El reloj

El mundo es un reloj. Todos los hombres viven en él. Es un reloj de sobremesa. Sobre su base se levantan cuatro columnas ligeramente abombadas, entre las cuales cuelga su complicada maquinaria. Más arriba hay un copete de madera con incrustaciones de bronce y marfil. El reloj bien pudiera ser de otro modo muy distinto, pues la descripción sucinta que he dado pertenece a la imaginación de alguno de sus habitantes.

Es verdad que en la misma habitación, aunque lejos, hay un espejo pero, como se trata de una habitación aparentemente abandonada, está lleno de polvo, y, además, no ha sido colocado allí para que los hombres se vean y tampoco es fácil ver allí un reflejo del reloj.

Desde las generaciones de las generaciones los hombres han sentido una curiosidad profunda acerca del reloj, se han esforzado por saber como era, y algún loco se ha preguntado incluso por qué era. Sólo una cosa ha estado siempre clara: la misión de los hombres es, llamémoslo así, dar cuerda al reloj.

Por esa curiosidad y por una extraña propiedad o virtud de los hombres llamada razón, algunos de ellos han dedicado todos sus esfuerzos a otra cosa, a la que llaman “conocer el reloj”, y a éste conocimiento le han llamado sabiduría. Así unos han trepado por las columnas y otros se han descolgado hacia la base. Cada generación lograba llegar un poco más alto, o algo más abajo. Los que subían tuvieron más éxito, de modo que en un momento de su historia un genio llegó a entrar en la maquinaria.

Otros hombres, con su inteligencia, mejoraron el sistema de dar cuerda, de modo que el trabajo cada vez fue más fácil, o, al menos, menos penoso.

De entre todos los hombres algunos, aparentemente enloquecidos, se empeñaban en preguntarse el por qué de sus vidas, el por qué del reloj, y esforzaban sus vistas, en un empeño imposible, tratando de atravesar la habitación, para ver en el sucio espejo algo de la realidad.

El sonido monótono del péndulo ha ido marcando las vidas de los pueblos que han vivido en el reloj. El ruido ensordecedor con que las campanadas han subrayado algunos hechos importantísimos en la vida del reloj, ha quedado grabado en las conciencias de los hombres, pero nadie ha respondido a la pregunta: ¿Por qué un reloj?

Y otro genio descubrió que la maquinaria estaba compuesta por engranajes. Y otro genio llegó a contar los dientes de cada uno. Y otro genio, el más genio de todos hasta la fecha, aventuró que tal vez se trataba de algo que medía algo, pero: ¿Qué es una medida? Y le olvidaron. Y otros exploradores tomaron muestra de los engranajes y llegaron a saber de qué estaban hechos. Y calcularon el peso y las dimensiones de la maquinaria. Incluso llegaron a desarrollar un modelo matemático de su funcionamiento. Y así ha pasado la historia, hasta hoy, sin que nadie sepa la hora en que vive.

Ni los científicos se han aproximado a saber qué hora es, ni llegarán nunca a saberlo, porque buscan otra cosa. Ni los filósofos, perdidos en la discusión de cómo debe mirarse, han logrado verla en el espejo polvoriento que hay más allá del vacío insalvable de la habitación abandonada.

¿Aparecerá alguna vez el dueño de la casa?

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2 respuestas a “ El reloj ”

  1. Pobrecito hablador dice:

    Es una buena alegoría. ¿Pero se puede hacer hoy alegoría? ¿Nos transmite algún tipo de conocimiento o es sólo una forma estética? ¿Por qué la sensibilidad del hombre moderno rechaza la alegoría? Escribir con alegorías tiene la virtud de dar con una imagen que nos ayuda a ilustrar eso abstracto e inaprehensible que queremos comunicar, pero a la vez se incurre en el peligro de que sólo nos quedemos en la intrincada imaginería de lo alegórico y que no consigamos captar exactamente qué se nos quiere comunicar. Es un peligro en el que incurrimos todos cuando tratamos de comunicarnos. El lenguaje es falaz y engañoso. Aún así, a mi me parece que vale la pena apostar por la plasticidad en este tipo de textos. El esfuerzo en el lenguaje es también un esfuerzo del pensamiento -o por lo menos de otro tipo de facultades que están implicadas en el pensamiento.
    (la verdad es que yo me considero uno de los dueños de la casa, llevo muy mal lo de sentirme huesped, tal como se sentían los gnósticos, por lo menos habría que procurar sentirse como en casa. Aunque está claro, a mí a veces me dan ganas de salir corriendo después de dar un portazo.)
    (Opinión: la última frase con la que acaba el texto me parece demasiado abrupta, sin transición, como si tuvieras ganas de acabar y ya se sabe, los únicos que tienen ganas de acabar son los lectores, que son muy impacientes, pero el que lo escribe debería tener la paciencia de Job y la seducción suficiente para seguir torturando al lector.)

  2. Tupacalos dice:

    La verdad es que la última frase es de otro con-texto. Después de haber mirado a científicos y filósofos, harto, es como un grito para pedir al dueño que aparezca de una vez y grite que somos estúpidos. Más estúpidos cuanto más conocemos de aquello que se puede saber. Que lo importante es saber la hora, no de qué esta hecho el reloj. Y la hora es aquella en la que ya no hay tiempo.

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