de acuerdo con quedarme solo, que es lo que quería decir de una forma un tanto complicada.

MAXIMAS

– Hay que decir lo máximo con las mínimas palabras.

– La máxima no es sólo un texto mínimo; debe contener a la vez la extensión de todos sus contextos.

– Una buena máxima es aquella que no admite ninguna réplica.

– La buena máxima es el atajo que nos evita los largos discursos.

– La máxima no busca las palabras; simplemente, se las encuentra.

– El asiento natural de toda máxima no es el cerebro, sino el corazón.

– Aunque las máximas no entiendan de números, buscan su exactitud.

– Las máximas enrarecen el aire con el que respiran las palabras. Sólo cuando sobre ellas se cierne el vacío, alcanzan su sonido exacto: el del silencio con el que nos persuaden.

– La máxima se parece al verso en que da gran importancia al ritmo. Si no tiene pies, tampoco tendrá cabeza.

– Lo que nos proponen las máximas no es una meditación, sino una invitación a la acción.

– Las máximas sólo cobran sentido en el momento en que actuamos con arreglo a ellas.

– La elocuencia de las verdaderas máximas radica en su sinceridad.

– Toda máxima aspira a ser moral y a obrar en el obrar. Toda máxima, por tanto, debería rezar de la siguiente manera: «Obra de tal manera que…»

– Toda máxima debería ser lapidaria, hablar con la elocuencia de un muerto al que se le ha concedido el don de la palabra durante unos pocos segundos.

– Una buena máxima ha de tener la forma de un enigma que está dando ya la solución a ese mismo enigma.

– Las máximas son flechas que el pensamiento lanza para acertar en la diana, sólo que la diana ya estaba en nuestro pensamiento y nuestro pensamiento ya discurría como esa flecha.

– Se trata de acertar en la diana que nadie ve.

– La máxima es la solución a la pregunta que el pensamiento plantea.

– La máxima que no es capaz de movernos a la acción, cae en saco roto. Confunde la cáscara con el fruto.

– La buena máxima utiliza su elocuencia para lograr callarnos.

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