Una sonrisa sentada

Érase que se era, y sea de ello lo que fuere, un buda sonriente que hallábase sentado siempre, en posición calmada. Tenía las extremidades que llegan al pie cruzadas y apoyadas en sus rodillas las que extreman en las manos con las palmas orientadas y abiertas hacia el lugar por donde cae el agua, transparente y clara. Pasaba así los días, las semanas, en su desaparecida mirada, y sin salir ni llegar del instante en el que no pesaba.
Nada tendríamos que contar si así la historia se quedara; pero inertes, ni la flor, ni el agua salada. Nuestro sonriente buda hallábase en medio de la selva, en una pequeña explanada. Los lóbulos de sus orejas caían cansados, languideciendo siempre, como tímpanos desechos por el enjambroso ruido sin que les perturbara nada. Pero un suceso extraño aconteció, y todos, sin excepción, cuentan lo vivido cada cual como lo entiende, porque aquél hecho de tal manera ocurrió que podría explicarlo todo, o tal vez nada. Encontrábase nuestro sonriente buda en su completo estado, inalterado, cuando estrepitosamente reventó el silencio una voz, un alarido que cruzando la selva, sin guía, a todos amenazó. Desde el interior del pecho desnudo de nuestro buda, tras una herida abierta, un pequeño hombre se abría paso, a zancadas, y tras él cicatrizaba, como si no hubiera pasado nada. Nuestro hombrecillo se plantó, en jarras frente a aquél inmóvil cuerpo, tantas veces más grande que él, pero al que retó sin miedo. Centrando sus ojos en aquél grave torso, de cara, se puso en gritos a pronunciar palabras, fuertes y mal sonadas. Acudieron en revuelo los pájaros, y todos fueron con el tronar de tambores de guerra, acercándose hasta donde la prudencia era sabia.
Así estuvo nuestro pequeño y valeroso guerrero horas y horas en las que parecía alterarse cada vez más; ya toda la selva estaba allí, rodeando aquella batalla. Era ya el momento de que algo pasara, porque nuestro sonriente buda seguía sin mover pestaña. Y sucedió que otro hombrecillo y de nuevo por el pecho, por el mismo pliegue, con gran solemnidad, ahora, al salir, caminaba. Admirados por el acontecimiento que presenciaban, abrieron todos la boca, cayéndoseles la quijada. Descendía por las extremidades, y, tras él, la sutura otra vez se cerraba. Sellándose hasta desmentir lo que momentos antes pasara. Éste pareció, más bien, pacífico, porque no llevaba armas, aunque ambos mostraran la misma estatura y talla. En sus cabezas el mismo yelmo portaban. Nuestro hombrecillo invitaba a sentarse frente a él, a aquél que tanto le había aturdido con sus voces altas, con su albedrío y su mala gana. Había salido para acallarlas. Pero nuestro valeroso guerrero no se hallaba allí para el silencio, y no reservó sus palabras, porque esperaba, desde hacía tiempo, poder anegarlo, sin dilación, ni lamento. Era así, porque no podía vivir oculto y callado; era así, porque el ruido exterior aclamaba su fuerza y, con ella, le retaba; en fin, no podía vivir sino era así, en pugna y hostilidad encontronada.
¡Vive el buda¡ que nuestro pacífico guerrero escuchaba, y en esas quejas encontraba algo de su propia lucha, que él, no sin gran esfuerzo, apaciguaba. Fue sin mediar más. Un oxidado silbido, metálico de vaina y sable, cruzó chirriando la selva de extremo a extremo. Afilado el sonido y su eco, absorbiendo tras él cada silencio. Todos eran llamados a ser búhos y, así, lo observaban. Nuestro pacífico guerrero se sentó, y esperó. O liberaba a sus hombros de tan pesada carga, o no pasaría nada. Jadeante y fatigado, asida la empuñadura fuertemente con las dos manos, desde el hombro sobre el que la apoyaba, hizo aquél guerrero tal bélico alarde de fuerza que marcando un semicírculo segador pasó rebanándole a aquél hombre la cabeza. Quebrándole de un golpe la respiración y su pacífica fuerza. Tal ímpetu la impulsó, que no pudiendo frenarla su espada completó el círculo en que él mismo se hallaba, y ante el asombro de todos, era ahora su cabeza quien también rodaba. Se desplomó, y en posición sentada, quedaron uno, frente al otro, sin sangre, ni palabras.
La lluvia cayó bruscamente, se rompió el agua. Gotas ínfimas lo inundaron todo, anegando el lugar, elevándose hasta el mismísimo cuello, bajo la imponente sonrisa de nuestro sereno atalaya. Y así, cuando la tierra gozó del agua y por ella fue alimentada, tras un sol que la devuelve al cielo ya evaporada, apareció el cuerpo impecable y entero de nuestra sonrisa sentada. De los guerreros nada se halló. Tan sólo dos flores de loto en un charco próximo se rozaban. Cuentan que estos hechos, siempre, antes de llover, así se mostraban. Gota tras gota de agua, y harta de caer, después, marchaba. Dicen que el buda sonreía siempre porque el amor de sus flores estaba en el agua; y, que si alguien observaba este suceso, comprendería algo de lo que la naturaleza explicaba. Ahora todos saben que nuestro buda sabio ama; aunque sólo él pudo cambiar su vida y no la vida que en él llevaba.

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