Mes: enero 2009

Un tema humano: la razón sin conciencia o el poder de la irracionalidad

           Érase una sociedad ampulosa que se juzgaba, no por lo que no le faltaba sino por lo que tenía, y tenía muchas cosas, más, muchas más de las que necesitaban. Érase una sociedad que se decía justa porque cada cual tenía lo que podía, y cuanto más poder más tenía, y así se llamaba libre porque todos tenían el mismo acceso al poder, y gracias al poder tenían. Por eso era una sociedad que podía ser feliz, porque lo importante era “el poder” serlo, y con esto qué más podían querer. Pero, apareció entre ellos un hombre sin poder, porque no tenía nada; andrajoso y pestilente le vieron moverse entre ellos. En la más absoluta perplejidad le miraron porque ese hombre no podía ser libre, no tenía poder. ¿Cómo podía –se preguntaban- un ser humano rechazar lo mejor?. Fue entonces cuando algunos le miraron con más ahínco y descubrieron las quemaduras que tenía por todo el cuerpo, estaba desfigurado, y la enfermedad acampaba libremente por su frágil cuerpo. Pensaron en la desgracia, por eso un ser así no podía tener nada. Asombrados, vieron como extendía la mano. Alguno, más valiente, quiso mirarle a los ojos buscando “algo”, y se dio de bruces con la conciencia: “aquél hombre –pensó-, si yo fuera aquél hombre sería un asesino, sería un ladrón, sería el peor de los hombres porque así es como es”. Aturdido se miró entonces a sí mismo: “¿cómo era posible pedir ayuda siendo un desgraciado?”; qué le permitía a ese hombre mostrarnos su desgracia y su miseria, como si no fuera con él la circunstancia, como si todo lo que tuviera de humano fuera su mirada. La mirada en que yo juzgué su poder y descubrí el mío: “la conciencia de poder ser cualquiera” y no el poder de tener lo que veo

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Una sonrisa sentada

Érase que se era, y sea de ello lo que fuere, un buda sonriente que hallábase sentado siempre, en posición calmada. Tenía las extremidades que llegan al pie cruzadas y apoyadas en sus rodillas las que extreman en las manos con las palmas orientadas y abiertas hacia el lugar por donde cae el agua, transparente y clara. Pasaba así los días, las semanas, en su desaparecida mirada, y sin salir ni llegar del instante en el que no pesaba.
Nada tendríamos que contar si así la historia se quedara; pero inertes, ni la flor, ni el agua salada. Nuestro sonriente buda hallábase en medio de la selva, en una pequeña explanada. Los lóbulos de sus orejas caían cansados, languideciendo siempre, como tímpanos desechos por el enjambroso ruido sin que les perturbara nada. Pero un suceso extraño aconteció, y todos, sin excepción, cuentan lo vivido cada cual como lo entiende, porque aquél hecho de tal manera ocurrió que podría explicarlo todo, o tal vez nada. Encontrábase nuestro sonriente buda en su completo estado, inalterado, cuando estrepitosamente reventó el silencio una voz, un alarido que cruzando la selva, sin guía, a todos amenazó. Desde el interior del pecho desnudo de nuestro buda, tras una herida abierta, un pequeño hombre se abría paso, a zancadas, y tras él cicatrizaba, como si no hubiera pasado nada. Nuestro hombrecillo se plantó, en jarras frente a aquél inmóvil cuerpo, tantas veces más grande que él, pero al que retó sin miedo. Centrando sus ojos en aquél grave torso, de cara, se puso en gritos a pronunciar palabras, fuertes y mal sonadas. Acudieron en revuelo los pájaros, y todos fueron con el tronar de tambores de guerra, acercándose hasta donde la prudencia era sabia.
Así estuvo nuestro pequeño y valeroso guerrero horas y horas en las que parecía alterarse cada vez más; ya toda la selva estaba allí, rodeando aquella batalla. Era ya el momento de que algo pasara, porque nuestro sonriente buda seguía sin mover pestaña. Y sucedió que otro hombrecillo y de nuevo por el pecho, por el mismo pliegue, con gran solemnidad, ahora, al salir, caminaba. Admirados por el acontecimiento que presenciaban, abrieron todos la boca, cayéndoseles la quijada. Descendía por las extremidades, y, tras él, la sutura otra vez se cerraba. Sellándose hasta desmentir lo que momentos antes pasara. Éste pareció, más bien, pacífico, porque no llevaba armas, aunque ambos mostraran la misma estatura y talla. En sus cabezas el mismo yelmo portaban. Nuestro hombrecillo invitaba a sentarse frente a él, a aquél que tanto le había aturdido con sus voces altas, con su albedrío y su mala gana. Había salido para acallarlas. Pero nuestro valeroso guerrero no se hallaba allí para el silencio, y no reservó sus palabras, porque esperaba, desde hacía tiempo, poder anegarlo, sin dilación, ni lamento. Era así, porque no podía vivir oculto y callado; era así, porque el ruido exterior aclamaba su fuerza y, con ella, le retaba; en fin, no podía vivir sino era así, en pugna y hostilidad encontronada.
¡Vive el buda¡ que nuestro pacífico guerrero escuchaba, y en esas quejas encontraba algo de su propia lucha, que él, no sin gran esfuerzo, apaciguaba. Fue sin mediar más. Un oxidado silbido, metálico de vaina y sable, cruzó chirriando la selva de extremo a extremo. Afilado el sonido y su eco, absorbiendo tras él cada silencio. Todos eran llamados a ser búhos y, así, lo observaban. Nuestro pacífico guerrero se sentó, y esperó. O liberaba a sus hombros de tan pesada carga, o no pasaría nada. Jadeante y fatigado, asida la empuñadura fuertemente con las dos manos, desde el hombro sobre el que la apoyaba, hizo aquél guerrero tal bélico alarde de fuerza que marcando un semicírculo segador pasó rebanándole a aquél hombre la cabeza. Quebrándole de un golpe la respiración y su pacífica fuerza. Tal ímpetu la impulsó, que no pudiendo frenarla su espada completó el círculo en que él mismo se hallaba, y ante el asombro de todos, era ahora su cabeza quien también rodaba. Se desplomó, y en posición sentada, quedaron uno, frente al otro, sin sangre, ni palabras.
La lluvia cayó bruscamente, se rompió el agua. Gotas ínfimas lo inundaron todo, anegando el lugar, elevándose hasta el mismísimo cuello, bajo la imponente sonrisa de nuestro sereno atalaya. Y así, cuando la tierra gozó del agua y por ella fue alimentada, tras un sol que la devuelve al cielo ya evaporada, apareció el cuerpo impecable y entero de nuestra sonrisa sentada. De los guerreros nada se halló. Tan sólo dos flores de loto en un charco próximo se rozaban. Cuentan que estos hechos, siempre, antes de llover, así se mostraban. Gota tras gota de agua, y harta de caer, después, marchaba. Dicen que el buda sonreía siempre porque el amor de sus flores estaba en el agua; y, que si alguien observaba este suceso, comprendería algo de lo que la naturaleza explicaba. Ahora todos saben que nuestro buda sabio ama; aunque sólo él pudo cambiar su vida y no la vida que en él llevaba.

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Reconocer

o       Pero, decidme, ¿por qué habláis de coherencia?, ¿no aprendimos de las cosas por sus diferencias?. o       Claro que sí, pero acaso ¿qué pudisteis decir de ellas?.o       Que eran diferentes. o       ¿Creéis así conocerlas? o       Quizá sólo diferenciarlas. o       Y ¿cómo podríais hablar de ellas? o       No podríamos. o       ¿No deberéis para indagar en su conocimiento relacionarlas de alguna manera?. o       Parece que sí. Pero y, ¿por qué han de relacionarse con nosotros?. ¿No se relacionan ellas aún siendo diferentes? o       Sí, y cuando lo hacen ¿qué son? ¿igual a una de ellas, a las dos, o bien, algo diferente a las otras?o       Podría ser algo diferente. o       ¿Crees que así conoceríamos algo? o       Pero entonces, ¿sólo podemos hablar de lo común? o       Eso pondría en relación la tercera con las dos anteriores. Por sus diferencias andaríamos hacía el infinito sin saber más que cantidades, cosas diferentes que nos rodean. o       Pero, ¿y lo común? ¿hasta donde nos llevaría? o       Debería llevarnos a las dos primeras que se relacionaron. o       Y éstas, ¿guardaban algo en común? o       Eso es lo que quiero que aprendas porque lo importante -en este punto- no es descubrir lo que guardaban en común que no podía ser todo, porque hubiera aumentado sólo la cantidad, y porque jamás hubiera existido la diferencia. Sino que lo fundamental es que se relacionaron. o       Luego en esa relación existía la diferencia. o       Parece que sí. o       Entonces la diferencia vuelve a ser la razón. o       Deberás de aprender que una cosa es la generación que se produce gracias a la diferencia –o sólo hablaríamos de cantidades- y otra lo que tienen de común que es el único objeto posible de nuestro conocimiento. o       Si en cada tres hay dos comunes y una diferencia, hay más de común que diferencias. o       Podríamos decir que sí.o       Así que antes o después conoceríamos todo lo común.o       Sin duda o       ¿Es eso a lo que llamáis coherencia? o       Te haré una pregunta. ¿Te reconoces en tus padres? o       No. o       Cuando encuentres en tí lo común que tienes con ellos no sólo te pondrás en comunicación con ellos sino que hallarás tu diferencia. Sólo con ésta os relacionareis con dificultad.  o       Pero como conoceré todo ésto. o       Deberás relacionarte con el único objetivo posible para el conocimiento, buscar lo común. o       Y cuando lo encuentre, podré decir que conozco. o       No, podrás decir que reconoces. o       Ya creo entender que es la coherencia. Pero podré entonces indagar en la diferencia. o       Siempre que encuentres con ella algo que le es común lo reconocerás. Sin ello lo más que podrás decir es lo que no es y eso, amigo mío, no es conocer.     

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DESAFORISMOS IV

La prueba del que el hombre no es ningún animal es que no existe ningún ejemplar de dicha especie en los zoológicos. Pero a cambio de desterrar al hombre de los zoológicos, ha creado otros zoológicos dentro de su propia especie, y ha hecho proliferar cárceles y gulags, campos de refugiados y ergástulas de esclavos, cenobios y manicomios, sólo para poder así confinar a aquellos ejemplares que se aproximan peligrosamente a la animalidad, con la intención de despistarnos y hacernos olvidar que el hombre es el más grande animal. (más…)

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