Tal vez

Antes de que la mirada del lector, si es que lo hay, caiga sobre este escrito debo advertirle que lo que se edita contiene todas las palabras que escribió el autor, pero el tamaño de letra, los párrafos, las separaciones, los márgenes, son los que el azar ha determinado y tengo que decir que el resultado no me gusta, pero creo que me gusta menos aún el silencio, la agrafía, por lo que entrego este texto al destino. Si alguien esta interesado basta con que me deje en los comentarios su dirección y prometo que alguna vez lo veré y la enviare el texto en formato de world. Perdón por los pecados que no son míos. Los mios no son perdonables: no podía hacer otra cosa.

 

Tal vez sobre la soledad y la muerte.

(peri qa/natoj)

Enrique Gippini

«Vengo de no sé dónde,

Soy no sé quién,

Muero no sé cuándo,

Voy a no sé dónde.

Me asombro de estar tan alegre.»

Epitafio de Martinus von Biberach.

Desaparecer

Ni aún así se puede abordar de modo completo la meditación sobre la muerte. ¿Qué es así? Así es con cierta avanzada edad, con años de reflexión seudo filosófica en busca del consuelo de la razón y una imaginación todavía lúcida, en resumen, en el principio del final.

El planteamiento de la desaparición absoluta o la integración en un súper ente, ambas son incomprensibles y la consideración de su carácter inevitable produce una angustia tal que se siente un vértigo físico.

Como está inevitablemente programado, la juventud, ebria de vida, no puede abordar el problema de la muerte, sí el de la soledad, pero ésta es otra cosa. La imprescindible creencia en la supervivencia inmediata: «Mañana estaré vivo para hacer tales y cuales cosas», se extrapola y hoy se guardan cosas para el futuro, como si el futuro fuera existente y no un ente de razón de improbable cumplimiento. Y se extrapola más aún borrando de todos los planes una fecha de caducidad que no se desea conocer. Un joven no puede vivir si no es completamente sumergido en la conclusión lógica que se sigue: soy inmortal, o: vivo como si fuera inmortal y no puedo pensar en vivir de otro modo.

Supongamos un hombre que no cree en el futuro, que, en perfecta salud, piensa que se acaba su tiempo inmediatamente, y que, en consecuencia, no hace planes. Actuaría por decisiones inmediatas. Si no existiera mañana no habría ética ni moral, tal vez ni libertad, suponiendo que la libertad exista. Ni deseo de ocuparse más que de lo absolutamente imprescindible para satisfacer la necesidad inmediata. Este hombre no comprendería la amistad ni el amor, sería un depredador de su misma raza, estaría solo el tiempo que le tocara vivir. Sería un dios o una bestia. No es imaginable, no es posible una humanidad compuesta por sujetos así, sin aquella primigenia creencia.

¿Quién puede decir ahora que no es creyente si cree que despertará mañana?

Supongamos un plan

¿Por qué tenemos impresa en nuestra conciencia esta esperanza? Supongamos, un demiurgo que con un plan determinado crea un ente complejo al que llamaremos «Humanidad». No lo crea para que desaparezca inmediatamente: Caín mata a Abel, a Eva y a Adán, por ejemplo, porque tiene hambre o sed, o le da el impulso por ahí, y a continuación se muere de aburrimiento. El gran artesano crea la humanidad para llevar a cabo un plan. El demiurgo tendría buen cuidado de implantar en la conciencia de los hombres la creencia de que tras la noche viene otro día y otro día, y, como dice la Biblia[1]: «días sin termino». La valoración del mañana propio se traduce en que «debo conservarme» y se refleja pálidamente en la conciencia de que otros también deben pervivir. Y hay que convivir. La soledad comienza a ser un estado extraño. Conciencia de la muerte y soledad van juntas. La sociedad humana se fundamenta en la creencia en el mañana, en la inmortalidad provisional y en la experiencia de que en grupo se sobrevive mejor.

Si hay un proyecto a largo plazo es evidente que no se realiza únicamente con la vida de las generaciones presentes, es necesario que la sociedad humana perviva por encima de los individuos y la fuerza que mueve a la sociedad hacia su pervivencia es un instinto de conservación social. La sociedad tiende a conservarse por encima de los intereses personales.

De este potente condicionante de la voluntad surgen vectores que determinan el comportamiento de los hombres y que explican realidades tan importantes como el instinto de reproducción o el comportamiento heroico. El hombre individual está en el mundo para llevar a cabo aquello que es conveniente para la sociedad. Es el «zoon politikon», cuyo destino último es la integración en un absoluto mejor y más perfecto que el imaginado por Hegel, y, por supuesto, incomprensible desde el mundo natural.

Así que hay un plan y un principio y, seguramente un final. Es el modelo lineal agustiniano. El ejemplo, la vida del hombre: Nace y muere. Nace y muere en soledad.

Aunque la filosofía tomista defienda la creación de la naturaleza desde la nada, puede postularse que lo hace solamente refiriéndose al impulso creador primero, el big-bang de los físicos. Es posible, incluso probable que ese impulso sea la frontera entre la nada y el ser, entendiendo por «ser» no sólo todas las cosas, natura naturata, sino también el hecho de la existencia. Es difícil, imposible, explicar el mundo sin ese impulso inicial, y ese es la creación ex nihilo, pero después la bola está echada a rodar, y «Ex nihilo nihil fit«: ya no surgen más cosas de la nada, y no es necesario complicar más la teoría: «Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem«, d’Okham dixit. Y para que se de la evolución de la especie sólo hace falta un plan: el del demiurgo. «Comprender», en el sentido que daba Dilthey al término es una cuestión de fe filosófica, porque explicar la existencia de este plan no es posible. Fe filosófica o lógica: desde la naturaleza no se puede escribir razonablemente: «[] → p»: «Nada, entonces p».

Y si hay un plan, se deduce que hay un demiurgo. Es posible que la física lleve a la demostración de la existencia de Dios.

Un creador, un mundo, un destino. Un proyecto único definido y acabado de una irregularidad, tal vez un experimento. Un relámpago temporal en un universo detenido e inmenso, fuera del tiempo y el espacio. En ese relámpago somos humanos.

El mundo real y el transreal: la soledad como frontera

Especulación imaginativa pura, el universo, el todo, incluye un mundo físico, comprensible e inmediato y probablemente otro mundo, perfecto, infinito e incomprensible. La vida material es un pasar, en la amnesis (a/mnh/mwn), a través de una tempestad cuyos rayos y truenos son el tiempo y el espacio. Y el navío el propio cuerpo. Imposible recordar lo anterior si es que lo hubo. Discutir sobre la creencia de una existencia anterior es inútil, no hay argumentos que traspasen la frontera del olvido. Se puede estar más o menos de acuerdo con Platón y con los que defienden la preexistencia de unas almas eternas que entran y salen del mundo temporal, o, creer que un dios las crea en el momento del nacimiento o de la concepción, o incluso creer que no hay almas, pero no hay argumentos en este mundo para defender nada de eso: son creencias.

Que drama olvidar todo. Contaba Cunqueiro que cuando Décimo Junio Bruto, dispuesto a derrotar a los galaicos, llegó con sus legiones a la orilla del río Limia, los soldados creyeron que se encontraban ante el río Lethe, que nacía en el infierno, y que quien lo atravesara olvidaría todo. Bruto tuvo que ser el primero en vadearlo y llamando a sus legionarios por sus nombres desde la otra orilla les convenció de que no había olvidado nada… y así entró en Galicia. Desgraciadamente no tenemos a alguien que nos llame por nuestro nombre desde ese mundo transreal: ¿O sí? No sabemos de dónde venimos pero: ¿Será la muerte nuestro río Limia? ¿Olvidaremos todo? No hay soledad mayor que la del que olvida a sus seres queridos.

No parece justo, si es que la justicia de los hombres se perfecciona en el plan del demiurgo, no lo parece que se olvide todo, que los pensamientos que perfeccionan el mundo material se pierdan. Que la luz que procede de los sentimientos se apague. Pero los pensamientos y los sentimientos son de cada hombre y sólo de cada hombre. Esa combinación de productos químicos con la que se quiere explicar cada impulso de felicidad o tristeza es distinta para cada uno, personal y, como la verdad de Gorgias, intransmisible: se puede decir «Te quiero», pero no explicar que significa. Así que, en soledad, nos enfrentamos a lo desconocido, arrastrando, como si fuera nuestra sombra, a un fantasma inmaterial formado por el trasunto de nuestros recuerdos, especialmente de nuestros recuerdos de los sentimientos pasados. Esa es nuestra alma. La entrada en el trasmundo es una potencia-capacidad-virtud, sólo de ella. De ella sola. No del cuerpo. Y no podemos saber cómo. Tanto desean creerlo que las religiones más importantes prometen una presencia personal en la transrealidad. Claro que esto es sólo una esperanza, otra creencia indemostrable.

El cuerpo

Lo único que creemos conocer es nuestra corporeidad. Es la única verdad patente: tenemos un cuerpo… ¿Somos sólo un cuerpo? Realmente no. Es verdad que nadie puede presumir de haber asido con sus manos un sentimiento, un amor, un odio, un deseo, pero están ahí. No podemos darles magnitud física, pero sí les damos un lugar: el alma, cuya existencia tampoco podemos demostrar. En una particular interpretación del hilemorfismo, materia y forma son cuerpo y alma. Y el cuerpo es finito. Y las cosas que posee, esas que tienen un significado sólo para cada uno, son finitas. Y no sólo solos, sino despojados absolutamente de todo lo material vamos a ver desaparecer esa entidad física y posiblemente incluso nuestro Yo. Ya no podremos ser el hombre volador de la filosofía árabe, que privado de toda sensación tenía conciencia de su propia existencia… ¿O sí? Ese «sí» cumplido, que nos arrastra a la ilógica creencia, es nuestra esperanza. ¿Tiene el hombre cabida en el infinito con sus recuerdos? El hombre es también alma, aunque el alma sea una especulación pura e inmaterial. Y lo inmaterial se filtra más allá de las fronteras del tiempo y el espacio. ¿Será ese espíritu incomprensible lo más importante del hombre? ¿Hay hombre sin «res extensa«?

Dice Espinosa que Dios es extenso[2]. Si dice lo que parece, no estoy de acuerdo. La extensión es algo propio de lo temporal. Viene Espinosa de demostrar que Dios es una cosa pensante porque a él pertenecen todos los pensamientos, y dice que es extenso porque le pertenecen todas las extensiones. Espinosa está influido por la filosofía, de su tiempo, revolucionaria pero incapaz de independizarse completamente del concepto de Dios personal del tomismo. Posiblemente quería decir que dentro del infinito único y necesario, que es Dios, cabe todo, como ha analizado y demostrado en su opinión en toda la parte primera de la Ética. Es decir que somos parte de la natura naturata finita, pero también de la natura naturans porque ésta comprende a todo, y que cuando salimos de la temporalidad no podemos hacerlo a una «nada» metafísicamente imposible sino que nos integramos en lo infinito. Morir es desprenderse de las limitaciones temporales y espaciales y pasar a un mundo ilimitado, como entes ilimitados. Es imposible traducirlo a palabras, es como si al abrir los brazos pudiéramos contener junto a nosotros todo espacio y todo tiempo, e indistintos con todo lo demás componer una esfera, no símbolo de perfección sino perfección en si, «a/peiroj – on», sin límites no porque haya algo más allá, confuso, sino porque todo está incluso y el termino límite carece de sentido.

Y lo más estrictamente definible por sus límites es el cuerpo. Como un vestido acostumbrado es el más cómodo, y su uso nos define; éste vestido único para todo nuestro paso por la temporalidad acaba por convertirse en nuestra obvia identidad. Cuando un amigo aparece no vemos su alma, sólo su cuerpo. Y es alto o bajo, hombre o mujer, agraciado o deslucido. Así nos ven. Y también vemos alguien en quien apoyarnos, alguien, que de algún modo nos ama, pero, cosa extraña, es un cuerpo, ente físico regido por las leyes de lo material, el que parece hacerlo. Y vemos su rostro amable, sus movimientos acostumbrados, sus gestos de cariño, como expresión de cosas que sólo un alma puede vivir.

Perder la capacidad de relacionarse, porque toda relación ya está en acto, aterroriza, como espanta todo lo absolutamente desconocido.

Amamos el cuerpo y vemos como se va destruyendo. Necesito, como Kant, postular que el hombre es algo más que esto deleznable. Y necesito estrellarme una y otra vez contra la imposibilidad de saberlo. A pesar de que lo ignoro casi todo, como una mónada más, soy un reflejo del universo entero.

El lenguaje

«Una cuestión de lenguaje. Eso parece ser la vida humana. La vida de ese ser indigente, menesteroso, que no puede vivir sin los otros, pensar sin los otros. Al menos, eso es lo que decía el filósofo que descubrió para qué servían las palabras y qué se podía encerrar en ellas. Esa exigencia de compañía no sólo manifiesta la necesidad de lenguaje, sino la radical soledad de cada conciencia que encuentra, a través de las palabras y del amor, la posibilidad de engarzarse con sus semejantes. Apenas hay otros puentes entre seres «eternamente separados». El origen del lenguaje y del amor tenía, sin embargo, que desarrollarse sobre un principio de libertad que permitía ver el mundo y desatascaba de las palabras acartonadas, de las frases hechas, en las que se coagula la posibilidad de pensar.»

Así comienza un artículo de Emilio Lledó[3]. La cita es larga pero se puede justificar su presencia en este escrito porque en ella están resumidos sus principales motivaciones: Soledad, necesidad de la convivencia, el lenguaje como enlace necesario. Falta la muerte, pero ¿qué es ésta sino el cese de toda comunicación? Y hay una referencia a la libertad que en la divagación anterior se ha negado: No puedo escoger mi destino último, y lo que parece una elección en el actuar temporal posiblemente no es más que una fantasía. Pero soy libre de expresarme como quiera, incluso de hacerlo sin significado o en cacofonías. Hubo un tiempo en el que muchos pensadores cayeron en la trampa de restringir la capacidad de razonar a lo expresable lógicamente. Quizás esté en el propio Espinosa, con ese estilo tan propio de la derivación lógica, el origen de la moda de principios del XX de conceder toda la importancia al lenguaje y a su expresión en la lógica formal. Los códigos son imprescindibles para la transmisión de información, emisor y receptor deben reconocerlos e interpretar los mensajes, pero hay mensajes sin receptor definido, lanzados con un código tan flexible que parece inexistente: la voz del arte es así. ¿Cómo explicar los sentimientos que despiertan la música o la poesía? No se puede negar que en el lenguaje libre, en ese que se salta todas las reglas de la lógica, y que no se parece en nada a esa jaula que condiciona la vida que han descrito aquellos pensadores, hay una expresión de lo inefable.

El lenguaje rompe la soledad en el nivel de desarrollo social, pero, en lo más profundo el hombre piensa sin lenguaje: Intuye, comprende, siente, aunque no explique.

«De lo que no se puede hablar, es mejor callar…» No. Mientras dura la vida debe hablarse de lo inefable. La especulación fuera de las normas del lenguaje y de la lógica estricta es, quizás, la única esperanza, el único camino, de aproximarse a la comprensión de lo absurdo, o a la proposición de figuraciones que lo expliquen. La ficción revindica aquí su más noble fin. Y lo temporal su carácter de absurdo.

Recuerdo lo que me han dicho. Creo en lo que me han dicho, lo asumo. Construyo sobre aquello. Y, a mi vez, digo, cuento, escribo, para que otros sigan mi tarea, para que se cumpla el plan. Pero mi mensaje desaparecerá. El lenguaje callará. No habrá necesidad de él en el transmundo. No necesitaré decirte nada, amigo, hermano, porque seremos lo mismo y conoceremos todo. Pero yo desearía seguir hablándote: La ignorancia de una transrealidad «mejor» me hace intuir que la potencia actual es superior al acto futuro: ¿Es esto un pecado?

El amor de Dios

Como un guía profesional que ante la belleza más asombrosa repite su excelencia con una cantinela monótona mientras su pensamiento está ausente, Dios produce. Ese pensamiento lejano es Dios. Dios es acto puro. «Dios, propiamente hablando, no ama a nadie ni odia a nadie.«[4] La innegable existencia de un Dios filosófico, que no consuela. Incomprensible e inmóvil, del que, a lo mejor, emanamos ¿Es una maldición?

«Dios es amor, eso es así. Lo sabemos sólo porque lo amamos; pero que Dios exista en Sí mismo es una reflexión, y con frecuencia es superflua e incluso nociva. A la pregunta: ¿existe Dios en Sí mismo? Debo responder y responderé: sí, probablemente, pero de Él, de ese Dios en Sí mismo, no entiendo nada. Sin embargo, no me sucede lo mismo con el Dios-Amor. A Él lo conozco con certeza. Él lo es todo para mí, la explicación y el objetivo de mi vida[5] Tolstoi era un «homo religiosus» que escribía esto en su Diario. De ese Dios con pasiones se ocupan las religiones. Pero todavía queda mucho por recorrer hasta llegar a ellas.

Aquí sólo queda el misterio: «Y el que estaba sentado en el trono dijo: -«Todo lo hago nuevo«.»[6]

* * *

Diciembre 2008.-



[1] Una frase del salmo 23

[2] Ëtica II, proposición 2ª

[3] Emilio Lledó.- El País, Babelia , 22/11/2008.-

[4] Espinosa.- Proposición XVII, Corolario.- Alianza 2004 pag. 402.-

[5] Tolstoi.- «Diario»

[6] Apocalipsis 21, 3-5.- la cita completa es: «Escuché una voz potente que decía desde el trono: -«Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado.»

Y el que estaba sentado en el trono dijo: -«Todo lo hago nuevo«

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