VAMPIROS

La chica volvió a entrar en la pensión de mala muerte donde se refugiaban desde hacia una semana, trayendo consigo el frío de la noche, la intemperie, la ruina de un barrio que iba a venirse abajo. Apenas saludó con una mueca: lo siento, me han dado el palo, nada más que he podido conseguir esto…; sacó de una bolsa de plástico las cervezas, más tabaco y la pipa que pronto iba a estar repleta de polvos y cristales. El chico estaba contento de volver a verla porque regresaba viva, impetuosa, más bella que nunca: se había quitado las dos cazadoras que llevaba encima, la gorra de lana beis, el bolígrafo azul con que liaba el moño, el pelo en mechas derramándose denso, ondulante hasta casi las caderas, y le había enseñado entonces el dedo malamente torcido, con desgarrones, todavía echando sangre y algo amoratado. Esto tiene mala pinta, le dijo el chico soplándole la uña, no quiero que te metas en más líos o acabarás perdiendo al niño. Se tocó la barriga asegurándose de que aún seguía ahí, sonrió después de varios días, dejó las cosas en la mesa carcomida, cajetillas, los mecheros, la pipa, las bolsitas en forma de canicas, botes de cerveza y se sentaron sobre la cama para fumar mirando la ventana.

Era todavía una mujer fuerte, lista, hermosa, el niño que esperaba tenía siete meses y apenas le quedaban unos días. Ella iba diciendo por ahí a todo el mundo que no llegaría a los ocho meses. Casi cada día se pasaba por urgencias (cosa de nervios, le decían los médicos, necesita llevar una vida más tranquila) y él se había quedado con ella sólo para que no perdiese al niño. ¿Pero quién podía sujetarla? Tres veces había escapado de la pensión aquella noche y siempre llegaba con un problema nuevo: un pómulo hinchado, una prenda que le habían robado, una lágrima en la mejilla porque le habían escatimado algunos miligramos. El empezaba a saberlo casi todo sobre ella, había contraído una enfermedad virulenta, algo irreversible y contagioso, no necesitaba alborotarlo en vano después de haberle mostrado algunos retazos de su vida durante aquellos días que llevaban juntos, pero el dedo lo tenía maltratado, se quejaba cada vez que él iba a tocarlo, y tenía que aliviarlo como fuera; la quería tanto… pero ni sus besos ni la pipa podían ya calmarla y hacía una hora que le había entregado el último billete que le quedaba en la cartera, así que cuando le mostró el dedo por segunda vez con medio gesto obsceno, fue incapaz de resistirse, se lanzó hacia él como si estuviera hambriento; intentó ella apartarse, protegerle: él con la mirada contesto que no quería, solamente tu dedo…, balbució. Ella hizo un movimiento retráctil, se le hincharon levemente los labios, los ojos se abrieron con un asombro que era un no, que era un sí, un tal vez, pero él ya no veía nada. Sólo aquel dedo incitante y que agarró al vuelo, lo mismo que un gato que ha encontrado una mosca adormilada, lo tomó entre los labios y los dientes, lo lamió, jugó con él, la tumbó en la cama y ya no opuso resistencia, toda la noche dejándose sorber el dedo como un pezón que se le da al niño para calmar su llanto y ella, de vez en cuando, dibujaba garabatos dentro de su boca, le escribía con el dedo letras de una ternura indescifrable mientras empujaba y amagaba y clavaba la uña en la carne, y él entonces iba masticando aquellas sílabas obscenas, tocaba la cúspide del dedo con su lengua políglota y notaba cómo la sangre no dejaba de manar, toda la noche circulando un hilillo de sangre que se le escurría entre los dientes, le iba anegando el paladar, le emborrachaba aquella sangre que venía desde lejos, remota y densa, que iba y venía y se le subía a la cabeza y le bajaba hasta los pies helados, haciendo que entrasen en calor, hasta que por fin los dos se quedaron dormidos con un sopor opiáceo. Cuando él se despertó, tenía los mofletes colorados, la piel tersa de haber dormido profundamente como un niño. Dejó de chupar, se apartó el dedo de la boca, la herida ya cerrada, la piel aguanosa y arrugada de recién nacido. Le dio un beso en la nuca después de retirarle el pelo, le abrazó los pechos; ella hizo un mohín y también se despertó. Nunca lo he sabido…, le susurró en secreto, nunca he sabido si la sangre sabe dulce o amarga. Ella escuchó aquello desde lejos, en principio no le había entendido bien, pero algo enseguida vino a estremecerla, se dio la vuelta con brusquedad, ojerosa, pálido el rostro, la mirada ausente en el cristal sucio de la ventana, el resplandor del sol temprano, la sombra roja llameando en la pared gastada, tenía ganas de llorar, pasó las manos crispadas por toda la extensión de su barriga, acarició el ombligo otra vez fláccido, viscoso, echó un poco el aliento como si se vaciase por completo: ahora por fin le venía de golpe todo aquel dolor ensordecido por el sueño y ya no le quedaba más que gritar y gritar y seguir gritando.

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2 respuestas a “ VAMPIROS ”

  1. Tupacalos dice:

    Inquietante, oscuro… extraño. Ya me gustará oir un comentario del autor

  2. Maria papelotes dice:

    Como buen filósofo te sumerges en el inconsciente de las almas con sufrimiento. Pero el dedo rompe toda la poesía.

    María papelotes

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